CIUDAD DE MÉXICO (apro).-
Hace justamente 10 años, el 27 de marzo de 2008, el entonces presidente
@FelipeCalderon declaró a Chihuahua zona de guerra y mandó a miles de efectivos
del Ejército y la Policía Federal a combatir al narcotráfico en lo que se
conoció como el Operativo Chihuahua.
Esa declaratoria desató más
violencia, pues el Estado respondió de la misma manera que los grupos de la
delincuencia organizada. Ciudad Juárez pasó a ser la ciudad más violenta del
mundo, incluso por encima de países en conflicto declarado.
Ciudad Juárez no fue el único
teatro de operaciones. También Ojinaga, Nuevo Casas Grandes, Cuauhtémoc, la
Sierra Tarahumara y otras ciudades donde quedaron graves secuelas de esa
guerra.
Fue una guerra alimentada con
las armas que el propio gobierno de Felipe Calderón dejó pasar como parte del
Operativo Rápido y Furioso, puesto en práctica por la oficina de Alcohol,
Tabaco y Armas de Fuego de Estados Unidos para “ubicar” mejor a los
narcotraficantes.
El resultado fue una
recomposición en el control del negocio en esa zona que es la principal puerta
de entrada de droga a Estados Unidos. El cártel de Juárez tuvo que ceder ante
la incursión del cartel de Sinaloa, cuando Joaquín El Chapo Guzmán estaba prófugo
porque los gobiernos panistas de @VicenteFoxQue y del propio Calderón “no
podían” atraparlo.
El costo social de esa
recomposición económico-criminal fue altísimo, incluido para las propias
Fuerzas Armadas. Más bien, para los elementos del Ejército de mandos medios
para abajo que ahora están siendo procesados por diversos delitos, entre ellos
por graves violaciones a los derechos humanos.
El periodismo registró desde
el primer momento la violencia atroz que ese operativo estaba provocando, sin
que ahora haya dejado de contar lo que sigue pasando, a pesar del gran riesgo.
El asesinato de la periodista Miroslava Breach Velducea -está por cumplirse un
año el viernes 23-, es una prolongación de la violencia demencial que desató el
Operativo Chihuahua.
A la distancia, otros
registros están tomando forma, enriquecidos con otros lenguajes y narrativas.
El más recientes es el documental La libertad del diablo, del cineasta Everardo
González, quien desde hace 18 años, antes de que México entrara en esta larga noche
de violencia, ya había dejado testimonio de la manera en que la sociedad y el
poder político han lidiado con la inseguridad (Los ladrones viejos).
Aquella inseguridad pareciera
nostálgica a la luz de lo bestial que ha resultado la guerra a las drogas en
México. La libertad del diablo es la resistencia de aquellos mexicanos que no
pueden asumir como normal los más de 200 mil muertos, más de 40 mil
desaparecidos, miles más de desplazados, torturados y amenazados que ha dejado
esa guerra.
Es al mismo tiempo la
expresión de esa libertad que ha permitido todo eso, el de la impunidad con la
que se puede matar en México.
Es la resistencia de los
familiares de las víctimas para encontrar a los suyos, es el testimonio de
jóvenes asesinos de niños que saben que ellos mismos pudieron ser esos niños,
es la confesión de militares y policías del Estado mexicano que saben que matar
y torturar a narcotraficantes les da momentos de poder, como una forma de
reivindicar para sí el monopolio de la fuerza del Estado, sin sujeción alguna.
La guerra de Calderón
prolongada por Enrique Peña Nieto ha provocado en México auténticos actos de
barbarie, crímenes masivos como el de Allende, Coahuila, en marzo de 2011, o
masacres como las de San Fernando, Tamaulipas, en 2010 y 2011, cometidas por la
delincuencia. O la masacre de Tlatlaya por parte de militares en junio de 2014
o la desaparición de los 43 normalistas de Ayotzinapa a manos de policías que
los entregaron a la delincuencia en septiembre de ese año.
La libertad del diablo es un
doloroso testimonio para no hermanarnos en esa locura, ni de unos, ni de otros.
@jorgecarrascoa
(PROCESO/ ANÁLISIS /JORGE CARRASCO ARAIZAGA/16 MARZO,
2018)
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