En la década de los 80
llegaron con sus familias a la colonia Mazatlán; sus padres, en busca de
mejores oportunidades para sus hijos, decidieron bajar de la sierra para
instalarse en la capital de Sinaloa. La familia de Juan bajó de Tamazula y la
de Pedro de Badiraguato.
Los inscribieron en la
Secundaria Federal Número 2. Ahí se conocieron los muchachos y pronto hicieron
amistad con la mayoría del salón. Pasaron al segundo año y también al tercero,
fue entonces que el carácter de ellos cambió.
Pedro era sereno y tomaba muy
en serio sus estudios, en cambio Juan se convirtió en un muchacho agresivo,
cada día era menos responsable. Hasta que un día ya no fue a clases.
Seis meses después, una
fresca tarde de abril, Pedro se sentía contento, había presentado su examen
final y seguro estaba de obtener su certificado. Eso lo estimulaba, había
salido de la escuela y caminaba alegre por la banqueta del estadio Ángel
Flores. De pronto el chirrido de unas llantas llamó su atención, era un BMW
deportivo negro con capota. El conductor le hizo señas al tiempo que se quitaba
unos Ray van.
—Soy yo, wüey.
—¿Juan? ¡Pinche Pelón! ¿Qué ondas contigo?
—Sube wüey, vamos a dar una vuelta.
Pedro subió, pero al momento le asaltó la curiosidad.
—Oye, ¿y cómo es que traes esta carreta, wüey?
—Luego te cuento, wüey.
Juan aceleró y en tres
minutos ya estaban en un restaurante-bar en lo más alto de Montebello. Con
naturalidad Juan ordenó un par de cervezas. Juan la bebió con soltura, Pedro
apenas dio un sorbo.
“Me acordé de ti porque
traigo una buena onda que ofrecerte”. La charla siguió, ahora acompañada con
unos camarones en aguachile. Juan ya tomaba la tercera y Pedro apenas media.
Llégale, wüey. Le dijo Juan. No tomo cerveza, la verdad, no me gusta, mejor
pediré una Coca. Entonces qué, ¿le entras al negocio? No, wüey; soy culo para
esas ondas. Eso es al principio, después, todo va sobre hojuelas. Anímate wüey,
aquí se ganan cerros de lana. ¡Mira! —dijo señalando el auto— Y apenas tengo
medio año. Yo te aviso. ¡Sale, wüey! Espero tu llamada.
Pedro siguió estudiando y alcanzó
una carrera técnica en administración. A los 24 años se casó, ella se había
preparado como secretaria, ambos decidieron seguir trabajando. Al año, ya
tenían un bebé. Aunque con limitaciones, llevaban una vida feliz. Esa felicidad
se acrecentó cuando Pedro recibió aquella noticia. En la empresa que trabajaba
le ofrecieron ocupar la dirección de supervisión en el estado de Baja
California Sur. Los padres de ambos se alegraron, los animaron con frases y
muestras de respaldo. Es una bendición que vayan a trabajar a uno de los pocos
lugares donde la violencia es mínima. Allá vivirán mucho más tranquilos que
aquí. El puerto de La Paz y Los Cabos son las ciudades con menos violencia en
el país.
En el año 2011, el monstruo
del narco mostró sus fauces en el Puerto de Ilusión. Los bares, hoteles,
centros de trabajo y en los distintos niveles de escuelas y centros de estudio
fueron invadidos por siniestros personajes que empezaron a distribuir drogas.
La violencia se anunció con el rugir de las AK47; camionetas del año con
hombres armados, autos blindados, deportivos y escandalosas motos alteraron la
tranquilidad. La metralla se empezó a escuchar a diversas horas, y con ellos
las siluetas de los cadáveres en el pavimento. Se había roto la tranquilidad
que había sido símbolo de este bello girón de la patria.
Aquella mañana el aire
salobre que llegaba del mar bermejo traía un aire de nostalgia. Pedro y Adela
no lo sintieron, eran felices. Él se despidió con un cálido beso que ella
correspondió, luego dio varios a su hijo y se llevó su carita sonriente.
Ella llevaría al niño a la
guardería-kínder donde ya cursaba el tercer año. Él subió a su auto y ella se
quedó mirando hasta perderlo en la esquina.
El programa de supervisión
fue revisado por Pedro, empezaría por una estación que surtía gas al norte de
la ciudad. Llegó acompañado de su ayudante, un técnico que checaba las bombas y
tanques de almacenamiento; después de saludar al gerente y personal encargado
procedieron a cumplir con su trabajo.
Estaban por terminar cuando
escucharon a sus espaldas el tenebroso traqueteo de armas potentes, todo el
personal corrió a esconderse en las oficinas, Pedro y su ayudante estaban
lejos, corrieron sin saber, aturdidos por la intensidad de la metralla.
Llegaron hasta lo que parecía un pequeño dren, se tiraron pecho a tierra y al
momento escucharon gritos y metralla cercana de dos tipos que disparaban con
furia.
Pedro temblaba con las manos
puestas en la cara pegada a la tierra, sintió el peligro de muerte y entre
rezos empezó a recordar a sus padres, a su esposa y su hijo; un intenso olor a
pólvora lo ahogaba, el rugir de la metralla lo aturdía; de pronto, el peso de
un zapato que lo aplastaba cortó sus pensamientos. ¡No te levantes compa porque
te lleva la ver…! ¡Pelón! El sicario miró a su víctima, tenía los ojos
desorbitados. ¡Piter! Gritó aquél quitándole el tenis de la espalda.
El fuego contrario arreció,
un estertóreo de muerte, acompañado de una maldición anunció que su compañero o
el de Juan, o tal vez los dos, habían sido alcanzado por las balas enemigas. Ni
Pedro ni Juan escucharon sus lamentos finales, al mismo tiempo fueron
atravesados por una lluvia de plomo vomitado por armas de uso exclusivo del
ejército. Después, todo fue un profundo silencio.
Así terminó el breve cruce de
estas vidas, y también con la tranquilidad del último paraíso mexicano.
(RIODOCE/ LEÓNIDAS ALFARO/ 29 MAYO, 2016)
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