Tultepec, EdoMex.- Claudia Rojas se abrió paso a codazos
entre la gente y los guardaespaldas hasta alcanzar a Enrique Peña Nieto,
algo que no era raro pues cada evento de gobierno funcionaba como uno
de campaña en que se creaban y aprovechaban las situaciones en que el
joven priista parecía irresistible para las mujeres.
A mediados de enero de 2008, a la mitad de su gobierno, Peña visitó Tultepec, al norte del valle de México. La escuela en que tuvo lugar el acto está atrás del fraccionamiento Arcos de Tultepec, donde vive la familia de Claudia Rojas y de donde desapareció su pequeña hija Xóchitl Daniela en mayo de 2006.
“¡Ah, sí!, claro que antes intenté llegar a Peña Nieto pero jamás, jamás nos recibió a mí y a mi esposo. En su oficina nos decían que la cita era tal día y cuando llegaba la fecha nos cancelaban de último momento. Las cinco o seis veces fue así”, recuerda Claudia en entrevista.
Antes de la inauguración, Claudia preparó una reseña del caso de Daniela que imprimió en una hoja amarilla en una papelería cercana y guardó en un sobre. El mensaje de la madre era sencillo: pedía al Gobernador que fuera congruente con su compromiso de que los niños serían prioridad en su administración.
Claudia es perseverante, aguerrida; si eso es preciso, no duda en gritar palabrotas hasta hacer sonrojar a los diablos.
Algunos vecinos imprimieron mantas y escribieron sobre cartulinas exigencias de localización de la niña, ausente desde los seis años de edad. Los policías y agentes dedicados a la seguridad del Gobernador incautaron varios de los letreros de demanda, incluida una cartulina que Claudia llevaba consigo además del escrito.
–¡Soy la mamá de una niña, nomás le quiero entregar este fólder! –gritó Claudia hacia Peña cuando el político abandonaba el sitio en una pasarela de besos y fotos.
Alguien cerca del funcionario dijo que no y Claudia no dudó.
–¡¿Cuál es tu pedo?! –retó.
Peña percibió que alguna voz cerca de él crecía en intensidad y pidió que la dejaran acercarse.
–¡Qué pinche gente tiene usted detrás! –tronó Claudia.
Seductor, el Gobernador mostró una expresión amable y le tendió la mano; la mujer correspondió y estiró la suya. Enrique acercó su rostro al de ella para besar su mejilla, pero Claudia endureció el brazo.
–Yo no vengo aquí por un pinche beso de usted, vengo a que me ayude a encontrar a mi hija.
Los guardias dieron un paso hacia Claudia.
–Permítanme hablar con la señora –ordenó Peña a sus guardaespaldas–. ¿Qué quiere que haga yo, señora?
–Que dé órdenes, que se ponga los huevos de Gobernador. Después de dos años Daniela no está en su casa: dé indicaciones, póngame un equipo certificado y no de pendejos que nomás me estén viendo la cara para ver de dónde me sacan dinero.
–Pues déjame checarlo con mi… –Peña intentó tomar el control.
–¿Cuándo le di permiso de que me hablara de tú? –reclamó la mujer.
–Pues permítame llamar al Procurador, porque no tengo los conocimientos.
–Por eso le digo: a usted le maquillan los asuntos y a nosotros nos tratan con la punta del pie. Y yo no vengo para que me dé un beso o me hable de tú, ni para que me trate bien. Vengo a pedirle que los ponga a trabajar y que se ponga a trabajar junto con ellos y les exija con huevos lo que requerimos los ciudadanos. Daniela ya lleva dos años y medio fuera de su casa, señor, y usted jamás se ha dignado tomarme una llamada; ahorita lo hace porque a huevo me meto.
–Discúlpeme –enfrió Enrique Peña Nieto y buscó con la mirada a alguien de la comitiva–. Dale un número de folio para recibirla.
Un escolta estiró la mano para recibir el sobre que llevaba la mujer, pero Peña se adelantó y lo guardó con gesto grave en la bolsa del saco.
La mujer comenta casi seis años después del secuestro de Xóchitl Daniela: “Fue puro show, pero por lo menos lo tuve de frente para decirle que le faltaron huevos”.
–¿Nunca más te recibió Peña Nieto? –se le pregunta a Claudia en entrevista.
–No.
–¿Lo intentaste?
–Sí, muchas veces les volví a llamar. Me respondía Alberto Bazbaz [entonces Procurador del Estado de México]. Yo le decía que dinero sobraba en el Estado de México, él me respondía que no dejara de insistir con Peña Nieto. Me dijo una vez: “Yo también tengo una hija y se llama Daniela, créame que no quisiera verla en esta foto”. Y aceptó: “No tenemos gente preparada, no hay más”.
Claudia fue una joven madre soltera con la primera de sus hijas, Aura.
Trabajaba como secretaria para la desaparecida Secretaría de Comercio y Fomento Industrial. En esos días obtuvo un crédito hipotecario con el que adquirió su casa en Arcos de Tultepec, al comienzo de la expulsión inmobiliaria de la clase media del Distrito Federal al Estado de México.
En ese tiempo Noel Elizarrarás era empleado de una agencia de viajes que proveía boletos de avión a los funcionarios de la dependencia de gobierno, y trataba directamente con Claudia. Tras dos años de cortejo, la pareja se casó.
Al año de relación, Daniela ya estaba en camino. El embarazo coincidió con que ambos se quedaron sin trabajo y un conocido de la familia invitó a Noel para asociarse en una agencia de viajes que se instaló en el rico barrio capitalino de San Ángel. Sin más alternativa, ocuparon las oficinas como vivienda y ahí Claudia atravesó la mayor parte de un embarazo de alto riesgo por la constante amenaza de un alumbramiento prematuro.
–Le urge nacer, debe tener algo importante que cumplir en la vida –susurró el ginecólogo a la madre ante su miedo y desconsuelo.
Una tarde, mientras Claudia planchaba las camisas de Noel, la nena se acomodó para nacer. Su madre la alumbró el 18 de septiembre de 1999 en el Hospital Materno-Infantil Inguarán, una clínica de gobierno a la que acudió la pareja por falta de recursos.
“Así como llegué, Daniela nació, sin batallar. Apenas la descubrí entre las cobijas, me sonrió. Su mirada siempre ha sido penetrante y limpia. La enfermera la miró y me dijo que sería una niña muy feliz. Mi suegra me preguntó si había tenido una niña o un pájaro loco, porque nació con el pelo negro, negro, largo, largo y parado, parado.”
Ni el luto por la muerte de la madre de Claudia empañó el nacimiento. El socio de Noel se convirtió en el padrino de Daniela.
Claudia casi siempre sonríe al hablar de su hija.
La primera estampa que revela de ella es la de una mañana cualquiera. La niña tocaba a la puerta de su recámara.
–¿Puedo pasar?
–Sí.
–Mira cómo me veo –y desfilaba con la boca pintada y un bolso colgando del hombro.
–¿Adónde vas tan arreglada? –Claudia no podía sentirse más orgullosa.
–Ya me voy al trabajo con mi papá, porque yo soy la abogada de la oficina.
El 13 de mayo de 2006, en el festival del Día de las Madres, la maestra de Daniela montó una coreografía con los niños del grupo de la canción I will survive de Donna Summer. Dani fue adelante en el bailable.
–Tengo una sorpresa para ustedes –les comentó la maestra de la nena.
–¿Cuál, maestra? –se emocionó Claudia.
–Daniela fue muy destacada. Todo el esfuerzo que ustedes hicieron con ella… Les tengo un reconocimiento para su hija –y entregó un diploma.
La pequeña ganaba cualquier primer lugar con su carisma y coquetería; en las fotos de la pequeña no hay una sola en que su sonrisa no se salga del papel de impresión.
Daniela bailaba, cantaba, abrazaba a quien se le acercara. Le gustaban Bob Esponja y los Teletubbies. Su muñeco favorito era de color morado y sobre cualquier cosa prefería unas botitas negras.
“Se sentía divina, única”.
–¿Cómo te llamas? –le preguntaban.
–Toti –respondía con aplomo en vez de decir Xóchitl. De ahí que su padre la apodara Totilandia: su hija era, por sí misma, un mundo entero.
En su inicio escolar se sobrepuso a problemas leves de lenguaje que retrasaron su aprendizaje de la lectura y la escritura. Era una niña sana y alegre, como sus tres hermanas: Aura, anterior al matrimonio con Noel, Nadia y Nora. Al fondo de la calle Cerrada de Arcos de Tultepec, su casa era conocida como “la casa de las niñas”.
“Daniela fortaleció la relación entre Noel y yo. Fue una relación muy bonita hasta el día en que Daniela desapareció: durante años nos culpamos el uno al otro.”
Daniela siempre fue una niña sobresaliente.
La madrugada del 31 de mayo de 2006 Claudia soñó con su madre, muerta a los trece días del nacimiento de Daniela.
–Mamá, no encuentro a una de mis niñas; mamá, no está una de mis niñas –decía angustiada en su sueño.
La difunta la abrazó con calidez.
–La encontrarás, hija –le aseguró su madre.
En la búsqueda de ese alivio, Claudia despertó poco antes de la hora habitual y se quedó sentada en la cama, tratando de salir por completo a la vigilia. Salió de su cuarto y caminó al de sus niñas.
“Vi que estaban todas y di gracias a Dios por ser sólo un sueño”, recordaría siete años después.
–Ya se nos hizo tarde, ¡apúrenle! –las sacudió con suavidad y comenzó a prepararlas para la escuela.
Vistió a Daniela con su uniforme: jumper y suéter rojo, sus botas negras, y alistó su mochila roja con azul claro.
Alicia, la señora que les asistía con el aseo de la casa y el cuidado de las muchachitas, debía llegar entre las siete y las siete y media para ayudar a servir el desayuno. La ayuda era indispensable porque las más pequeñas aún eran muy chiquitas y la mujer resultaba confiable: realizaba pagos, nada que se hubiera perdido en casa le podía ser atribuido y era puntual.
Sin embargo, la relación estaba agriada porque Daniela y la mujer antipatizaban.
La trabajadora, originaria de Catemaco, Veracruz, y en ese tiempo de sesenta y tantos años de edad, siempre daba quejas del comportamiento de la niña y la nena invariablemente acusaba que la mujer quería conducir a su madre a que le pegara.
–Ayer perdió la mochila y la lapicera y no hizo la tarea –la acusó Alicia en el comedor–. Daniela me cuesta mucho trabajo y también me quiero ir a mi casa, ya estoy grande.
–Señora, ¿usted tiene algún problema con seguir cuidando a las niñas? Si se le dificulta, hábleme claro. Necesito que trabaje, pero no se vea obligada –había dicho Claudia semanas atrás; entonces convinieron que la mujer trabajaría hasta las vacaciones escolares de verano–. Pero no, no se preocupe; como quedamos, hasta julio.
La culpa nunca ha soltado a Claudia. Recuerda que esa mañana notó a Daniela decaída, triste. Su madre supuso que enfermaría, pensamiento que vuelve como cada detalle de esa mañana a su memoria para aguijonearle el remordimiento, así como que debió quedarse a su lado.
–¿Qué tienes, hija? –indagó.
–Nada… es que tengo como no sé qué –talló el dorso de su mano derecha en el mismo lado de su cara.
–No, no, ándale, tú vas con muchas ganas a la escuela y ya casi va a terminar [el ciclo] –la animó Claudia, atenta a que su niña debía esforzarse más que los demás.
Se abrió la puerta de la casa y entró la empleada doméstica.
–Buenos días, señora –saludó Alicia.
–Buenos días –respondió Claudia.
–¿Prendo el bóiler?
–No, ya lo prendí, mejor ayúdeme a prepararles un desayuno porque ya se nos hizo tarde.
La empleada se ocupó en la cocina y Claudia separó a Daniela Xóchitl de su cuerpo.
–¿Qué tienes, hija? –Claudia insistió en saber el porqué del humor marchito de la nena.
–Mamá, ¿siempre vamos a estar juntas? –se chiqueó Daniela.
–¿Por qué me dices eso?
–No sé, te lo quería decir.
–Siempre vamos a estar juntas.
“Son cosas de las que por apurarse, por darle prioridad a la actividad del día, pues realmente no me percaté”, repite Claudia una y otra vez la rutina de analizar cada segundo de esa mañana desde todos los ángulos posibles.
Noel bajó y subieron a Aura y Daniela al auto, un Cutlass rojo. El papá manejó un par de minutos a la escuela Adolfo López Mateos, en la misma unidad habitacional, Arcos de Tultepec, una serie de calles con altos portones metálicos y caseta de seguridad en la entrada.
Entre las 7.45 y las 7.50 bajaron las dos niñas. Noel las besó y lo besaron. Claudia las persignó y vio a Daniela caminar hasta entrar al plantel.
“Fue la última vez que vi a mi niña.”
Claudia y Noel ocupaban entre cinco y seis horas de su tiempo en ir y venir del trabajo.
Claudia y Noel trabajaban en ese tiempo en la agencia de viajes de San Ángel, en el sur del Distrito Federal; a unas tres horas de distancia desde Tultepec con tráfico pesado. Sólo en el traslado debían ocupar entre cinco y seis horas diarias, lo que reducía su tiempo junto a las niñas.
Llegaban cada noche a revisar cuadernos, para cerciorarse de que las tareas estuvieran terminadas.
El negocio marchaba bien, la cartera de clientes incluía una veintena de grandes instancias de gobierno, obtenidas mediante licitaciones públicas ganadas por Noel y Claudia. Su agencia prestaba servicios para la emisión de pases aéreos al Instituto Politécnico Nacional, la Procuraduría General de la República, Notimex y el Tribunal Superior de Justicia, entre otras dependencias.
El padrino de Daniela presidía la Asociación Nacional de Agentes de Viajes, organismo en que Noel ocupaba un cargo.
La mañana del 31 de mayo de 2006, la pareja volvió a casa luego de dejar a Aura y Daniela en la escuela. Desayunaron y salieron a la oficina.
El domingo anterior, día 28, Alicia, la empleada doméstica, avisó a Claudia que la visitaría Víctor, uno de sus hijos, procedente de Catemaco.
–¿Y a qué viene su hijo? –averiguó Claudia, desconfiada.
–No llega aquí. Está en casa de mi hermana, en Tlalnepantla.
–Sí, no hay problema, nada más le encargo a las niñas.
–No se preocupe. Vendrá a recoger unas cosas que le voy a dar para que las regrese a Catemaco –respondió Alicia.
Por esos días, la doméstica comentó a Claudia que en su colonia, en Tlalnepantla, el camión del gas se había ausentado, y le pidió permiso para cocinar en su casa. Su hijo recogería la comida por la tarde.
El 31 fue miércoles, y ahora el problema de la empleada era que no tenía dinero para comprar gas: pidió el mismo favor de la vez anterior.
–Sí, está bien, señora, me avisa cualquier cosa. No descuide a las niñas. Si quieren salir a jugar me tienen que preguntar a mí –recordó Claudia antes de salir al trabajo.
A la entrada de la calle privada, Noel paró el auto y se detuvo un momento para hablar con el vigilante de la caseta.
–Le encargamos a nuestras hijas. Creo que va a venir el hijo de la señora.
Había mucho trabajo en la oficina. El socio de Noel había adquirido una cartera de clientes a otra agencia y estaban en el proceso de fusión de personal y de mudanza de mobiliario, equipo y papelería de un establecimiento que tenían en la colonia Nápoles, labor que encargó a Claudia y Noel.
Los teléfonos fijos se habían desactivado y un técnico de Teléfonos de México trabajaba en el sitio. Poco después de la una, cuando Aura y Daniela ya debían estar en casa, Claudia llamó desde una línea disponible por unos momentos para enterarse de las noticias.
–Señora, ¿y mis hijas?
–Aquí andan, vamos llegando de la escuela. Ya se están cambiando. ¿Quiere que le pase a Aura? –Alicia pasó el aparato a la niña.
–¿Qué pasó, hija?
–Nada, mamá. Ya llegamos y dice la señora que ahorita nos va a dar de comer.
Nadie informó a Claudia que el hijo y otros dos jóvenes, nietos de la señora, estaban en el domicilio.
Aprensiva, Claudia se comunicó nuevamente a las tres.
–¿Qué pasó, señora, ya comieron mis hijas? ¿Sabe cómo están las tareas? ¿Hay que comprar material?
–Están afuerita jugando. Ya se bañaron y ya les hice de comer.
–Pero yo no les di permiso de salir –reclamó Claudia.
–No, pero aquí las estoy viendo, tengo la puerta abierta.
–Bueno, ahí se las encargo.
–Oiga… –intentó decir algo la señora.
El técnico de Teléfonos ocupó la línea y ella debió colgar. A los cinco minutos, Claudia recuperó la llamada.
–Señora, me quería usted decir algo.
–Ah, sí, bueno, pero al rato le digo. Lo que sí es que Aura está entrando y dice que Daniela está llorando –repuso Alicia.
Eran las tres y minutos.
–Salga a ver qué le pasó a la niña y ahorita le vuelvo a llamar.
Cuatro o cinco minutos después marcó nuevamente.
–¿Qué pasó, señora?
–Pues la estoy buscando, porque no la encuentro.
–¿Cómo que no la encuentra?
–No, no la encuentro. Ah, no, ya… ahí viene Aura caminando.
Nuevamente colgó y llamó.
–Dice Aura que la niña está llorando pero que no le pasó nada, nada más tiene un rasponcito y ya.
–¿Ya la vio usted?
–Sí.
–Bueno, le encargo. Creo que voy a llegar temprano hoy –y dejó un número de teléfono para que se comunicara con ella.
Hablaron otra vez después de las cinco de la tarde.
–Señora, ya no encuentro a una de las niñas –dijo la trabajadora.
–¿A quién no encuentra? –la molestia de Claudia crecía.
–A Daniela.
–Son chingaderas, señora, ¿qué tanto se trae usted? Ahorita voy para allá y me encuentra a Daniela o la mando a la chingada.
* * *
Noel no estaba cerca y el trajín de la mudanza era intenso en el edificio de seis pisos. Claudia se tranquilizó, tomó su bolso y su saco y salió del lugar. No tenía crédito en su teléfono celular ni tarjeta de prepago; encontró una papelería y compró una tarjeta para llamar al Nextel de su marido desde un teléfono público.
–Estoy aquí, afuera del edificio.
–¿Qué haces ahí?
–No encuentran a una de las niñas.
–¿A quién no encuentran? –preguntó Noel mientras salía de la agencia.
–A Daniela.
–¿Dónde estás?
–Enfrente. Te estoy viendo.
–¿Por qué te saliste así de la oficina? –la reprendió.
–No te veía y no quiero hacer teatro allá adentro, precisamente esto que está pasando aquí afuera.
–¿Qué te dice la señora?
–Que no encuentra a Daniela, primero me dice que no encuentra a una de las niñas, le pregunto que a cuál y me dice que a Daniela.
–Pinche vieja, nos hubiera dicho. Toda la mañana le estuviste preguntando, lo mejor hubiera sido que tú ya no vinieras hoy.
–Pues sí, ya ves que todavía yo le pregunté.
–Háblale otra vez.
Claudia habló a su casa desde el teléfono de su esposo.
–No aparece, no está, las vecinas ya están ayudando pero la culpa la tiene Aura, ella estaba afuera y no la cuidó –Alicia se mantendría en la postura de responsabilizar a la mayor de las hermanas, quien hasta ahora carga, como sus padres, con el sentimiento de culpa por la pérdida.
–No, señora, también es una niña, es la hermana y usted recibe un sueldo por cuidarlas.
Iniciaron el regreso en uno de los momentos más congestionados del tráfico de la Ciudad de México. El trayecto duró dos horas y media, tiempo en que Claudia hizo alrededor de cincuenta llamadas a la casa.
Apenas atravesaron el portón de la calle distinguieron al hijo de Alicia; Claudia lo encaró.
–A ver, tú, pendejo, a qué horas y dónde estabas, porque tú sabes dónde está Daniela y ese pinche semblante que traes es porque te la llevaste.
–No, señora, yo no sé, la que sabe es mi mamá –asegura Claudia que respondió el joven y luego corrió, pero lo alcanzaron a los pocos metros.
–Ten pantalones y enfréntame; tú, tú eres el que sabe.
–No, yo no sé…
–Pos a ti te va llevar la chingada junto con él, tú estás de testigo –gritó a otro hombre joven que lo acompañaba.
Noel intentaba mostrarse más ecuánime.
–A ver, tranquilízate, porque esta es una cosa muy delicada. Claudia, ¿qué le vas a decir a la señora ahorita que entremos?
–Claudia, cuando se trata de un hijo también se requiere serenidad: entra y negocia con esta señora, no está sola, tiene familia ahí en tu casa –aconsejó una vecina.
–Nada más les pido por favor que observen desde aquí si la escondieron en alguna casa –pidió la madre.
–Mira, ya estuvimos pegando fotografías que la misma señora nos dio.
En la calle ya había patrullas de la policía municipal.
Dentro de la casa, Alicia estaba sentada en la sala con sus nietas y otro hombre joven, también nieto suyo.
–Esto es responsabilidad de usted y todo esto porque vino su hijo, no se haga pendeja… Mire, señora, yo voy a tomar acciones, más vale que aparezca Daniela, porque la verdad usted ya traía algo maquinado –amenazó Claudia apenas vio a Alicia.
–No, señora, ¿cómo cree? Si Diosito sabe que yo, en mi corazón…
–¡A chingar a su madre, órale, y usted venga para acá! –gritó Claudia y la llevó fuera de la vivienda.
”¡Estoy en mi casa y usted va a ser responsable de todo esto! ¿Qué quiere, cuánto y dónde? Ya le pregunté a Víctor y la culpa a usted, dice que usted sabe dónde está la niña.
Aura, Nadia y Nora temblaban y lloraban. El momento las marcaría para siempre.
“Los niños no miden que los papás tenemos que enfrentar las cosas, y yo lastimé mucho a mis hijas por no haber llegado y abrazarlas. Se sintieron ignoradas por mí en ese momento, pero Dios bien sabe que lo hice por buscar a Daniela”, reflexionaría Claudia años después.
La tarde de la pérdida de Daniela los vecinos se organizaron en comisiones para buscarla por distintas partes de la zona. Ya tenían una foto de la pequeña y la describían a cuanta persona encontraban: viste una blusita verde limón y shorts azul marino, está peinada con dos colitas, tiene el pelo negro.
No sólo Aura y Daniela jugaban en la calle. En algún momento, la mayor entró a la casa por unos gafetes de identificación utilizados por sus padres en una convención y que su madre le había regalado para jugar. Subió a la recámara, y cuando quiso salir la retuvo Alicia.
–¿Qué llevas ahí?
–Las tarjetas que nos regaló mi mamá.
–Entra al baño de una vez, para que no estés entra y sale.
–Pero no me anda del baño.
–Te digo que entres al baño de una vez.
Según Aura, en la mesa Víctor y otros dos jóvenes jugaban baraja; cuando salió del baño ya no estaban, sólo los naipes dispersos. Ella salió a entregar las tarjetas y ya no encontró a su hermana.
El 1 de junio, Claudia acudió a la escuela para reportar la desaparición de la niña; la maestra ya sabía de su ausencia, era vecina y la víspera se unió a su búsqueda. Ningún dato útil salió de ahí.
Quizá la última persona conocida en ver a Daniela fue una vecina que la vio jugando cerca de un montículo de grava para construcción en la misma cerrada de la unidad habitacional. Faltaban algunos minutos para las seis de la tarde y la niña lloraba.
Desde entonces, desde hace ocho años, no hay nada más.
El mismo día Noel y Claudia denunciaron la desaparición de su hija ante el Ministerio Público del Estado de México.
Claudia no duda respecto de los detalles cuando habla: desde el inicio de la desaparición de Daniela anota cada llamada, dato, pista o nombre que se le cruza en el camino.
El 3 de junio de 2006 Víctor Manuel Guzmán Martínez, el hijo de Alicia, volvió a Catemaco. Recién había sido padre y encontrado un trabajo cuando vino a Tlalnepantla para comprar una camioneta de transporte de pasajeros y manejarla en Veracruz, según Alicia.
Al comienzo de la investigación, la Procuraduría asignó el caso a un comandante de apellido Malpica: tosco, áspero, se sinceró con Claudia.
–Dicen que soy un desgraciado y corrupto pero por Daniela no lo seré, voy a ser el profesional que debo. Voy por Víctor y la hija de usted.
Los agentes mexiquenses buscaron al hijo de Alicia en Veracruz; indagaron en domicilios proporcionados por su madre, pero resultaron inexistentes. Los policías locales reconocieron los apellidos y apuntaron en un par de direcciones. La familia, dijeron, tenía algún integrante considerado como prófugo; también, que Víctor estuvo involucrado en robo de autopartes y que la propia Alicia enfrentó una demanda por fraude.
Malpica encontró a Víctor en un tráiler: se identificó y el joven quiso correr, según la versión ofrecida por Claudia, pero el policía lo alcanzó y lo golpeó.
–Vengo por lo de la niña –dijo.
–No me lleve, yo le doy 80 mil pesos.
El agente no habría aceptado el soborno, lo que resulta raro; sin embargo, en el reporte de la detención quedó por escrito el ofrecimiento de dinero. Claudia habló con el comandante.
–Me ofreció ochenta mil pesos para que no lo agarrara, lo cual quiere decir, en el noventa por ciento de mi experiencia, que sabe dónde está la niña si no es que él mismo se la llevó.
En la agencia del Ministerio Público, asegura Claudia, Alicia y ella se encontraron en un momento con la mirada. Alicia se levantó de su lugar y dejó hablando sola a la secretaria que le tomaba declaración. Se le acercó; las dividía la barra de un mostrador.
Esta es la conversación que, asegura Claudia Rojas, sostuvieron respecto de Daniela.
–Señora, necesito hablar con usted –habría propuesto Alicia Martínez.
–A ver, dígame.
–Pues queremos dinero.
–Yo se lo dije en la casa.
–Pero, pues, ¿cómo le hacemos?
–Usted es la que tiene que hablar, dígame, o sálgase y lo hablamos allá afuera.
Llegó el comandante que había capturado a Víctor y les advirtió que ahí no podían hablar.
El 17 de junio, Alicia se habría comunicado con Claudia.
–Ya nos golpearon, a mí me pegaron bien feo y a mi hijo también. Necesitamos hablarlo, pero se trata de dinero.
–Bueno, ¿cómo le hacemos? ¿Dónde la veo?
–Usted pregunte a los policías adónde me llevan y váyame a buscar y allá lo vemos.
Para ese momento Malpica estaba fuera del caso y en su lugar habían comisionado a un tipo de apellido Rodríguez. Claudia le informó que había hablado con Alicia y necesitaba verla personalmente para, consideraba ella, acordar los términos de un rescate.
–Va arraigada, están bajo nuestra vigilancia, entonces no va a poder hablar con ella –respondió el policía.
Los agentes habían cometido tales excesos que la Comisión de Derechos Humanos del Estado de México intervino: Alicia y Víctor no concluyeron el periodo de detención para que las autoridades obtuvieran más pistas y salieron libres.
Claudia y Noel no tenían, no tienen desde entonces ninguna otra pista que seguir.
* * *
El matrimonio tapizó camiones, paradas de autobuses, paredes de tiendas con la foto de Daniela y su descripción. Las llamadas ocurrieron pronto.
–Tengo a Daniela. Si la quieres viva, son sesenta mil pesos –los chantajearon desde un teléfono público.
Pagaron, pero la niña no volvió.
Una nueva llamada.
–La vi. Son veinte mil pesos para que te diga dónde.
Pagaron. Otra vez silencio.
El teléfono, caja de las esperanzas y los horrores, timbró nuevamente.
–¡La cortamos, la violamos, la mutilamos y la asesinamos! ¡Si no me das cincuenta mil pesos, dejo que se la coman los perros! –escucharon decir a una voz joven, chillona, sin control.
“Esta tercera vez fuimos más audaces. El dolor enseña a hacer a un lado el dolor”, reflexiona Claudia.
Buscaron apoyo en la Procuraduría General de la República y dieron con el domicilio de uno de ellos.
–Sí, la llamada la hicimos de aquí, del teléfono de mi casa –aceptó un muchacho–. Yo soy amigo de él, pero es su papá el que trabaja en Cuautitlán.
El joven delataba al autor de la extorsión, el hijo de uno de los policías judiciales asignados al caso de Daniela.
* * *
Tras la desaparición de Daniela, sus padres dejaron el trabajo durante tres meses. Lo poco que hacían lo resolvían desde casa, por Internet o con llamadas telefónicas a los clientes. El padrino de Daniela no aceptó la ausencia por mucho más tiempo y la sociedad se deshizo en los términos menos favorables para Noel y Claudia.
“De la noche a la mañana también nos quedamos sin trabajo. Nos cortó sin liquidar nuestra parte de la empresa; todo fue negociado a la palabra. Finalmente aceptábamos sus limosnas, porque decía: ‘te voy a dar tanto tal día’, y a la mera hora fue mucho menos para mi esposo.”
Aún deberían enfrentar el insaciable apetito de los funcionarios del Estado de México.
Los primeros tres meses Noel trabajó hombro con hombro con los policías judiciales. Desde el inicio quedó claro el talante de los empleados públicos.
–Jefe –decían a Noel–, deme cinco mil pesos para que el comandante mande los perros a olfatear.
Con rabia, el matrimonio aceptó dar el dinero. Comenta Claudia: “No sé si dieron el dinero o no, o nada más fue un gancho, pero sí vinieron con los perros. Todos los días pagábamos gasolina para sus carros. Pagábamos comidas y no aceptaban tacos: pedían sentarse en restaurantes y las cuentas salían por dos mil pesos. Pedían cortes de carne en La Mansión o La Cava, algunos comían con vino, otros bebían coñac. A veces pedían cerveza. Decían: ‘Sabe qué, jefe, ayer estuvo muy fuerte la chamba y nada más fui a mi casa a bañarme, necesito curarme la cruda’.
”Entonces mi esposo decía: ‘Qué hago, si son los que nos asignaron y tenemos que trabajar. Con tal de que nos ayuden a recuperar a mi hija…’. Nos endeudamos hasta donde no. Llegamos a gastar quince mil pesos en un día. Se fueron los ahorros de cien mil pesos que usaríamos para ampliar y remodelar la casa”.
Además de esos cien mil pesos –de cuya existencia sabía Alicia, insiste Claudia en sus sospechas–, la familia adquirió deudas por gastos relacionados con la búsqueda de su hija por medio millón de pesos. Dedicaron sus sueldos al asunto junto con las cooperaciones de amigos, vecinos, familiares y padres de familia de los compañeros de Daniela en la escuela, que los asistían con despensas o impresiones de volantes con el rostro de la nena y la leyenda “Se busca”.
Los policías judiciales cobraban –según ellos, por demanda del agente del Ministerio Público– por cada cosa que hacían y eso que conforme a la ley debían hacerlo de forma gratuita: emisión de documentos, presentación de testigos, toma de declaraciones. Para que el responsable de la oficina firmara un oficio, por ejemplo, se le debían pagar cinco mil pesos.
El trato de los judiciales a los padres de la niña era como si fueran los responsables. Golpeaban la puerta, entraban armados, gritaban, decían cualquier cantidad de majaderías frente a las otras niñas, inmersas en el miedo.
–Señora, ¿para qué se fue a trabajar ese día? –preguntó a manera de reproche alguno de los policías.
–Bueno, ¿y a usted qué chingados? Si su esposa no trabaja es porque usted es corrupto, pero aquí este señor trabaja decentemente y tenemos derecho todos los hombres y mujeres a desarrollarnos en lo profesional y ganarnos nuestro dinero honrado. ¿Quién chingados es usted para a gritonearme en mi casa? Lo voy a acusar y de mi cuenta corre que aquí ya no sea su cochinito, no va a estar sacando lana.
Durante el gobierno de Peña Nieto el caso de Daniela fue responsabilidad, en su calidad de Procurador de Justicia del Estado de México, de Alfonso Navarrete Prida, a quien tocó investigar a Arturo Montiel Rojas por su enriquecimiento ilícito. Hoy es el Secretario del Trabajo.
También estuvo a cargo de Abel Villicaña, a quien le correspondió exonerar a Montiel Rojas, en cuyo gobierno presidió el Tribunal Superior de Justicia del Estado de México. En su momento cobijó con impunidad a los funcionarios mexiquenses responsables de los abusos, incluidos los de tipo sexual, cometidos por la policía estatal contra simpatizantes de los habitantes del municipio de Atenco en 2006.
Después, Alberto Bazbaz dejó la Procuraduría mexiquense tras la desaparición de la niña Paulette Farah y su hallazgo en su propia cama. Hoy es el titular de la Unidad de Inteligencia Financiera del gobierno federal.
Y finalmente Alfredo Castillo Cervantes, designado en 2014 Comisionado del gobierno federal en la crisis de seguridad de Michoacán por el Presidente Peña Nieto.
* * *
Claudia relata el momento en que confrontó a Castillo.
–A ver, usted nos recibe aquí, da órdenes bien precisas, pero sus estúpidos [policías] sólo van allá a mi casa para extorsionarme y gritarme. Si creen que yo soy la delincuente por la cual mi hija no está aquí, ¿por qué le falta valor y no me agarra y me detiene, y me hace lo que tenga que hacer para que yo declare? Todos los judiciales que me manda quieren dinero: ya no tengo. Dicen que ustedes no lo dan, usted me va a decir que sí, ellos dicen que no, pero nosotros ya no podemos. Se lo dije a Villicaña, a Bazbaz y a Navarrete Prida.
En mayo de 2012, en víspera de las elecciones, el gobierno del Estado de México convocó a una decena de madres con hijos e hijas desaparecidos. Algunos de los funcionarios con que se reunieron les dijeron en tono obsequioso que el regalo del gobierno estatal para ese próximo Día de las Madres sería el regreso de sus hijos e hijas.
Claudia se quejó amargamente de su experiencia con la justicia mexiquense.
–Señora, disculpe… –intervino un funcionario de nombre Antonio Godoy Espino.
–Mire, si yo acepto las disculpas estoy aceptando la negligencia. Usted se oye muy caballeroso: a mí no me hable así, por mí deles indicaciones y obligue a los agentes a que vayan y busquen a Daniela. Ni siquiera una muestra de ADN nos han tomado.
–El expediente se envió a todos los estados, incluido el Distrito Federal, y solicitamos apoyo al Servicio Médico Forense para saber si estaba Daniela –recalcó Godoy.
–¿Con qué ADN? ¿Preguntan por un cuerpecito? Ni siquiera tienen datos precisos de la niña, todo lo han hecho con la única media filiación existente. No han actualizado nada para que diga: la niña tenía seis años en 2006, hoy debe decir “estamos buscando a una niña que, en 2012, tiene doce años”. ¿Dónde está la fotografía de progresión de edad? Todo el trabajo ha sido superficial y todavía quiere que acepte disculpas. Yo no vine a saludar, vine para tener a mi hija. ¿Cómo le hacemos?, porque ya son seis años. Yo ni siquiera conozco de parte suya una alternativa en la investigación.
A mediados de enero de 2008, a la mitad de su gobierno, Peña visitó Tultepec, al norte del valle de México. La escuela en que tuvo lugar el acto está atrás del fraccionamiento Arcos de Tultepec, donde vive la familia de Claudia Rojas y de donde desapareció su pequeña hija Xóchitl Daniela en mayo de 2006.
“¡Ah, sí!, claro que antes intenté llegar a Peña Nieto pero jamás, jamás nos recibió a mí y a mi esposo. En su oficina nos decían que la cita era tal día y cuando llegaba la fecha nos cancelaban de último momento. Las cinco o seis veces fue así”, recuerda Claudia en entrevista.
Antes de la inauguración, Claudia preparó una reseña del caso de Daniela que imprimió en una hoja amarilla en una papelería cercana y guardó en un sobre. El mensaje de la madre era sencillo: pedía al Gobernador que fuera congruente con su compromiso de que los niños serían prioridad en su administración.
Claudia es perseverante, aguerrida; si eso es preciso, no duda en gritar palabrotas hasta hacer sonrojar a los diablos.
Algunos vecinos imprimieron mantas y escribieron sobre cartulinas exigencias de localización de la niña, ausente desde los seis años de edad. Los policías y agentes dedicados a la seguridad del Gobernador incautaron varios de los letreros de demanda, incluida una cartulina que Claudia llevaba consigo además del escrito.
–¡Soy la mamá de una niña, nomás le quiero entregar este fólder! –gritó Claudia hacia Peña cuando el político abandonaba el sitio en una pasarela de besos y fotos.
Alguien cerca del funcionario dijo que no y Claudia no dudó.
–¡¿Cuál es tu pedo?! –retó.
Peña percibió que alguna voz cerca de él crecía en intensidad y pidió que la dejaran acercarse.
–¡Qué pinche gente tiene usted detrás! –tronó Claudia.
Seductor, el Gobernador mostró una expresión amable y le tendió la mano; la mujer correspondió y estiró la suya. Enrique acercó su rostro al de ella para besar su mejilla, pero Claudia endureció el brazo.
–Yo no vengo aquí por un pinche beso de usted, vengo a que me ayude a encontrar a mi hija.
Los guardias dieron un paso hacia Claudia.
–Permítanme hablar con la señora –ordenó Peña a sus guardaespaldas–. ¿Qué quiere que haga yo, señora?
–Que dé órdenes, que se ponga los huevos de Gobernador. Después de dos años Daniela no está en su casa: dé indicaciones, póngame un equipo certificado y no de pendejos que nomás me estén viendo la cara para ver de dónde me sacan dinero.
–Pues déjame checarlo con mi… –Peña intentó tomar el control.
–¿Cuándo le di permiso de que me hablara de tú? –reclamó la mujer.
–Pues permítame llamar al Procurador, porque no tengo los conocimientos.
–Por eso le digo: a usted le maquillan los asuntos y a nosotros nos tratan con la punta del pie. Y yo no vengo para que me dé un beso o me hable de tú, ni para que me trate bien. Vengo a pedirle que los ponga a trabajar y que se ponga a trabajar junto con ellos y les exija con huevos lo que requerimos los ciudadanos. Daniela ya lleva dos años y medio fuera de su casa, señor, y usted jamás se ha dignado tomarme una llamada; ahorita lo hace porque a huevo me meto.
–Discúlpeme –enfrió Enrique Peña Nieto y buscó con la mirada a alguien de la comitiva–. Dale un número de folio para recibirla.
Un escolta estiró la mano para recibir el sobre que llevaba la mujer, pero Peña se adelantó y lo guardó con gesto grave en la bolsa del saco.
La mujer comenta casi seis años después del secuestro de Xóchitl Daniela: “Fue puro show, pero por lo menos lo tuve de frente para decirle que le faltaron huevos”.
–¿Nunca más te recibió Peña Nieto? –se le pregunta a Claudia en entrevista.
–No.
–¿Lo intentaste?
–Sí, muchas veces les volví a llamar. Me respondía Alberto Bazbaz [entonces Procurador del Estado de México]. Yo le decía que dinero sobraba en el Estado de México, él me respondía que no dejara de insistir con Peña Nieto. Me dijo una vez: “Yo también tengo una hija y se llama Daniela, créame que no quisiera verla en esta foto”. Y aceptó: “No tenemos gente preparada, no hay más”.
Claudia fue una joven madre soltera con la primera de sus hijas, Aura.
Trabajaba como secretaria para la desaparecida Secretaría de Comercio y Fomento Industrial. En esos días obtuvo un crédito hipotecario con el que adquirió su casa en Arcos de Tultepec, al comienzo de la expulsión inmobiliaria de la clase media del Distrito Federal al Estado de México.
En ese tiempo Noel Elizarrarás era empleado de una agencia de viajes que proveía boletos de avión a los funcionarios de la dependencia de gobierno, y trataba directamente con Claudia. Tras dos años de cortejo, la pareja se casó.
Al año de relación, Daniela ya estaba en camino. El embarazo coincidió con que ambos se quedaron sin trabajo y un conocido de la familia invitó a Noel para asociarse en una agencia de viajes que se instaló en el rico barrio capitalino de San Ángel. Sin más alternativa, ocuparon las oficinas como vivienda y ahí Claudia atravesó la mayor parte de un embarazo de alto riesgo por la constante amenaza de un alumbramiento prematuro.
–Le urge nacer, debe tener algo importante que cumplir en la vida –susurró el ginecólogo a la madre ante su miedo y desconsuelo.
Una tarde, mientras Claudia planchaba las camisas de Noel, la nena se acomodó para nacer. Su madre la alumbró el 18 de septiembre de 1999 en el Hospital Materno-Infantil Inguarán, una clínica de gobierno a la que acudió la pareja por falta de recursos.
“Así como llegué, Daniela nació, sin batallar. Apenas la descubrí entre las cobijas, me sonrió. Su mirada siempre ha sido penetrante y limpia. La enfermera la miró y me dijo que sería una niña muy feliz. Mi suegra me preguntó si había tenido una niña o un pájaro loco, porque nació con el pelo negro, negro, largo, largo y parado, parado.”
Ni el luto por la muerte de la madre de Claudia empañó el nacimiento. El socio de Noel se convirtió en el padrino de Daniela.
Claudia casi siempre sonríe al hablar de su hija.
La primera estampa que revela de ella es la de una mañana cualquiera. La niña tocaba a la puerta de su recámara.
–¿Puedo pasar?
–Sí.
–Mira cómo me veo –y desfilaba con la boca pintada y un bolso colgando del hombro.
–¿Adónde vas tan arreglada? –Claudia no podía sentirse más orgullosa.
–Ya me voy al trabajo con mi papá, porque yo soy la abogada de la oficina.
El 13 de mayo de 2006, en el festival del Día de las Madres, la maestra de Daniela montó una coreografía con los niños del grupo de la canción I will survive de Donna Summer. Dani fue adelante en el bailable.
–Tengo una sorpresa para ustedes –les comentó la maestra de la nena.
–¿Cuál, maestra? –se emocionó Claudia.
–Daniela fue muy destacada. Todo el esfuerzo que ustedes hicieron con ella… Les tengo un reconocimiento para su hija –y entregó un diploma.
La pequeña ganaba cualquier primer lugar con su carisma y coquetería; en las fotos de la pequeña no hay una sola en que su sonrisa no se salga del papel de impresión.
Daniela bailaba, cantaba, abrazaba a quien se le acercara. Le gustaban Bob Esponja y los Teletubbies. Su muñeco favorito era de color morado y sobre cualquier cosa prefería unas botitas negras.
“Se sentía divina, única”.
–¿Cómo te llamas? –le preguntaban.
–Toti –respondía con aplomo en vez de decir Xóchitl. De ahí que su padre la apodara Totilandia: su hija era, por sí misma, un mundo entero.
En su inicio escolar se sobrepuso a problemas leves de lenguaje que retrasaron su aprendizaje de la lectura y la escritura. Era una niña sana y alegre, como sus tres hermanas: Aura, anterior al matrimonio con Noel, Nadia y Nora. Al fondo de la calle Cerrada de Arcos de Tultepec, su casa era conocida como “la casa de las niñas”.
“Daniela fortaleció la relación entre Noel y yo. Fue una relación muy bonita hasta el día en que Daniela desapareció: durante años nos culpamos el uno al otro.”
Daniela siempre fue una niña sobresaliente.
La madrugada del 31 de mayo de 2006 Claudia soñó con su madre, muerta a los trece días del nacimiento de Daniela.
–Mamá, no encuentro a una de mis niñas; mamá, no está una de mis niñas –decía angustiada en su sueño.
La difunta la abrazó con calidez.
–La encontrarás, hija –le aseguró su madre.
En la búsqueda de ese alivio, Claudia despertó poco antes de la hora habitual y se quedó sentada en la cama, tratando de salir por completo a la vigilia. Salió de su cuarto y caminó al de sus niñas.
“Vi que estaban todas y di gracias a Dios por ser sólo un sueño”, recordaría siete años después.
–Ya se nos hizo tarde, ¡apúrenle! –las sacudió con suavidad y comenzó a prepararlas para la escuela.
Vistió a Daniela con su uniforme: jumper y suéter rojo, sus botas negras, y alistó su mochila roja con azul claro.
Alicia, la señora que les asistía con el aseo de la casa y el cuidado de las muchachitas, debía llegar entre las siete y las siete y media para ayudar a servir el desayuno. La ayuda era indispensable porque las más pequeñas aún eran muy chiquitas y la mujer resultaba confiable: realizaba pagos, nada que se hubiera perdido en casa le podía ser atribuido y era puntual.
Sin embargo, la relación estaba agriada porque Daniela y la mujer antipatizaban.
La trabajadora, originaria de Catemaco, Veracruz, y en ese tiempo de sesenta y tantos años de edad, siempre daba quejas del comportamiento de la niña y la nena invariablemente acusaba que la mujer quería conducir a su madre a que le pegara.
–Ayer perdió la mochila y la lapicera y no hizo la tarea –la acusó Alicia en el comedor–. Daniela me cuesta mucho trabajo y también me quiero ir a mi casa, ya estoy grande.
–Señora, ¿usted tiene algún problema con seguir cuidando a las niñas? Si se le dificulta, hábleme claro. Necesito que trabaje, pero no se vea obligada –había dicho Claudia semanas atrás; entonces convinieron que la mujer trabajaría hasta las vacaciones escolares de verano–. Pero no, no se preocupe; como quedamos, hasta julio.
La culpa nunca ha soltado a Claudia. Recuerda que esa mañana notó a Daniela decaída, triste. Su madre supuso que enfermaría, pensamiento que vuelve como cada detalle de esa mañana a su memoria para aguijonearle el remordimiento, así como que debió quedarse a su lado.
–¿Qué tienes, hija? –indagó.
–Nada… es que tengo como no sé qué –talló el dorso de su mano derecha en el mismo lado de su cara.
–No, no, ándale, tú vas con muchas ganas a la escuela y ya casi va a terminar [el ciclo] –la animó Claudia, atenta a que su niña debía esforzarse más que los demás.
Se abrió la puerta de la casa y entró la empleada doméstica.
–Buenos días, señora –saludó Alicia.
–Buenos días –respondió Claudia.
–¿Prendo el bóiler?
–No, ya lo prendí, mejor ayúdeme a prepararles un desayuno porque ya se nos hizo tarde.
La empleada se ocupó en la cocina y Claudia separó a Daniela Xóchitl de su cuerpo.
–¿Qué tienes, hija? –Claudia insistió en saber el porqué del humor marchito de la nena.
–Mamá, ¿siempre vamos a estar juntas? –se chiqueó Daniela.
–¿Por qué me dices eso?
–No sé, te lo quería decir.
–Siempre vamos a estar juntas.
“Son cosas de las que por apurarse, por darle prioridad a la actividad del día, pues realmente no me percaté”, repite Claudia una y otra vez la rutina de analizar cada segundo de esa mañana desde todos los ángulos posibles.
Noel bajó y subieron a Aura y Daniela al auto, un Cutlass rojo. El papá manejó un par de minutos a la escuela Adolfo López Mateos, en la misma unidad habitacional, Arcos de Tultepec, una serie de calles con altos portones metálicos y caseta de seguridad en la entrada.
Entre las 7.45 y las 7.50 bajaron las dos niñas. Noel las besó y lo besaron. Claudia las persignó y vio a Daniela caminar hasta entrar al plantel.
“Fue la última vez que vi a mi niña.”
Claudia y Noel ocupaban entre cinco y seis horas de su tiempo en ir y venir del trabajo.
Claudia y Noel trabajaban en ese tiempo en la agencia de viajes de San Ángel, en el sur del Distrito Federal; a unas tres horas de distancia desde Tultepec con tráfico pesado. Sólo en el traslado debían ocupar entre cinco y seis horas diarias, lo que reducía su tiempo junto a las niñas.
Llegaban cada noche a revisar cuadernos, para cerciorarse de que las tareas estuvieran terminadas.
El negocio marchaba bien, la cartera de clientes incluía una veintena de grandes instancias de gobierno, obtenidas mediante licitaciones públicas ganadas por Noel y Claudia. Su agencia prestaba servicios para la emisión de pases aéreos al Instituto Politécnico Nacional, la Procuraduría General de la República, Notimex y el Tribunal Superior de Justicia, entre otras dependencias.
El padrino de Daniela presidía la Asociación Nacional de Agentes de Viajes, organismo en que Noel ocupaba un cargo.
La mañana del 31 de mayo de 2006, la pareja volvió a casa luego de dejar a Aura y Daniela en la escuela. Desayunaron y salieron a la oficina.
El domingo anterior, día 28, Alicia, la empleada doméstica, avisó a Claudia que la visitaría Víctor, uno de sus hijos, procedente de Catemaco.
–¿Y a qué viene su hijo? –averiguó Claudia, desconfiada.
–No llega aquí. Está en casa de mi hermana, en Tlalnepantla.
–Sí, no hay problema, nada más le encargo a las niñas.
–No se preocupe. Vendrá a recoger unas cosas que le voy a dar para que las regrese a Catemaco –respondió Alicia.
Por esos días, la doméstica comentó a Claudia que en su colonia, en Tlalnepantla, el camión del gas se había ausentado, y le pidió permiso para cocinar en su casa. Su hijo recogería la comida por la tarde.
El 31 fue miércoles, y ahora el problema de la empleada era que no tenía dinero para comprar gas: pidió el mismo favor de la vez anterior.
–Sí, está bien, señora, me avisa cualquier cosa. No descuide a las niñas. Si quieren salir a jugar me tienen que preguntar a mí –recordó Claudia antes de salir al trabajo.
A la entrada de la calle privada, Noel paró el auto y se detuvo un momento para hablar con el vigilante de la caseta.
–Le encargamos a nuestras hijas. Creo que va a venir el hijo de la señora.
Había mucho trabajo en la oficina. El socio de Noel había adquirido una cartera de clientes a otra agencia y estaban en el proceso de fusión de personal y de mudanza de mobiliario, equipo y papelería de un establecimiento que tenían en la colonia Nápoles, labor que encargó a Claudia y Noel.
Los teléfonos fijos se habían desactivado y un técnico de Teléfonos de México trabajaba en el sitio. Poco después de la una, cuando Aura y Daniela ya debían estar en casa, Claudia llamó desde una línea disponible por unos momentos para enterarse de las noticias.
–Señora, ¿y mis hijas?
–Aquí andan, vamos llegando de la escuela. Ya se están cambiando. ¿Quiere que le pase a Aura? –Alicia pasó el aparato a la niña.
–¿Qué pasó, hija?
–Nada, mamá. Ya llegamos y dice la señora que ahorita nos va a dar de comer.
Nadie informó a Claudia que el hijo y otros dos jóvenes, nietos de la señora, estaban en el domicilio.
Aprensiva, Claudia se comunicó nuevamente a las tres.
–¿Qué pasó, señora, ya comieron mis hijas? ¿Sabe cómo están las tareas? ¿Hay que comprar material?
–Están afuerita jugando. Ya se bañaron y ya les hice de comer.
–Pero yo no les di permiso de salir –reclamó Claudia.
–No, pero aquí las estoy viendo, tengo la puerta abierta.
–Bueno, ahí se las encargo.
–Oiga… –intentó decir algo la señora.
El técnico de Teléfonos ocupó la línea y ella debió colgar. A los cinco minutos, Claudia recuperó la llamada.
–Señora, me quería usted decir algo.
–Ah, sí, bueno, pero al rato le digo. Lo que sí es que Aura está entrando y dice que Daniela está llorando –repuso Alicia.
Eran las tres y minutos.
–Salga a ver qué le pasó a la niña y ahorita le vuelvo a llamar.
Cuatro o cinco minutos después marcó nuevamente.
–¿Qué pasó, señora?
–Pues la estoy buscando, porque no la encuentro.
–¿Cómo que no la encuentra?
–No, no la encuentro. Ah, no, ya… ahí viene Aura caminando.
Nuevamente colgó y llamó.
–Dice Aura que la niña está llorando pero que no le pasó nada, nada más tiene un rasponcito y ya.
–¿Ya la vio usted?
–Sí.
–Bueno, le encargo. Creo que voy a llegar temprano hoy –y dejó un número de teléfono para que se comunicara con ella.
Hablaron otra vez después de las cinco de la tarde.
–Señora, ya no encuentro a una de las niñas –dijo la trabajadora.
–¿A quién no encuentra? –la molestia de Claudia crecía.
–A Daniela.
–Son chingaderas, señora, ¿qué tanto se trae usted? Ahorita voy para allá y me encuentra a Daniela o la mando a la chingada.
* * *
Noel no estaba cerca y el trajín de la mudanza era intenso en el edificio de seis pisos. Claudia se tranquilizó, tomó su bolso y su saco y salió del lugar. No tenía crédito en su teléfono celular ni tarjeta de prepago; encontró una papelería y compró una tarjeta para llamar al Nextel de su marido desde un teléfono público.
–Estoy aquí, afuera del edificio.
–¿Qué haces ahí?
–No encuentran a una de las niñas.
–¿A quién no encuentran? –preguntó Noel mientras salía de la agencia.
–A Daniela.
–¿Dónde estás?
–Enfrente. Te estoy viendo.
–¿Por qué te saliste así de la oficina? –la reprendió.
–No te veía y no quiero hacer teatro allá adentro, precisamente esto que está pasando aquí afuera.
–¿Qué te dice la señora?
–Que no encuentra a Daniela, primero me dice que no encuentra a una de las niñas, le pregunto que a cuál y me dice que a Daniela.
–Pinche vieja, nos hubiera dicho. Toda la mañana le estuviste preguntando, lo mejor hubiera sido que tú ya no vinieras hoy.
–Pues sí, ya ves que todavía yo le pregunté.
–Háblale otra vez.
Claudia habló a su casa desde el teléfono de su esposo.
–No aparece, no está, las vecinas ya están ayudando pero la culpa la tiene Aura, ella estaba afuera y no la cuidó –Alicia se mantendría en la postura de responsabilizar a la mayor de las hermanas, quien hasta ahora carga, como sus padres, con el sentimiento de culpa por la pérdida.
–No, señora, también es una niña, es la hermana y usted recibe un sueldo por cuidarlas.
Iniciaron el regreso en uno de los momentos más congestionados del tráfico de la Ciudad de México. El trayecto duró dos horas y media, tiempo en que Claudia hizo alrededor de cincuenta llamadas a la casa.
Apenas atravesaron el portón de la calle distinguieron al hijo de Alicia; Claudia lo encaró.
–A ver, tú, pendejo, a qué horas y dónde estabas, porque tú sabes dónde está Daniela y ese pinche semblante que traes es porque te la llevaste.
–No, señora, yo no sé, la que sabe es mi mamá –asegura Claudia que respondió el joven y luego corrió, pero lo alcanzaron a los pocos metros.
–Ten pantalones y enfréntame; tú, tú eres el que sabe.
–No, yo no sé…
–Pos a ti te va llevar la chingada junto con él, tú estás de testigo –gritó a otro hombre joven que lo acompañaba.
Noel intentaba mostrarse más ecuánime.
–A ver, tranquilízate, porque esta es una cosa muy delicada. Claudia, ¿qué le vas a decir a la señora ahorita que entremos?
–Claudia, cuando se trata de un hijo también se requiere serenidad: entra y negocia con esta señora, no está sola, tiene familia ahí en tu casa –aconsejó una vecina.
–Nada más les pido por favor que observen desde aquí si la escondieron en alguna casa –pidió la madre.
–Mira, ya estuvimos pegando fotografías que la misma señora nos dio.
En la calle ya había patrullas de la policía municipal.
Dentro de la casa, Alicia estaba sentada en la sala con sus nietas y otro hombre joven, también nieto suyo.
–Esto es responsabilidad de usted y todo esto porque vino su hijo, no se haga pendeja… Mire, señora, yo voy a tomar acciones, más vale que aparezca Daniela, porque la verdad usted ya traía algo maquinado –amenazó Claudia apenas vio a Alicia.
–No, señora, ¿cómo cree? Si Diosito sabe que yo, en mi corazón…
–¡A chingar a su madre, órale, y usted venga para acá! –gritó Claudia y la llevó fuera de la vivienda.
”¡Estoy en mi casa y usted va a ser responsable de todo esto! ¿Qué quiere, cuánto y dónde? Ya le pregunté a Víctor y la culpa a usted, dice que usted sabe dónde está la niña.
Aura, Nadia y Nora temblaban y lloraban. El momento las marcaría para siempre.
“Los niños no miden que los papás tenemos que enfrentar las cosas, y yo lastimé mucho a mis hijas por no haber llegado y abrazarlas. Se sintieron ignoradas por mí en ese momento, pero Dios bien sabe que lo hice por buscar a Daniela”, reflexionaría Claudia años después.
La tarde de la pérdida de Daniela los vecinos se organizaron en comisiones para buscarla por distintas partes de la zona. Ya tenían una foto de la pequeña y la describían a cuanta persona encontraban: viste una blusita verde limón y shorts azul marino, está peinada con dos colitas, tiene el pelo negro.
No sólo Aura y Daniela jugaban en la calle. En algún momento, la mayor entró a la casa por unos gafetes de identificación utilizados por sus padres en una convención y que su madre le había regalado para jugar. Subió a la recámara, y cuando quiso salir la retuvo Alicia.
–¿Qué llevas ahí?
–Las tarjetas que nos regaló mi mamá.
–Entra al baño de una vez, para que no estés entra y sale.
–Pero no me anda del baño.
–Te digo que entres al baño de una vez.
Según Aura, en la mesa Víctor y otros dos jóvenes jugaban baraja; cuando salió del baño ya no estaban, sólo los naipes dispersos. Ella salió a entregar las tarjetas y ya no encontró a su hermana.
El 1 de junio, Claudia acudió a la escuela para reportar la desaparición de la niña; la maestra ya sabía de su ausencia, era vecina y la víspera se unió a su búsqueda. Ningún dato útil salió de ahí.
Quizá la última persona conocida en ver a Daniela fue una vecina que la vio jugando cerca de un montículo de grava para construcción en la misma cerrada de la unidad habitacional. Faltaban algunos minutos para las seis de la tarde y la niña lloraba.
Desde entonces, desde hace ocho años, no hay nada más.
El mismo día Noel y Claudia denunciaron la desaparición de su hija ante el Ministerio Público del Estado de México.
Claudia no duda respecto de los detalles cuando habla: desde el inicio de la desaparición de Daniela anota cada llamada, dato, pista o nombre que se le cruza en el camino.
El 3 de junio de 2006 Víctor Manuel Guzmán Martínez, el hijo de Alicia, volvió a Catemaco. Recién había sido padre y encontrado un trabajo cuando vino a Tlalnepantla para comprar una camioneta de transporte de pasajeros y manejarla en Veracruz, según Alicia.
Al comienzo de la investigación, la Procuraduría asignó el caso a un comandante de apellido Malpica: tosco, áspero, se sinceró con Claudia.
–Dicen que soy un desgraciado y corrupto pero por Daniela no lo seré, voy a ser el profesional que debo. Voy por Víctor y la hija de usted.
Los agentes mexiquenses buscaron al hijo de Alicia en Veracruz; indagaron en domicilios proporcionados por su madre, pero resultaron inexistentes. Los policías locales reconocieron los apellidos y apuntaron en un par de direcciones. La familia, dijeron, tenía algún integrante considerado como prófugo; también, que Víctor estuvo involucrado en robo de autopartes y que la propia Alicia enfrentó una demanda por fraude.
Malpica encontró a Víctor en un tráiler: se identificó y el joven quiso correr, según la versión ofrecida por Claudia, pero el policía lo alcanzó y lo golpeó.
–Vengo por lo de la niña –dijo.
–No me lleve, yo le doy 80 mil pesos.
El agente no habría aceptado el soborno, lo que resulta raro; sin embargo, en el reporte de la detención quedó por escrito el ofrecimiento de dinero. Claudia habló con el comandante.
–Me ofreció ochenta mil pesos para que no lo agarrara, lo cual quiere decir, en el noventa por ciento de mi experiencia, que sabe dónde está la niña si no es que él mismo se la llevó.
En la agencia del Ministerio Público, asegura Claudia, Alicia y ella se encontraron en un momento con la mirada. Alicia se levantó de su lugar y dejó hablando sola a la secretaria que le tomaba declaración. Se le acercó; las dividía la barra de un mostrador.
Esta es la conversación que, asegura Claudia Rojas, sostuvieron respecto de Daniela.
–Señora, necesito hablar con usted –habría propuesto Alicia Martínez.
–A ver, dígame.
–Pues queremos dinero.
–Yo se lo dije en la casa.
–Pero, pues, ¿cómo le hacemos?
–Usted es la que tiene que hablar, dígame, o sálgase y lo hablamos allá afuera.
Llegó el comandante que había capturado a Víctor y les advirtió que ahí no podían hablar.
El 17 de junio, Alicia se habría comunicado con Claudia.
–Ya nos golpearon, a mí me pegaron bien feo y a mi hijo también. Necesitamos hablarlo, pero se trata de dinero.
–Bueno, ¿cómo le hacemos? ¿Dónde la veo?
–Usted pregunte a los policías adónde me llevan y váyame a buscar y allá lo vemos.
Para ese momento Malpica estaba fuera del caso y en su lugar habían comisionado a un tipo de apellido Rodríguez. Claudia le informó que había hablado con Alicia y necesitaba verla personalmente para, consideraba ella, acordar los términos de un rescate.
–Va arraigada, están bajo nuestra vigilancia, entonces no va a poder hablar con ella –respondió el policía.
Los agentes habían cometido tales excesos que la Comisión de Derechos Humanos del Estado de México intervino: Alicia y Víctor no concluyeron el periodo de detención para que las autoridades obtuvieran más pistas y salieron libres.
Claudia y Noel no tenían, no tienen desde entonces ninguna otra pista que seguir.
* * *
El matrimonio tapizó camiones, paradas de autobuses, paredes de tiendas con la foto de Daniela y su descripción. Las llamadas ocurrieron pronto.
–Tengo a Daniela. Si la quieres viva, son sesenta mil pesos –los chantajearon desde un teléfono público.
Pagaron, pero la niña no volvió.
Una nueva llamada.
–La vi. Son veinte mil pesos para que te diga dónde.
Pagaron. Otra vez silencio.
El teléfono, caja de las esperanzas y los horrores, timbró nuevamente.
–¡La cortamos, la violamos, la mutilamos y la asesinamos! ¡Si no me das cincuenta mil pesos, dejo que se la coman los perros! –escucharon decir a una voz joven, chillona, sin control.
“Esta tercera vez fuimos más audaces. El dolor enseña a hacer a un lado el dolor”, reflexiona Claudia.
Buscaron apoyo en la Procuraduría General de la República y dieron con el domicilio de uno de ellos.
–Sí, la llamada la hicimos de aquí, del teléfono de mi casa –aceptó un muchacho–. Yo soy amigo de él, pero es su papá el que trabaja en Cuautitlán.
El joven delataba al autor de la extorsión, el hijo de uno de los policías judiciales asignados al caso de Daniela.
* * *
Tras la desaparición de Daniela, sus padres dejaron el trabajo durante tres meses. Lo poco que hacían lo resolvían desde casa, por Internet o con llamadas telefónicas a los clientes. El padrino de Daniela no aceptó la ausencia por mucho más tiempo y la sociedad se deshizo en los términos menos favorables para Noel y Claudia.
“De la noche a la mañana también nos quedamos sin trabajo. Nos cortó sin liquidar nuestra parte de la empresa; todo fue negociado a la palabra. Finalmente aceptábamos sus limosnas, porque decía: ‘te voy a dar tanto tal día’, y a la mera hora fue mucho menos para mi esposo.”
Aún deberían enfrentar el insaciable apetito de los funcionarios del Estado de México.
Los primeros tres meses Noel trabajó hombro con hombro con los policías judiciales. Desde el inicio quedó claro el talante de los empleados públicos.
–Jefe –decían a Noel–, deme cinco mil pesos para que el comandante mande los perros a olfatear.
Con rabia, el matrimonio aceptó dar el dinero. Comenta Claudia: “No sé si dieron el dinero o no, o nada más fue un gancho, pero sí vinieron con los perros. Todos los días pagábamos gasolina para sus carros. Pagábamos comidas y no aceptaban tacos: pedían sentarse en restaurantes y las cuentas salían por dos mil pesos. Pedían cortes de carne en La Mansión o La Cava, algunos comían con vino, otros bebían coñac. A veces pedían cerveza. Decían: ‘Sabe qué, jefe, ayer estuvo muy fuerte la chamba y nada más fui a mi casa a bañarme, necesito curarme la cruda’.
”Entonces mi esposo decía: ‘Qué hago, si son los que nos asignaron y tenemos que trabajar. Con tal de que nos ayuden a recuperar a mi hija…’. Nos endeudamos hasta donde no. Llegamos a gastar quince mil pesos en un día. Se fueron los ahorros de cien mil pesos que usaríamos para ampliar y remodelar la casa”.
Además de esos cien mil pesos –de cuya existencia sabía Alicia, insiste Claudia en sus sospechas–, la familia adquirió deudas por gastos relacionados con la búsqueda de su hija por medio millón de pesos. Dedicaron sus sueldos al asunto junto con las cooperaciones de amigos, vecinos, familiares y padres de familia de los compañeros de Daniela en la escuela, que los asistían con despensas o impresiones de volantes con el rostro de la nena y la leyenda “Se busca”.
Los policías judiciales cobraban –según ellos, por demanda del agente del Ministerio Público– por cada cosa que hacían y eso que conforme a la ley debían hacerlo de forma gratuita: emisión de documentos, presentación de testigos, toma de declaraciones. Para que el responsable de la oficina firmara un oficio, por ejemplo, se le debían pagar cinco mil pesos.
El trato de los judiciales a los padres de la niña era como si fueran los responsables. Golpeaban la puerta, entraban armados, gritaban, decían cualquier cantidad de majaderías frente a las otras niñas, inmersas en el miedo.
–Señora, ¿para qué se fue a trabajar ese día? –preguntó a manera de reproche alguno de los policías.
–Bueno, ¿y a usted qué chingados? Si su esposa no trabaja es porque usted es corrupto, pero aquí este señor trabaja decentemente y tenemos derecho todos los hombres y mujeres a desarrollarnos en lo profesional y ganarnos nuestro dinero honrado. ¿Quién chingados es usted para a gritonearme en mi casa? Lo voy a acusar y de mi cuenta corre que aquí ya no sea su cochinito, no va a estar sacando lana.
Durante el gobierno de Peña Nieto el caso de Daniela fue responsabilidad, en su calidad de Procurador de Justicia del Estado de México, de Alfonso Navarrete Prida, a quien tocó investigar a Arturo Montiel Rojas por su enriquecimiento ilícito. Hoy es el Secretario del Trabajo.
También estuvo a cargo de Abel Villicaña, a quien le correspondió exonerar a Montiel Rojas, en cuyo gobierno presidió el Tribunal Superior de Justicia del Estado de México. En su momento cobijó con impunidad a los funcionarios mexiquenses responsables de los abusos, incluidos los de tipo sexual, cometidos por la policía estatal contra simpatizantes de los habitantes del municipio de Atenco en 2006.
Después, Alberto Bazbaz dejó la Procuraduría mexiquense tras la desaparición de la niña Paulette Farah y su hallazgo en su propia cama. Hoy es el titular de la Unidad de Inteligencia Financiera del gobierno federal.
Y finalmente Alfredo Castillo Cervantes, designado en 2014 Comisionado del gobierno federal en la crisis de seguridad de Michoacán por el Presidente Peña Nieto.
* * *
Claudia relata el momento en que confrontó a Castillo.
–A ver, usted nos recibe aquí, da órdenes bien precisas, pero sus estúpidos [policías] sólo van allá a mi casa para extorsionarme y gritarme. Si creen que yo soy la delincuente por la cual mi hija no está aquí, ¿por qué le falta valor y no me agarra y me detiene, y me hace lo que tenga que hacer para que yo declare? Todos los judiciales que me manda quieren dinero: ya no tengo. Dicen que ustedes no lo dan, usted me va a decir que sí, ellos dicen que no, pero nosotros ya no podemos. Se lo dije a Villicaña, a Bazbaz y a Navarrete Prida.
En mayo de 2012, en víspera de las elecciones, el gobierno del Estado de México convocó a una decena de madres con hijos e hijas desaparecidos. Algunos de los funcionarios con que se reunieron les dijeron en tono obsequioso que el regalo del gobierno estatal para ese próximo Día de las Madres sería el regreso de sus hijos e hijas.
Claudia se quejó amargamente de su experiencia con la justicia mexiquense.
–Señora, disculpe… –intervino un funcionario de nombre Antonio Godoy Espino.
–Mire, si yo acepto las disculpas estoy aceptando la negligencia. Usted se oye muy caballeroso: a mí no me hable así, por mí deles indicaciones y obligue a los agentes a que vayan y busquen a Daniela. Ni siquiera una muestra de ADN nos han tomado.
–El expediente se envió a todos los estados, incluido el Distrito Federal, y solicitamos apoyo al Servicio Médico Forense para saber si estaba Daniela –recalcó Godoy.
–¿Con qué ADN? ¿Preguntan por un cuerpecito? Ni siquiera tienen datos precisos de la niña, todo lo han hecho con la única media filiación existente. No han actualizado nada para que diga: la niña tenía seis años en 2006, hoy debe decir “estamos buscando a una niña que, en 2012, tiene doce años”. ¿Dónde está la fotografía de progresión de edad? Todo el trabajo ha sido superficial y todavía quiere que acepte disculpas. Yo no vine a saludar, vine para tener a mi hija. ¿Cómo le hacemos?, porque ya son seis años. Yo ni siquiera conozco de parte suya una alternativa en la investigación.
(ZOCALO/ Sin Embargo /20/06/2014 - 10:08 PM)
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