La guerra de los Zetas, el libro de Diego Enrique Osorno.
MÉXICO,
D.F. (proceso.com.mx) Durante mi retiro en el Arca, en Francia, la
periodista Anne-Marie Mergier, durante los largos días que duró nuestra
conversación, me confesó, mientras hablábamos de la globalización del
crimen organizado y de los graves vínculos de los cárteles mexicanos con
los de Francia, que había entrevistado a Jacques Mignaux, el director
de la gendarmería.
Ese hombre, que nació en Córcega, uno de los sitios,
junto con Marsella, donde la criminalidad ha aumentado en el territorio
galo, le decía que tenía un mapa muy claro de la manera en que los
cárteles mexicanos operan, pero del que no sabía nada, por su extrema
opacidad, era del de los Zetas.
En el capítulo introductorio de La
guerra de los Zetas, Diego Enrique Osorno se hace las mismas preguntas
que el director de la gendarmería francesa no ha dejado de hacerse:
¿Quiénes son?; ¿cómo operan?, y sus preguntas se abren a todo el
imaginario que esa opacidad ha construido: “¿Son los Zetas –pregunta—la
sofisticada organización de misólogos [en] que, según el gobierno, se
convirtió aquel grupo de militares élite entrenados en Estados Unidos,
de los cuales oímos acá en la orilla del río Bravo desde 2000? ¿Un zeta
es el nombre con el que se camufla todo objetivo de la limpieza social
promovida por entes que, con diversos intereses, aprovechan esta crisis
política encubierta desde 2007 con una guerra presidencial
necropolítica?, ¿se trata de una utopía social posmoderna o de una
saudade colectiva derivada de la Guerra Fría?, ¿son los Zetas un grupo
como cualquier otro del narcotráfico nacional que sólo por casualidad
tiene la joven edad de la democracia mexicana?”.
Osorno ha ido en
busca de las respuestas. No lo ha hecho desde un cubículo confrontando
datos y consultando fuentes. “No existe –escribe después de sumergirse
en los documentos oficiales–, una versión objetiva ni unánime sobre [la
definición de los Zetas].
No hay rigor de datos ni de fechas en informes
de la Procuraduría General de la República (PGR), el Centro de
Investigación y Seguridad Nacional y (sic) el Ejército”.
Lo ha hecho,
por el contrario, como es su manera de hacer periodismo, caminando,
internándose en las zonas más peligrosas del territorio Z, siguiendo
vestigios, preguntando a la gente, a las autoridades, a la policía,
incluso a sicarios, para luego, a la manera de Alma Guillermoprieto,
mezclar la información con observaciones, análisis y reacciones
personales.
Osorno es, así, una especie de comisario Maigret del
periodismo que a lo largo de 14 reportajes por 14 de las zonas menos
documentadas de la guerra de los Zetas, nos va delineando no sólo la
manera en que este grupo opera, sino sus causas y sus vínculos con el
Estado.
Después de leerlo, de seguir con cuidado cada uno de los
relatos de sus reportajes, uno siente que estamos frente a un horror
inédito, frente a una forma nueva del totalitarismo, cuyas raíces se
hunden en el inmenso lodo de la economía y del poder. Me explico.
Si
volvemos el rostro hacia el nazismo, el sovietismo, las juntas
militares latinoamericanas, las luchas étnicas o independentistas de
África, las guerras del Medio Oriente o, para hablar de México, a la
revolución mexicana, la guerra cristera o la guerra sucia, uno se topa
con ese mismo nihilismo desesperante y atroz que corroe al México de
hoy: asesinatos masivos, fosas comunes, desapariciones, casas de
seguridad y campos de concentración, decapitaciones, desmembramientos,
tortura, esclavitud, violaciones y trata de personas.
La diferencia es
que mientras aquellas atrocidades se justificaban por principios
ideológicos –se humillaba al hombre real en nombre de una idea abstracta
sobre él–, hoy en nuestro país, se destroza y se siembra el terror en
nombre de una abstracción más peligrosa: el dominio del territorio y de
la economía.
Lo que Foucault llamó “el biopoder” o, en término de Iván
Illich, “la administración institucional de la vida humana”, es decir,
el control de los seres humanos bajo formas sofisticadas y terapéuticas
del Estado en épocas de paz: la cárcel, el manicomio, la escuela, la
medicina, el transporte, tiene ahora su correlato atroz en lo que
Osorno, citando al filósofo camerunés Achille Mbembe, llama la
“necropolítica”, cuyos instrumentos son las “máquinas de guerra”, formas
sangrientas y aterrorizantes de un control cuyo objetivo no es crear un
ser humano uniforme y dócil a dosis profundas de administración
institucional o ideológica, sino instrumentalizarlo o acotarlo en el
terror para maximizar capitales.
Las atrocidades que hoy se viven
en México no son, por lo tanto, consecuencias de las ideologías
históricas que fracasaron. Son, más bien, la expresión profunda de lo
que en su fondo guardaban y que lentamente han ido emergiendo del
subsuelo del liberalismo económico y del fin de la Guerra Fría. En este
sentido, los Zetas –un nombre que simbólicamente alude a la letra final
del abecedario, es decir, a la letra con la que concluye el universo de
sonidos con los que podemos componer una significación–, son la
expresión de la técnica puesta al servicio de lo inhumano, es decir, de
la maximización de capitales mediante la instrumentalización extrema de
todo o, para decirlos en términos menos complicados, la forma extrema de
las economías capitalistas.
Ese grupo que, nos dice Osorno, nació
en 1999 de un desprendimiento de las élites del ejército mexicano
entrenadas en Estados Unidos como asesinos de Estado, pasaron de ser
escoltas de los capos de los cárteles a una forma de Estado paralelo que
basa su control en la aniquilación y el miedo. “El negocio de los Zetas
–escribe Osorno—no es [por lo tanto] la droga, sino el control de
territorios” mediante el terror para traficar en ellos.
No estamos, por
lo tanto, ante la estructura empresarial que comercia un producto
satanizado como ilegal: la droga, sino ante una compleja maquinaria que
no sólo, como lo señala Juan Villoro al comentar el libro de Osorno,
“cobra derecho de suelo a empresarios, políticos y delincuentes
menores”, sino que bajo el sello de la violencia desmesurada, ha creado
“una subcultura del horror que fomenta todas las variantes del ilícito:
el secuestro, la trata de blancas, la piratería, los giros negros, el
narcotráfico”, la esclavitud –de la que poco se ha hablado en los
análisis políticos dedicados a ese fenómeno–.
“La ilegalidad –continúa
Villoro— prospera [así] al amparo de un clan armado cuyas complicidades
se extienden a los empresarios que lavan dinero, los presidentes
municipales que aceptaron extorsiones, los periodistas que entregan
información al crimen organizado” y policías, soldados, marinos o
funcionarios que trabajan en las estructuras del Estado para ellos.
Podríamos
decir, siguiendo el análisis de Osorno sobre “las máquinas de guerra”,
que los Zetas son una manera nueva de poder que busca arrebatarle el
monopolio de la violencia al Estado. Son extraños ejércitos de ocupación
y limpieza, semejantes a los Einsatzgruppen y a los Sonderkommandos
nazis, que forman parte de un establishment perverso como el de los
propios nazis, pero sin la legalidad de un gobierno. “[…] se conforman
–cita Osorno a Mbembe– por segmentos de hombres armados que se dividen o
se suman entre ellos, dependiendo de las tareas por realizarse y las
circunstancias”.
Poliformos y difusos, tienen una extraña capacidad de
metamorfosearse que “a veces goza de vínculos complejos con estructuras
del Estado”.
Su manera de operar, continúa Osorno, consiste en un
proceso de ocupación de cuatro fases: “La primera es la del arribo de
sicarios llamados ventanas, quienes tienen la misión de conseguir casas
de seguridad y campos de entrenamiento, equipar ambos, corromper
autoridades y ubicar posibles negocios para su organización.
El segundo
paso es establecer una red de informantes a los que llaman halcones o
águilas y pueden ser pandilleros, taxistas o hasta agentes de tránsito,
quienes deben mantenerlos informados de lo que sucede en la ciudad.
Las
otras dos etapas […] corresponden a la llegada de estacas, que es como
llama la banda a sus sicarios mejor preparados que tienen la asignación
de realizar ejecuciones de miembros contrarios, así como de perpetrar
actos de terrorismo con el fin de controlar totalmente ‘plazas’ […] La
etapa final es la del arribo de metros, que son los miembros de la
organización encargados de ‘operar’ los negocios ilícitos en las urbes
conquistadas”.
Esta manera de actuar ha hecho, primero, que en las
múltiples zonas marginadas del país muchas pandillas, destruidas en su
identidad social y humana, marginadas por la lógica del capital y
seducidas por sus ilusiones, se escuden bajo la letra Z para delinquir
autónomamente y construir un tejido social perverso, basado en el crimen
y la complicidad; segundo, que el Estado, desde que Felipe Calderón
llegó a la Presidencia, construya también, al lado de su acostumbrado
“biopoder”, y como una manera de mantener el monopolio de la violencia,
“máquinas de guerra” para combatir a los cárteles, generando un
totalitarismo sin rostro cuyo único objetivo es, como dije, la
maximización de ganancias a costa del crimen y del miedo.
La guerra de
los Zetas, parece decirnos Osorno a lo largo de sus 14 reportajes, no es
más que el espejo de la guerra de Calderón mediante la cual los
negocios ilícitos: la droga, la extorsión, la trata de personas, el
secuestro, la esclavitud, la corrupción alimentan negocios lícitos y
contraproductivos: bancos, industria armamentista, cárceles, policías,
militares y marinos. Su espantosa realidad, no es más que la expresión
no de un poder ideológico, sino de la destrucción profunda del esqueleto
moral y político de amplias franjas de la sociedad que han hecho del
poder, el terror, el dinero y la banalización de la vida el fundamento
de su miserable existencia.
¿Qué hacer frente a ello? El libro de
Osorno no lo dice. Su función es entender esta realidad que nos ha
sumido en una tragedia humanitaria sin precedentes.
Su doloroso y
dramático caminar por zonas terribles de la nación es el gesto de un
hombre valiente que decidió no ser cómplice del horror, sino
investigarlo y mostrarlo para que nos mantengamos despiertos.
“Reconocer
el horror –como lo dice Villoro citando al dramaturgo Heiner Müller– es
el primer paso para superarlo”. Jacques Mignaux, el director de la
Gendarmería francesa, encontraría en ese libro un importante material
para iluminar la opacidad con las que sus investigaciones se topan en
relación con los Zetas. Habría que hacérselo llegar.
Después de
leerlo y de haber vivido en carne propia el horror que describe; bajo
esta hora mortal que es México, vuelvo el rostro, no hacia el futuro,
sino a las hermosas y frágiles imágenes de un pasado donde la vida
guardaba su sentido: la alegría de compartir el amor con los hijos bajo
el sol, la confianza y la solidaridad que nos hacía sentir seguros de
encontrarnos con otros, las calles abiertas al paseo nocturno y la
calidez de la noche, la alegría de la fraternidad de un mundo pobre y
lleno de sentido. Eso es lo único que vale la pena y ya no es posible.
Sin embargo, es la verdad, la única que debemos preservar, conquistar y
rehacer al precio de la más alta dignidad.
/ 17 de julio de 2013)
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