Cámara.
Acción.
En
la imagen aparece un hombre adulto boca abajo. Tiene ambas manos en la cabeza.
Ojos cerrados. Ojos cerrados y apretados. Alguien lo sujeta de la cabeza, le
jala los cabellos.
Está
postrado en el piso de algún vehículo. Debajo se ven los tapetes y a un lado el
asiento.
Son
dos o tres los que lo mantienen ahí, cautivo, amarrado a los puños y a los
nudillos. Aparece en la imagen, bien centrada, una pistola escuadra. Puede ser
una cuarentaicinco. Cachas blancas.
Le
gritan: cierra los ojos, hijo de tu pinchi madre. Ciérralos. Pídele perdón a
este cabrón. Y el prisionero responde a gritos que parecen llantos: perdón,
perdóname, viejo. Ya nunca lo voy a volver a hacer. Chingo mi madre si lo
vuelvo a hacer. Ya nunca, viejo, ya nunca.
Si
no, te mato, a la verga, ¿no? Te mato, hijo de la chingada.
Ya
nunca, Pa. Ya nunca.
¿Nada?
Nada, Pa. Ya nunca. Nada. Lo juro, Pa. Chingo mi madre si lo vuelvo a hacer.
Aquello
es un diálogo desigual en el que sólo el cautivo escucha, recibe órdenes,
amenazas, insultos: del otro lado no hay quien reciba sus súplicas.
¿Seguro?
Seguro,
viejo. Seguro, Pa. Seguro. Chingo mi madre si me vuelvo a meter. De verdad,
viejón.
A la
escuadra se une un fusil. El cañón gris asoma en el cuadro del video sin dejar
de moverse ni de apuntar. Frente al hombre sólo parecen estar los cañones, que
no le quitan la mirilla de encima.
Pérate.
Pérate, pendejo. Dos patadas. Una, otra y otra cachetada. Pérate, pendejo. Y el
tipo no se mueve. No va a ningún lado. No espera más que ese funesto escupitajo
de fuego. Ese manojo de plomo. Ese rasgar del sonido y del viento. Esa muerte
cortita, terminante y cercana.
Pérate.
Le vuelve a gritar. Otra cachetada acompañada de su respectivo puntapié.
Voltea. Voltea. Y el tipo no se mueve. No puede porque está sujeto a esos
nudillos morenos que lo mantienen sometido. Abre los ojos. Abre los ojos, a la
verga. Y los abre.
¿Cuál
prefieres? ¿Cuál, pendejo?
Uno
de ellos corta el cartucho del cuerno de chivo. Craccrac. Cuál quieres para que
te lleve la chingada.
Apenas
abre los ojos, pero no quiere ver. No de tan cerca, no tan rápido. Y parece
decir: déjame ir, respirar, vivir un poco más. Las venas de la frente se asoman
bajo la piel. Sobresaltan la epidermis. Quieren emerger, reventar.
Un
mapa de venas saltadas se le forma. Los ojos también se le saltan. Quieren
brincar. Hay humedad en sus cavidades. Es la eternidad certera de la muerte y
lo efímero del respiro vital.
Otra
cachetada. Está rojo, azul, verde, gris el rostro.
Ya
ciérralos. Ciérralos, pendejo. Y no sólo los cierra: quiere girar la cabeza, no
ver más, no tener de frente los túneles oscuros de ambas armas.
Ya
no abras los ojos. Fíjate bien en qué terreno te metiste. Fíjate bien porque a
la otra te mato, a la verga.
Sí,
sí. Está bien, viejón. Ya no me voy a meter, ya no. Ya no me voy a acercar.
Fíjate
bien porque no va a haber otra. Y no abras los ojos.
Corte.
Son
treintaicinco segundos de un video. Lo trae Juanito en su celular. Lo trae y lo
presume. Dice que son sus amigos. Que al bato lo dejaron ir, pero que lo trae
para enseñarlo, para repartirlo. Que sepa la raza quién es él. Con quién se
meten.
Columna
publicada el 21 de enero de 2018 en la edición 782 del semanario Ríodoce.
(RIODOCE/ JAVIER VALDEZ/ 25 ENERO, 2018)
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