En su cumpleaños, la familia
le hizo un pastel y algo de comida para sus amigos del barrio y de la escuela.
Doce años. Pastel de chocolate, refrescos, palomitas, papas de la Sabritas,
pizza y rolas de Shakira. Un punto negro, una horadación, en esa semilla que ya
era su vida lo hizo decir que sí a uno de sus vecinos: en la parte de atrás de
la casa le ofreció un toque de cigarro de mariguana.
Agarró el churro y le pegó
hondo. Se quedó quieto, en silencio, mirando a la nada. Y dijo esto es mágico.
Regresó a la fiesta de su cumple y se sintió flotando. Entre la música, el
griterío y la comida, nadie se percató que él andaba bien pacheco. Pronto le
entró a las metanfetaminas y de ahí el brinco fue fácil para esnifar cocaína.
Su madre le dijo al padre.
Bajó sus calificaciones y terminó en la calle, en lugar de la escuela. No
quisieron regañarlo. Les molestaba el qué dirán. Sin preguntarle, lo metieron a
un centro de rehabilitación, pero fue peor. De la prepa saltó sin red al
posgrado en drogas e ilícitos.
No tardó mucho en ingresar al
penal. Asaltos y robos, habían sido sus delitos más constantes. Una que otra
riña o alteración del orden público: las suelas gastadas, tallando el pavimento
y encharcándose en el fango, el polvo en las pestañas y en esa mirada fija, de
ojos volteados que no reaccionan, los brazos flacos de sus senderos sórdidos,
los pies a rastras pero sin surcar, la sangre al estilo Pollock en su piel y en
la camisa.
Ingresó por robos y luego
repitió por secuestro. En el penal primero fueron tres años, luego cinco y
después entraba y salía como quien viaja y regresa a su vecindario. A veces iba
a casa, con su madre. Sentado en un sillón, su conciencia no alcanzaba para
sostener una conversación con ella o hermanos. Eran los restos, lo que quedaba
de ese chapuzón temprano en las arenas movedizas de la perdición.
Una noche recibieron la
llamada. Esos ring que se esperan siempre ya tarde o de madrugada. Esperar,
esperando que no lleguen al teléfono de la recámara. Lo persiguieron en carro y
luego a pie. Lo corretearon por calles y callejones. Primero a golpes,
tablazos, cadenazos. Trescientos metros entre los recovecos del arroyo, abajo
del puente, en medio del bledal, a machetazos. Qué importa si fue una deuda, un
pleito pendiente. Le tiraban y tiraban y seguro estaban de que le daban, pero
él seguía: se agachaba, se hacía a los lados, caminaba y corría como rengo y
luego se recuperaba y de nuevo tomaba velocidad y de nuevo tras él, y a ratos
se les perdía.
Le dieron machetazos y tres
balazos para que no se levante más. En las bolsas del pantalón encontraron su
credencial y un número de teléfono anotado en un papel viejo, con tinta
borrosa: mamá.
(RIODOCE/ COLUMNA “MALAYERBA” DE JAVIER VALDEZ/ 13 marzo, 2017)
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