Esta es la historia de una familia con
tres menores que habitan en un pueblo desolado del desierto, donde los furgones
de un ferrocarril abandonado son usados como casas, y la extrema pobreza
contradice todo discurso del progreso
Por: Jesús Peña
Fotos: Luis Salcedo
Edición: Nazul Aramayo
Diseño: Édgar de la Garza
A la 1:00 de la tarde, el sol
pegando con todo, ni las víboras se asoman en El Jazminal.
Estoy parado frente a los
viejos furgones de tren, sin ruedas ni riel, que hace ya mucho tiempo, nadie
sabe cuánto, dejó abandonados aquí Ferrocarriles Nacionales de México, allá
cuando el tren se quitó, los vagones se quedaron y la gente se posesionó de ellos.
Es la segunda vez que vengo a
buscar a José Javier Coronado, el hijo de un ferrocarrilero que vive con
Marianita Herrera, su mujer, y sus críos, en uno de estos carros.
Este vagón es el único
recuerdo que Javier tiene de su padre, Javier vive en un recuerdo que en tiempo
de frío es la Antártida y en tiempo de calor, como ahora, la guarida del
diablo.
Es la segunda vez que vengo a
buscar a Javier a este pellejo de tierra, de casas salteadas y montañas
prepotentes, y no está.
Su casa que es este furgón, y
un pedazo de solar con baño de tierra y cuarto, también de tierra, donde Javier
guarda sus bicicletas, tiene el candado echado y a mí me da muina.
Pare llegar hasta acá primero
hay que ir de Saltillo 60 kilómetros por la carretera 54, esa que conduce a
Zacatecas, y luego meterse por una trocha polvorienta, solitaria, llena de
hoyancos y bordeada de mezquites, 40 kilómetros hasta las profundidades mismas
del Desierto Chihuahuense.
Ahí es El Jazminal. El
Jazminal es un ejido retirado, aislado, lejano de la civilización, a donde ni
los camiones de la Coca - Cola llegan, y ya es mucho decir, recuerdo que me
dijo Flavio Treviño Cárdenas, el gerente estatal del Fideicomiso de Riego
Compartido (Firco) en Coahuila.
Lo comprobé uno de esos
mediodías incendiarios en que anduve buscando, por todo El Jazminal, una coca
para refrescarme y no encontré ni gota de agua.
Hace más de un año se quemó
la bomba que sacaba el agua del pozo del ejido, y los pobladores tienen que
tomar del estanque donde abrevan los animales, las pocas cabras y las vacas que
andan por aquí.
Los ejidatarios de El
Jazminal ya han metido solicitudes de ayuda, pero hasta ahora no han recibido
auxilio ninguno del Gobierno.
El baño. Afuera de los vagones se
encuentran los baños, o los corrales donde crían cabritos. Foto:
Vanguardia/Luis Salcedo
Así está la cosa.
Me quedo mirando un rato
largo la casa-furgón de Javier y pienso ¿cómo será vivir en un vagón de tren?
La mañana que lo conocí,
Javier me dijo que “normal”, que no, pos igual que aquí, como aquí, donde vive
uno.
Ironías de la vida,
reflexioné, cuando Javier me contó que de chico nunca había jugado con trenes
eléctricos, “puras canicas, tropo, todo eso”, ni viajado en un ferrocarril de
verdad.
"¿Feliz día del niño?
¿Cuántos chicos pasarán el día de hoy sin casa, sin ropa y sin recibir
juguetes? Foto: Vanguardia/Luis Salcedo
La gente del pueblo me cuenta
que antes corría por El Jazminal una máquina llamada “El Coahuilita”, que iba
de Saltillo a Concha del Oro, Zacatecas, y viceversa, llevando personas y
minerales de las minas.
Después un convoy de
Ferrocarriles Nacionales de México, que transportaba viajeros de la capital del
país a Nuevo Laredo.
Cuando el tren se quitó y se
llevaron el riel y la madera, los furgones quedaron abandonados y los hombres
del pueblo, que habían trabajado de ferrocarrileros, se adueñaron de ellos.
El Jazminal había sido desde
siempre un ejido paupérrimo y en épocas de la hacienda, cuyo casco con su
iglesia de la Purísima Concepción sobrevive todavía, a veces los peones comían
un taco por la mañana y, a veces, otro hasta la noche.
La crianza y venta de cabritos es de las
pocas actividades que realizan para sobrevivir en el Jazminal, explicó el
comisariado Raymundo Martínez. Foto: Vanguardia/Luis Salcedo
Entonces no había trocas y la
gente se movía en carretas, en carretones.
Era la pobreza, me platicó
Raymundo Alexis Martínez Segovia, el comisariado del Jazminal, una tarde
mientras cuidaba de sus cabras que estaban ahijando.
Es de lo único que viven
algunas gentes de aquí: de criar y vender cabritos, otros de tallar
lechuguilla, unos cuantos de cocer candelilla y casi nadie de sembrar maíz y
frijol, porque acá ya tiene años que no llueve como antes, acá también les
llegó el cambio climático.
El resto de los hombres se
van a laborar a las granjas avícolas, otros a Chrysler.
Incongruencia. ¿Cómo es posible que los
políticos estén tan ocupados con sus campañas mientras aquí se vive con esta
pobreza? Foto: Vanguardia/Luis Salcedo
La pregunté al comisariado de
El Jazminal, que entonces por qué seguían aquí, por qué no se iban.
“Pos porque aquí nací, aquí
me crié y aparte le gusta a uno el rancho, hombre”.
Estoy contemplando los
furgones, que son como un museo del ferrocarril en pleno desierto, cuando miro
venir corriendo a tres chiquillos:
Es Milagros, 6 años, Jesús,
5, y María Guadalupe, 11, Coronado Herrera, los hijos de Javier y Marianita.
Jesús pide que le hagan una
foto, una foto, señor, una foto, grita y posa.
Se nota que conoce bien las
máquinas de fotografía y a los periodistas.
Museo en pleno desierto. Cuando quitaron
el servicio del tren y se llevaron el riel y la madera, los furgones quedaron
abandonados, entonces los hombres del pueblo se adueñaron de ellos. Foto:
Vanguardia/Luis Salcedo
Aquí nací, aquí me crié y aparte le gusta a
uno el rancho, hombre”
RAYMUNDO MARTÍNEZ, COMISARIADO.
Otra mañana, Gabriela, la
vecina de Javier y Marianita, me dirá que los Coronado Herrera salen seguido en
los periódicos y en la televisión, que los periodistas se enfocan mucho en
ellos, siempre vienen a entrevistarlos, siempre anda la gente ahí con ellos.
Será por cómo viven, por las
condiciones en que viven, dice Gabriela.
Ya me imagino: Javier y
Marianita: la pareja pobre de El Jazminal, que vive con sus críos pobres en un
furgón de ferrocarril.
Vienen los del periódico,
vienen los de la tele, les prometen cosas y
nunca más vuelven, me contará luego Marianita.
Preocupación. A Javier le han
recriminado las condiciones en las que tiene viviendo a sus hijos Milagros,
Jesús y María Guadalupe. Javier teme que el DIF pueda llevarse a sus niños,
quizá por eso muestra desconfianza. Foto: Vanguardia/Luis Salcedo
Sobrevive. La iglesia de la Purísima
Concepción se mantiene de pie. Foto: Vanguardia/Luis Salcedo
Carencias. Hace más de un año se quemó
la bomba que sacaba agua del pozo; hoy los pobladores tienen que usar el
estanque de donde abrevan los animales. Foto: Vanguardia/Luis Salcedo
Y a mí me remorderá la
conciencia y no podré evitar sentir culpa.
La primera vez que hablé con
Javier me dijo que trabajaba de tallador, tallando lechuguilla; otras veces
haciendo cera de candelilla y últimamente plantando nopal en una plantación que
hace poco trajo aquí el Gobierno.
A lo mucho Javier saca a la
semana entre 500 y 600 pesos, nomás, “está muy dura ahorita la vida.
Nadie nos ayuda, ni el
Gobierno nos ha ayudado nada”, dijo.
Él batalla para los uniformes
y los zapatos de los niños, que recién entraron a la escuela.
Yo pensé: cómo es posible que
los políticos estén tan ocupados en sus campañas políticas con esta pobreza.
“No, pos pobreza sí hay, pero
yo creo que echándole ganas se supera uno. Ái al pasito. Si yo quiero estar
pobre toda la vida, toda la vida me la voy a pasar así”.
Me dijo Raymundo Martínez, el
comisariado, cargando en sus brazos a los hijos de las entrañas de sus cabras.
Por fin los nenes de Javier y
Marianita vienen a mi encuentro, que me encarga una bicicleta, señor, están
diciendo Milagros y Lupita; que una máscara, dice Jesús, le encargo una máscara
señor y yo me quedo mudo.
Es la víspera del Día del
Niño y me pregunto ¿cuántos chicos más como ellos no tendrán juguetes ese día,
o sea, hoy?
Promesas rotas. Periodistas que visitan
a Marianita y su familia les prometen ayudarlos, pero nunca más vuelven. Foto:
Vanguardia/Luis Salcedo
Los gritos de Marianita
llamando a sus hijos por todo el rancho, me sacan de mis cavilaciones.
Voy donde Marianita y trato
de hacerle conversación: que dónde andaba, que por qué su casa-furgón está con
el candado echado.
Dice que estaba con la vecina
de junto, que “me vengo pa acá porque me aburro”.
La vecina, dice Mariana, es
de su casa, prima de Javier, su marido, y a veces les ayuda.
A lo lejos miro a una mujer
sacando la cabeza por el quicio de una puerta, “que no te estén preguntando,
que te traigan qué comer”, oigo que grita la vecina de Mariana.
Abuelos orgullosos. Gabina e
Isidro, papás de Marianita, se llevaron con ellos a Javiercito porque en la
casa-furgón de Javier no tenían ni para comer. Foto: Vanguardia/Luis Salcedo
Andan asina porque no tengo, no me alcanza el
dinero pa comprarles su ropita”
JAVIER CORONADO, HABITANTE DE EL JAZMINAL.
–¿Usted es de su casa?, le
pregunto.
–Sí, ¿algún problema?,
responde, sobra decir que hosca, la mujer y mejor ni abro la boca.
La mañana aquella que llegué
a El Jazminal me vi charlando con un hombre chaparrito, 38 años, delgado, de un
moreno tostado por el sol, sombrero, patillas y bigote ralo.
Era Javier, venía llegando en
una bicicleta.
Se veía agotado, agitado,
atosigado por el calor.
Me dijo que venía de plantar
nopal, “¿cómo ve mi amigo?”.
En la cocina Gabina, de 79
años, calienta unas tortillas de maíz en la chimenea. Foto: Vanguardia/Luis
Salcedo
Ya no es de nosotros, ya nos la quitaron, ya
es de otro señor, ya la casa no es mía, vinieron que sacara todo lo que era
mío”
MARIANITA HERRERA, HABITANTE DE EL JAZMINAL.
En el solar de su
casa-furgón, pintado con saña de un verde pastel, se hallaban Marianita, su
mujer, y sus hijos Milagros y Jesús. Los críos vestían harapos y tenían la cara
y las manos mugrosas y el cabello despeinado y cenizo.
“Andan asina porque no tengo,
no me alcanza el dinero pa comprarles su ropita”, me dijo Javier, yo no se lo
pregunté, la tarde que nos vimos en El Jazminal por segunda ocasión.
Frijolitos y sopa, dijo
Javier, pero que no, gracias a Dios, no pasaban hambres, “comemos, pero si
ustedes nos quieren apoyar con algo, unas despenas o algo, que nos ayuden,
nomás me deja su nombre. Ái nos echan la mano, una despensita, un cemento pa mi
cuarto que no tiene piso”.
“¿Esto qué es?”, me preguntó
Milagros cuando miró que saqué mi grabador.
“¿Toca?”, preguntó.
¿Toca?, interrogó también
Jesús y les dije que sí, que si uno graba música en este grabador, seguro toca.
“A ver, toca”, dijo Jesús.
“Toca”, dijo Milagros.
“Mila, Mila, hazte pa ca”, la
riñó Javier.
No importa, dije, déjelos
jugar.
“Es que son bien traviesíos”,
se excusó Javier.
Pueblo fantasma. El Fraile es el pueblo
donde nació Marianita y donde actualmente viven sus papás en uno de los cuartos
de la escuela abandonada. Foto: Vanguardia/Luis Salcedo
De pronto Milagros me abrazó
y dijo que me quería mucho tío, lo quiere mucho tío, me dijo tío y me
desconcertó.
Javier le llamó la atención:
que ya Mila, estate seria, le dijo, y la niña se replegó un poco.
Desde que crucé miradas con
Javier me pareció que era un hombre un tanto suspicaz, receloso, desconfiado,
escurridizo.
Lo supe cuando le pedí que me
invitara a pasar a su casa-furgón porque quería conocerla y él se negó.
“No, es que no, no puedo
oiga. No es que no, pos no. Así nomás por fuera. No lo puedo dejar entrar pa
dentro. Vaya a preguntar a las casas de aquí abajo. A la señora de allá, a ver
qué le dice”, dijo Javier.
Y que ese que viene en la
moto, siguió diciendo señalando a uno que venía en una moto, es el dueño de los
carros, puede preguntarle también.
Después anunció que ya se
iba, que iba al tanquecillo a acarrear agua para regar el huerto de acelgas,
tomate y chile que tiene “de aquel lado”, dijo apuntando al oriente con la
cabeza y se despidió con un saludo de
mano echando por delante a su mujer y a sus críos.
Foto: Vanguardia/Luis Salcedo
–¿Trai dinero, tio?, soltó
Milagros y vi sus brazos negros de costra.
–Tío, ¿trai dinero?, dijo
Jesús.
–Váyanse con su mamá, los
reprendió Javier y en un segundo los vi a todos
desaparecer en medio del desierto.
Cuando se alejaban escuché
que Javier me decía en tono burlón señalando una colmena: “también teneos un
panal de moscos, mírelo, pa la miel. Nomás que son bravos a esos no se les
arrima uno”,
Por aquellos días, una fuente
cercana a la municipalidad me contó sobre la posible razón de la desconfianza
de Javier:
La brigada de la Policía de
Saltillo, que hace servicio social en los ejidos de la entidad, le había
reclamado a Javier las condiciones en las que tiene viviendo a su familia, a su
mujer, a sus hijos.
“Ponte al tiro con esos
niños, porque si no, el DIF te los va a quitar”, le dijeron.
Javier se quedó callado.
“Vaya a preguntar a las casas
de aquí abajo”, recordé que me dijo Javier y fui con doña Gabriela, la vecina
de al lado que también tiene un furgón.
La historia de Gabriela es
muy parecida a la Marianita:
A punto de desplomarse Los cuartos no
tienen luz y están por desmoronarse. Foto: Vanguardia/Luis Salcedo
Su suegro, que era
ferrocarrilero, le había heredado el vagón a su marido.
Vivieron ahí sus dos primeros
años de casados, hasta que el esposo de Gabriela levantó un cuarto de adobe,
después otro y luego toda la casa que ahora habitan.
El carro estuvo desocupado
por muchos años hasta que hace poco una de sus hijas se casó, y Gabriela y su marido
consintieron en que se pusiera a vivir en el vagón y ahí vive.
Más tarde Mariana, 34 años,
bajita, atezada, menuda, me contará que ella no es de aquí, que es del Fraile,
otro ejido a 12 kilómetros del Jazminal.
Pero que desde el día que
Javier visitó su rancho y ambos se miraron, les nació el gusto al uno por el
otro y se conocieron, se hicieron amigos, se enamoraron y Javier se la trajo
para acá a vivir con él en un vagón de ferrocarril, el vagón que el padre al
morir le había dejado por casa.
–¿Y es feliz?, le pregunté a
Marianita una de aquellas tardes caniculares.
–Yo, gracias a Dios, con mi
hombre, soy muy feliz, gracias a Dios, repitió sin titubear.
Después Marianita me contaría
que ella y Javier tienen otro vástago: Javiercito, el mayor, de 13 años, que
vive con sus abuelos, los padres viejecitos de Mariana, en el Fraile, un pueblo
casi fantasma.
“Éste es el de Mariana, mira,
se lo quité porque sufría mucha hambre”, me dice Gabina, 79 años, la madre de
Mariana, señalando al chico flaquito, morocho, metro 50, que apenas asoma desde
la otra pieza.
“Yo lo crié chiquitito”, dice
Gabina con mucho orgullo.
Gabina está parada junto a la
chimenea, volteando unas tortillas de maíz.
Hace poco que ella y su
marido Isidro se vinieron a vivir a estos cuartos abandonados de la escuela
abandonada del Fraile, porque se murió el señor que les prestaba una casa y
ellos se quedaron sin casa.
Los cuartos no tienen luz y
el techo de la cocina está que se desploma, de no ser por un barrote salvador
que lo contiene.
Herencia. El vagón donde vive Javier fue
lo que le dejó su padre al morir. Foto: Vanguardia/Luis Salcedo
A la hora del crepúsculo,
Isidro, 78 años, el papá de Mariana, está sentado a la mesa con la pierna
cruzada.
“Es que no les da de comer
aquel hombre, ta bárbaro. Ya no entiende, ese hombre, ya no entiende por eso le
quité al niño, ‘no, –dije–, me lo mata de hambre’”, dice Isidro de Javier, su
yerno, el señor de Marianita.
Y dice que cuando Mariana
viene al Fraile a pasar una temporada, hasta se pone gordita, bonita, pero
entonces llega Javier y se la lleva.
La misma tarde Gabina, la
suegra de Javier, me contará que Javier es celoso, que se emborracha, que una
vez hasta le dio a Marianita con un block en la cabeza y que seguido maltrata a
sus hijos azotándolos contra la pared.
“Puros aventones, puras
regañadas. Lo ves muy santo, pero es…”, dirá Gabina.
El acabose fue el día que
Javier le mentó la madre a Gabina, y ella lo agarró a puros cuartazos con una
cuarta.
Gabina ríe cada vez que lo
platica.
Y yo me pregunto si semejante
pesadilla puede caber en un furgón de tren.
Un mediodía más en El
Jazminal, los vecinos me dicen que Javier es un hombre tranquilo, trabajador,
que casi no bebe, que es solo en el mundo, que tiene un hermano en Saltillo,
pero que nunca viene a verlo, que no hace por él, que Javier es muy pobre, que
a veces le llevan un taco y en Navidad lo invitan, con su mujer y sus niños, a
cenar.
La segunda vez que fui al
pueblo a buscar a Javier me llevé
tremenda sorpresa:
Marianita me contó que ya no
tenían casa, que había aparecido el verdadero dueño del furgón y estaba por
echarlos.
“Ya no es de nosotros, ya nos
la quitaron, ya es de otro señor, ya la casa no es mía, vinieron que sacara
todo lo que era mío”, dijo y una sombra de tristeza le pasó por el rostro.
–¿Y ahora que van hacer?, le
pregunté.
–Pos vamos a pedir casa, a
ver quién nos da por ái, respondió Mariana.
(VANGUARDIA/ JESÚS PEÑA / Sábado, Abril
29, 2017 - 21:28)
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