La primera encuesta de
precandidatos presidenciales dio como puntero a Andrés Manuel López Obrador.
Nada nuevo. Lo que sorprende es que su diferencia con José Antonio Meade,
abanderado del partido en el poder, sea de dos a uno. Treinta y dos por ciento
contra dieciséis por ciento son los números de la fotografía tomada por la
empresa Buendía y Laredo para El Universal, que permite el parafraseo de que
algo está podrido en la campaña de Meade. La crítica que retomó fuerza es que
el precandidato no es el mejor que podría haber escogido el Presidente Enrique
Peña Nieto y que hay tiempo para sustituirlo. Los llamados parten de lo que se
ve: un candidato solo, sin arraigo ni gente en sus mítines, contrario a los
tumultos que se veían con los candidatos priistas de antaño. Pero lo que no se
ve es mucho más grave.
La campaña de Meade
ciertamente no prende emociones entre los priistas, pero no puede ser
adjudicado, cuando menos en este momento, al candidato en sí, sino al diseño de
la precampaña y a lo que está haciendo Peña Nieto con él. Para comenzar a
entender lo que sucede hay que regresar al momento en que Meade fue
seleccionado como candidato. En el pasado, cuando el Presidente era priista,
ahí se daba el cambio de mando. El rey en turno abdicaba al poder y lo
entregaba al heredero. El Presidente priista comenzaba a desaparecer del
escenario público mientras cada día tomaba más fuerza el candidato priista.
Esto no ha sucedido porque el Presidente, quizás egoístamente, no ha empoderado
a su candidato, una decisión que permea negativamente en la precampaña.
Esta decisión, por citar una
de los ejemplos más claros, le extirpó a Meade una de las facultades más
importantes del candidato, el arbitraje sobre las candidaturas a puestos de
elección popular. En el pasado, el candidato era quien palomeaba quiénes irían
a cargos importantes de elección popular, por lo que cada vez que llegaban a un
estado, se le arremolinaban quienes deseaban una candidatura para pedirle
apoyo. Muchos de los tumultos en las plazas los provocaban quienes buscaban su
favor, y proyectaban una imagen de arraigo y aceptación. Al no estar hoy en el
centro de esas decisiones, no existen aglomeraciones porque Meade no tiene
posibilidad de influir. Ningún apoyo que ofreciera, les garantizaría una candidatura.
Esta falta de empoderamiento
es lo que lo hace ver solo. No contribuye que el líder nacional del PRI,
Enrique Ochoa, le haya impuesto a un coordinador de giras. Diego Garza, quien
iba a ocupar el puesto, quedó reducido a parte del equipo colocado por Ochoa.
Al hacerlo, restándole otra herramienta de empoderamiento, Meade quedó sujeto a
la agenda que le dictan desde el partido, sin que pueda desarrollar un trabajo
estratégico de búsqueda de apoyos y construcción de redes a partir de su propio
diagnóstico y plan de acción. Él tampoco es dueño de los tiempos de la campaña
ni decide a quién ve, con quién se reúne y cuándo lo hace.
Otro problema toral en la
falta de apoyo priista a Meade obedece a la exclusión de los gobernadores de la
propia campaña. La instrucción del jefe de la campaña, Aurelio Nuño,
transmitida por Ochoa a los gobernadores, es que ellos no se involucrarían en
la contienda presidencial y tendrían que limitarse al trabajo local. La
desincorporación de la campaña presidencial del resto de las campañas deja a
Meade fuera de una estrategia integral, donde todos los candidatos y candidatas
trabajaban coordinadamente para apoyarse con votos. La única campaña donde
Meade está pudiendo hacerla de esa forma es en la Ciudad de México, donde el
candidato al gobierno local, Mikel Arriola, fue una de las pocas concesiones
que se le hicieron.
Meade tampoco tiene acceso a
los presupuestos. Cuando lo ungieron candidato llegó con varios colaboradores
muy cercanos. Uno de ellos fue Ignacio Vázquez, quien era oficial mayor en la
Secretaría de Hacienda, y a quien incorporó para que manejara los recursos. No
sucedió, ni sucederá. El dinero en la campaña no lo manejará Meade, pero
tampoco Ochoa, que también está excluido del control de los recursos. La caja
la tiene el secretario de Finanzas del PRI, Luis Nava, quien sólo responde al
Presidente Peña Nieto. Desde Los Pinos se decide, dicho de manera más cruda,
dónde, cómo y cuánto gasta Meade. En este momento, la campaña está
deshidratada.
Por todos los ángulos, la
campaña se ve escuálida y se refleja en cada momento público del candidato. No
se le puede responsabilizar realmente de las deficiencias que ha mostrado. La
estrategia de la campaña se decide en un cuarto de guerra que se reúne todos
los días en el nuevo edificio del equipo en Insurgentes, a las siete y media de
la noche, donde Meade no tiene realmente representantes. Los suyos están en el
cuarto de guerra de comunicación, que domina el equipo de Nuño, y en uno más de
voceros, que preside Javier Lozano. Es decir, su equipo ocupa segundos y
terceros niveles, pero no está en la primera línea de decisión.
Cuánto más va a seguir este
diseño de control total del Presidente en beneficio del Presidente, no se sabe
aún. Quizás empodere a Meade hasta que arranque la campaña formal a finales de
marzo. Es una incógnita que sigue marcando el deterioro de la imagen del
candidato y reforzando la percepción de que no funciona, ni él, ni su equipo,
ni la campaña misma.
rrivapañacio@ejecentral.com.mx
twitter: @rivapa
(NOROESTE/ ESTRICTAMENTE PERSONAL/ RAYMUNDO RIVA
PALACIO/ 31/01/2018 | 04:04 AM)
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