Un
exintegrante de las maras busca renacerCreditFred Ramos/El Faro
La
herencia de la brutal guerra civil de El Salvador quedó estampada con tinta
azul en el rostro de Raúl Valladares. La palabra “Eighteen” (dieciocho) en su
frente revela lo que solía ser: miembro de una de las maras de El Salvador,
cuya violencia sigue causando que sus habitantes intenten buscar refugio en
Estados Unidos.
Valladares
no puede escapar de su pasado a pesar de haber abandonado a su pandilla (Barrio
18 Revolucionarios) hace una década, después de haberse convertido en creyente
dentro de prisión. Los tatuajes del pandillero, que en alguna época fue
conocido como el Shadow, lo convierten en un hombre marcado: quienes podrían
ofrecer trabajo lo rechazan y es perseguido por sus rivales, que solo ven la
tinta antigua pero no un espíritu reformado.
En
un país donde cerca de 75.000 personas murieron durante los doce años de guerra
civil, la vida posterior a los acuerdos de paz de 1992 ha sido cualquier cosa
menos tranquila. Las tasas de homicidios, que compiten con las peores de la
época de la guerra, han desatado la represión por parte de los funcionarios.
“La sociedad salvadoreña siente mucho rencor
hacia las pandillas por todo el daño que han causado”, dice Fred Ramos, un
fotógrafo que ha documentado la vida de Valladares fuera de la cárcel, que
ahora transcurre en la congregación cristiana evangélica a la que pertenece y
que también alberga a otros 30 exintegrantes de pandillas. “La sociedad no les
da la oportunidad de un trabajo digno. No pueden ir ni al parque sin enfrentar
discriminación. Las señales de su pasado pandillero se encuentran en sus manos
y en sus rostros. Van de su casa a la iglesia y de la iglesia a su casa”.
Raúl
ve la televisión en su casa con su hijastro, Josué. Credit Fred Ramos/El Faro
Alrededor
de 60.000 personas —inmersas en la pobreza y sin oportunidades— pertenecen a
las pandillas de El Salvador. Son los responsables de que la tasa de homicidios
del país sea la más alta del mundo. Ramos ha visto lo peor de la violencia
relacionada con las pandillas de su país durante el tiempo que ha trabajado en
El Faro, un medio de periodismo de investigación elogiado y reconocido por no
titubear en su trabajo de cobertura de la violencia.
Sin
embargo, Ramos sentía que en la cobertura que se hace de las pandillas a menudo
faltaba alguna forma de comprensión de lo que los pandilleros enfrentan una vez
que dejan esa vida e intentan empezar otra como civiles. El fotógrafo encontró
el escenario adecuado para esa historia en Ebenezer, una pequeña iglesia cuyo
ministerio para miembros de pandillas, La Final Trompeta, habla sin rodeos de
últimas oportunidades y del juicio final.
Valladares,
quien se unió a su pandilla a los 13 años, accedió a que Ramos lo siguiera con
una condición: no hacer preguntas sobre su pasado criminal o sobre miembros de
su mara. Hoy Valladares tiene 34 años y lleva cinco fuera de la cárcel. Vive
con su pareja y dos niños. Como no encuentra trabajo, se queda en casa con los
niños mientras ella vende verduras en la calle. Antes estuvo casado, pero contó
que una pandilla rival asesinó a su esposa a balazos al día siguiente de su
boda.
Abandonar
la vida criminal para volcarse a la religión fue muy complicado, le dijo
Valladares al fotógrafo, porque los otros presos lo marginaban y se burlaban de
él poniéndole sobrenombres como Oveja o Aleluya. De cualquier modo se sentía
seguro, al menos en comparación con el mundo desconocido que le esperaba al
salir de la prisión cinco años después.
“En
la cárcel se sentía tranquilo hasta cierto punto”, explicó Ramos. “Nadie lo
juzgaba porque todos son criminales. La prisión era una burbuja. Quedar en
libertad significaba confrontar las miradas de la gente que lo rechazaba y lo
odiaba”.
O
que le temía.
“Fue
a un restaurante y aunque había personas antes que él, la mesera vio sus
tatuajes y le sirvió primero”, narró Ramos. “No quiere que la gente lo vea con
miedo, por eso esconde sus tatuajes detrás de una gruesa capa de maquillaje”.
Raúl
mira su rostro en un espejo después de maquillarse para cubrir sus tatuajes.
Credit Fred Ramos/El Faro
Hace
casi un año y medio le dispararon desde un auto en movimiento y le dieron en el
brazo. A veces, cuando sale, se cubre el rostro con la esperanza de que nadie
se percate de sus tatuajes. También se inscribió en un programa del gobierno
para eliminar sus tatuajes con láser. Cada dos semanas se somete a un proceso
doloroso que durará años.
“Le
pregunté qué era más doloroso: si recibir golpes durante 18 segundos al momento
de entrar a la pandilla o deshacerse de los tatuajes”, contó Ramos. “Me
respondió que dejar a la pandilla había sido más doloroso”.
Las
pandillas llevan mucho tiempo siendo un problema en El Salvador, aunque no
nacieron allí: se importaron de las calles de Los Ángeles y otras ciudades
estadounidenses cuando jóvenes criminales fueron deportados a sus países de
origen. Habían llegado a Estados Unidos indocumentados de la mano de sus
padres, que huían de la guerra civil. Después de los acuerdos de paz, las filas
de las pandillas se engrosaron drásticamente.
En
una nación que estaba harta, o más bien aturdida por décadas de conflicto, la respuesta
pública fue tolerancia cero: el gobierno impuso tácticas de mano de hierro para
reprimir a las pandillas, aunque esa manera de afrontar el problema no ha
detenido las matanzas, así como tampoco lo logró la tregua temporal de 2012.
“El
periodo de la posguerra tuvo demasiada violencia”, explica Ramos. “Doce años de
guerra sumieron al país en la pobreza y lo dejaron con demasiados problemas
derivados de la desigualdad que han sido ignorados por las autoridades”.
Una
década después de que comenzara a recorrer su nuevo camino, las experiencias
amargas minan la esperanza de Valladares. Tal vez algún día encuentre trabajo,
pero no es probable que los conflictos que lo han marcado se resuelvan pronto.
“Hemos
hablado un poco sobre la situación de violencia y, según lo que me ha dicho, no
tiene mucha esperanza”, cuenta Ramos. “La situación es demasiado complicada por
la represión de la policía y porque hay un gobierno que no desea negociar con
las pandillas, sino suprimirlas. Eso solo atizará las llamas”.
(THE NEW YORK TIME EN ESPAÑOL/ DAVID
GONZALEZ / 21 DE AGOSTO DE 2017)
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