Este reportaje de ProPublica y National Geographic
relata cómo una operativo antidrogas de la DEA desató una matanza en el poblado
de Allende, Coahuila en el norte de México. Animal Político lo reproduce
íntegro con la autorización de sus autores.
Anatomía de una masacre
A plena vista de los transeúntes y no
lejos de la estación de policía, del departamento de bomberos y de un puesto
militar, los Zetas demolieron casas y comercios en Allende. Quien fuera el
alcalde durante la masacre aún vive al otro lado de la calle frente a esta
casa. Él informó al inicio que no había visto evidencia alguna de violencia.
Foto: Kirsten Luce / National Geographic. Imágenes de la edición julio 2017
José Juan Morales,
coordinador de investigadores, Subprocuraduría de Personas Desaparecidas en el
estado de Coahuila: Tenemos testimonios de personas que afirman que
participaron en el crimen. Se hablaba de alrededor de 50 camionetas que
llegaron a Allende con gente vinculada al cartel. Ingresaron a domicilios, los
saquearon, quemaron. Después de saquearlos, llevaron a las personas que vivían
en los domicilios a un rancho a las salidas de Allende.
Primero los mataron y luego
los metieron a una bodega donde había pastura, los rociaron con diésel y les
prendieron fuego. Estuvieron alimentando el fuego horas y horas.
***
Los indicios de que algo
innombrable pasó en Allende son contundentes. Cuadras enteras, en algunas de
las calles más transitadas del pueblo, yacen en ruinas. Mansiones que fueron
ostentosas hoy son cascarones desmoronados, con enormes agujeros en las
paredes, techos carbonizados, mostradores de mármol agrietados y columnas
colapsadas. Esparcidos entre los escombros quedan los vestigios raídos y
enlodados de vidas destrozadas: zapatos, invitaciones a bodas, medicamentos,
televisores, juguetes.
En marzo de 2011, el
tranquilo pueblo ganadero, de unos 23 000 habitantes y a solo 40 minutos en
auto de la frontera con Texas, fue atacado. Sicarios del cartel de los Zetas,
una de las organizaciones de narcotráfico más violentas del mundo, arrasaron
Allende y pueblos aledaños como una inundación repentina; demolieron casas y
comercios, secuestraron y mataron a docenas, posiblemente a cientos, de hombres,
mujeres y niños.
La destrucción y las
desapariciones se sucedieron erráticamente por semanas. Solo unos pocos
familiares de las víctimas — en su mayoría los que no vivían en Allende o
habían huido — se atrevieron a buscar ayuda. “Quisiera aclarar que Allende
parece zona de guerra” se lee en un informe acerca de una persona desaparecida.
La mayoría de las personas a las que les pregunté por mis familiares respondió
que no debería seguir buscándolos, porque a los de afuera no los querían y los
desaparecían”.
Pero, a diferencia de la
mayoría de los lugares en México destrozados por la guerra contra las drogas,
lo que pasó en Allende no se originó en México. Comenzó en Estados Unidos,
cuando la Administración para el Control de Drogas (DEA) logró un triunfo
inesperado. Un agente persuadió a un importante miembro de los Zetas para que
le entregara los números de identificación rastreables de los teléfonos
celulares que pertenecían a dos de los capos más buscados del cartel, Miguel
Ángel Treviño y su hermano Omar.
Entonces, la DEA se la jugó.
Compartió la información con una unidad de la policía mexicana que, por mucho
tiempo, ha tenido problemas con filtraciones de información, aunque sus
miembros habían sido entrenados y aprobados por la DEA. Casi de inmediato, los
Treviño se enteraron de que habían sido traicionados. Los hermanos planearon
vengarse de los presuntos delatores, de sus familias y de cualquiera que
tuviera un vínculo remoto con ellos.
La atrocidad en Allende fue
particularmente sorprendente, porque los Treviño no solo habían basado algunas
de sus operaciones en las cercanías — con movimientos de decenas de millones de
dólares en drogas y armas por la zona cada mes — sino que también habían hecho
del pueblo su casa.
Durante años después de la
matanza, las autoridades mexicanas solamente hicieron esfuerzos inconsistentes
para investigar. Erigieron un monumento en Allende para honrar a las víctimas,
sin determinar por completo lo que había sido de ellas ni castigar a los
responsables. Al final, autoridades estadounidenses ayudaron a México a
capturar a los Treviño, pero nunca reconocieron el costo devastador de ello. En
Allende, la gente sufrió, sobre todo en silencio, porque estaban demasiado
asustados para hablar públicamente.
Hace un año, ProPublica y
National Geographic emprendieron la labor de juntar las piezas de lo que pasó
en este pueblo del estado de Coahuila: dejar a los que sufrieron la mayor parte
del ataque, y a los que tuvieron algún papel en él, que contaran la historia en
sus propias palabras, con frecuencia con gran riesgo para sus vidas. Voces como
estas rara vez se han escuchado durante la lucha contra el narcotráfico:
funcionarios locales que abandonaron sus puestos, familias asediadas por el
cartel y por sus propios vecinos, operarios del cartel que cooperaron con la
DEA y vieron asesinados a sus amigos y familias, el fiscal estadounidense que
supervisó el caso y el agente de la DEA que lideró la investigación y quien,
como la mayoría de la gente en esta historia, tiene vínculos familiares en
ambos lados de la frontera.
Cuando le preguntaron durante
una entrevista sobre su papel en el caso, el agente, Richard Martinez se
desplomó en su silla, con lágrimas en los ojos. “¿Cómo me hizo sentir el hecho
de que la información se hubiera filtrado? Prefiero no decirlo, para ser
honesto con usted. Me gustaría dejarlo así. Prefiero no decirlo”.
LA MASACRE
Mientras caía la tarde del
viernes 18 de marzo de 2011, hordas de sicarios del cartel de los Zetas
empezaron a entrar en Allende.
Guadalupe García. Funcionaria
jubilada: Estábamos comiendo en Los Compadres y entraron dos hombres. Se notaba
que no eran de aquí. Tenían un aspecto distinto. Eran unos huercos, entre 18 y
20 años. Pidieron 50 hamburguesas para llevar. Fue entonces cuando nos dimos
cuenta de que algo pasaba y decidimos que era mejor irnos a casa.
Martín Márquez. Vendedor de
hot dogs: Empezaron a suceder cosas en la tarde. Llegaron hombres armados.
Fueron casa por casa buscando a las familias de quienes los habían traicionado.
A las 11:00 de la noche ya no había movimiento de autos en la calle. No había
movimiento de ningún tipo.
Etelvina Rodríguez. Maestra
de secundaria y esposa de la víctima Everardo Elizondo: Por lo regular, mi
marido, Everardo, llegaba a las 7 o 7:30 de la tarde. Yo lo esperaba en mi
casa. Dieron las 7, 7:30, 8, 9. Y empecé a marcarle. El teléfono estaba fuera
de servicio. Pensé que a lo mejor estaba en casa de su mamá y se le descargó la
pila. Le llamé a su mamá. Me dijo que no lo había visto y que a lo mejor andaba
por ahí con algunos amigos. Pero no tenía sentido. Él me hubiera avisado. Me
salí a buscarlo en el auto.
Se sentía un ambiente tenso.
Eran las 9 de la noche, no tan tarde para ser viernes. El pueblo estaba
completamente solo.
***
A pocos kilómetros a las
afueras del pueblo, los sicarios bajaron en varios ranchos vecinos a lo largo
de una carretera de dos carriles pobremente alumbrada. Las propiedades
pertenecían a uno de los clanes más antiguos de Allende, los Garza. La familia
se dedicaba principalmente a la ganadería y realizaba trabajos diversos, entre
ellos la minería de carbón. Pero, de acuerdo con miembros de la familia,
algunos de ellos también trabajaban para el cartel.
Ahora, estos nexos resultaban
mortíferos. Entre aquellos de quienes los Zetas sospechaban que eran soplones —
de manera equivocada, se supo más tarde — estaba José Luis Garza, Jr., un
miembro del cartel de rango relativamente bajo. Cuando las camionetas llenas de
sicarios invadieron Allende, uno de sus primeros destinos fue un rancho que
pertenecía al padre de Garza, Luis, a pocos kilómetros del pueblo, junto a una
carretera de dos carriles mal iluminada. Era el día de pago y varios
trabajadores habían ido al rancho por su dinero. Cuando aparecieron los
sicarios, tomaron como rehén a todo aquel que encontraron. Al anochecer, las
llamas empezaron a alzarse desde uno de los grandes almacenes de bloques de
cemento del rancho, donde el cartel quemó los cuerpos de los muertos.
Sarah Angelita Lira.
Farmacéutica y esposa de la víctima Rodolfo Garza, Jr.: Llegó mi marido,
Rodolfo. Me dijo: ‘Me duele muchísimo la cabeza, me voy a bañar’. Estaba
totalmente cubierto de polvo porque estaba abriendo una nueva mina de carbón.
Después de un rato empezó a sonar su teléfono. Yo pensaba que había ido a
acostarse, pero salió del dormitorio, totalmente vestido, y me miró a los ojos
de una forma que nunca había visto antes. ‘No salgas de la casa — me dijo. Está
sucediendo algo. No sé qué es, pero no salgas de la casa. Voy y vuelvo.’
Poco después, me llamó: ‘Sal
de la casa — dijo. Y no te vayas en nuestra camioneta.’ Me dijo que le pidiera
a mi primo que nos llevara a casa de mi madre a nuestra hija, Sofía, y a mí.
El rancho de su tío Luis
estaba en llamas. Y había muchos hombres armados en la entrada. Su hermana no
contestaba su teléfono. Su padre tampoco contestaba. Rodolfo mandó a uno de sus
obreros, Pilo, al portón a ver qué pasaba. Pilo había sido militar. Los hombres
abrieron. Pilo entró, pero nunca salió.
Rodolfo estaba inconsolable. No
encontraba a sus padres. No encontraba a su hermana. Y ahora su mejor empleado
había desaparecido. Me dijo que iba a intentar entrar al rancho por la parte
trasera.
Unos minutos más tarde, llamó
otra vez. Hablaba tan bajo que casi no podía oírlo. Me dijo: ‘Sálganse de
Allende. Dile a tu prima que te lleve a Eagle Pass. No hagas maletas. Váyanse
nomás.’
Evaristo Treviño (sin
relación con los jefes de los Zetas). Ex jefe de bomberos: Oficiales a mi cargo
respondieron a reportes de un incendio en uno de los ranchos de los Garza.
Hablamos de menos de tres kilómetros desde Allende. Aparentemente se celebraba
un convivio de la familia Garza. Entre los primeros que acudieron al lugar
había bomberos con una máquina de apoyo. Se percataron de que había personas conectadas
con el crimen organizado, las cuales les indicaron, de forma muy vulgar y a
punta de pistola, que se retiraran. Dijeron que iba a haber muchos incidentes.
Que íbamos a recibir muchas llamadas de emergencia sobre balaceras, incendios y
cosas así. Nos dijeron que no teníamos autorización para responder.
En mi papel como jefe de
bomberos, lo que hice fue avisar a mi superior, quien, en este caso, era el
alcalde. Le dije que encarábamos una situación imposible y que lo único que
podíamos hacer era mantenernos al margen por la amenaza que también enfrentábamos.
Había demasiados hombres armados. Temíamos por nuestras vidas. No podíamos
responder a las balas con agua.
***
Desde Allende, los sicarios
avanzaron hacia el norte a lo largo de un paisaje llano y seco, acorralando a
gente mientras cubrían los 55 kilómetros hasta la ciudad de Piedras Negras, una
extensión mugrienta de fábricas ensambladoras sobre el río Bravo. Los atacantes
condujeron a muchas de sus víctimas hasta el rancho de los Garza, incluyendo a
Gerardo Heath, jugador de futbol de secundaria de 15 años, y Édgar Ávila, de 36
años e ingeniero en una fábrica. Ninguno de los dos tenía nada que ver con el
cartel o con la gente que el cartel creía que trabajaba con la DEA. Solo
estaban ahí.
Claudia Sánchez. Directora de
asuntos culturales y madre de la víctima Gerardo Heath: Estaba empacando porque
nos íbamos a San Antonio a las cinco de la mañana para ir a un partido de
futbol. Gerardo iba a jugar, así que teníamos que estar ahí temprano. Gerardo y
su hermana hacían tonterías afuera. Me asomé por la ventana y vi que llegaban
dos amigos de Gerardo en coche. Eran nuestros vecinos.
Gerardo entró y me preguntó
si podía ir con sus amigos. Le contesté: ‘No, Gerardo. Tenemos que empacar.’ Lo
siguiente que supe fue que Gerardo traía puesta la ropa que le habíamos
comprado por su cumpleaños. Acababa de cumplir 15. Su camisa era azul y hacía
juego con sus ojos. Me dijo: ‘Anda, mamá. No me tardo.’
Le dije: ‘Está bien, Gerardo.
No tardes.’
Alrededor de las 10 de
aquella noche, mi marido llamó al celular de Gerardo para saber a qué hora
volvería a casa. Gerardo no respondió. Mi marido llamó otra vez. Nada. Poco
después tocaron a la puerta. Eran amigos de Gerardo, de la escuela. Parecían
aterrorizados. Les pregunté: ‘¿Qué pasa? ¿Dónde está Gerardo?’
Los muchachos dijeron: ‘Se lo
llevaron.’
Pregunté: ‘¿De qué están
hablando? ¿Quién se lo llevó?.’
Los muchachos dijeron que
vieron a Gerardo y a nuestros vecinos frente a la casa de ellos. Llegó una
camioneta llena de hombres armados. Los hombres subieron a los vecinos y a
Gerardo a la camioneta y se fueron. Los muchachos no reconocieron a los
hombres. Y, como tenían armas, no se atrevieron a decir nada.
Unos minutos después llamamos
al alcalde de Piedras Negras. Estaba en una boda. Nos dijo que se sentía
terrible por lo que nos había pasado, pero que no había nada que él pudiera
hacer. Ni una sola patrulla llegó.
María Eugenia Vela. Abogada y
esposa de la víctima Édgar Ávila: Estaba en el trabajo, esperando a que el juez
firmara unos proyectos de sentencia que yo había escrito, cuando me habló Édgar
para decirme que Toño, su amigo, lo había invitado a ver un partido de futbol.
Yo estaba embarazada y, cuando llegué a casa, me sentía muy cansada. Édgar le
había dado de cenar a nuestra hija y la bañó. Le pedí que me comprara empanadas
antes de irse. Me las trajo y me dio un beso.
No fue sino hasta que me
desperté, a las 2 de la mañana, que me di cuenta de que no estaba Édgar. No
entraba ninguna de mis llamadas. Me dije: ‘Qué raro que Édgar no me haya
hablado.’ Édgar siempre me hablaba.
Me quedé en un sillón
esperándolo el resto de la noche, hasta alrededor de las 6:30 de la mañana.
Entonces llamé a mi hermana. Le dije que Édgar no había llegado a casa.
Entonces ella vino a mi casa y, en pijama, fui con ella y mi cuñado a casa de
Toño. No había nadie, pero había signos de violencia. Estaba todo tirado.
***
A la mañana siguiente, sábado
19 de marzo, los sicarios llamaron a varios operarios de maquinaria pesada y
les ordenaron demoler docenas de casas y comercios en toda la zona. Muchas de
las propiedades fueron saqueadas a plena luz del día, en colonias prósperas y
transitadas, a la vista no solo de transeúntes, sino cerca de oficinas
gubernamentales, jefaturas de policía y puestos militares. Los sicarios
invitaron a la gente del pueblo a tomar lo que quisiera, desencadenando una ola
de saqueos.
Los registros del gobierno
obtenidos por ProPublica y National Geographic indican que a las autoridades
estatales encargadas de responder ante emergencias les llovieron unas 250
llamadas de personas que reportaban disturbios, incendios, riñas e “invasiones
a hogares” por toda la zona. Los entrevistados señalaron que nadie acudió a
ayudar.
Rodríguez. Esposa de una de
las víctimas: El sábado empezó todo. Empiezan a tronar casas. Empieza a entrar
la gente, a saquear, y todo lo que yo podía pensar era dónde podría estar Everardo.
Todo el sábado lo pasé buscándolo y llamando a la gente para preguntar: ‘¿Qué
has sabido?.’
Una persona me dijo: ‘Vi a
hombres armados.’ Otra me dijo: ‘Las bodegas se siguen quemando. El humo es muy
negro, es como si estuvieran quemando llantas. Es un humo muy negro,
espantoso.’
Recibí una llamada de un
hombre que trabajaba con mi marido. Mi marido criaba gallos de pelea. En esta
región, las peleas de gallos son muy populares. Él trabajaba para José Luis
Garza, pero no de tiempo completo. Solo iba en las mañanas y en las tardes a
alimentar a los animales.
El hombre me dijo: ‘Las cosas
están muy feas ahí en el rancho. No sabemos qué pasó con toda la gente.’ Yo
pregunté: ‘¿Cómo que qué pasó con la gente? ¿Cuál gente?.’
Dijo que varios de los que trabajaban
con mi marido no habían llegado a sus casas en la noche. Uno andaba con el
tractor. Otro andaba regando. Y nadie regresó a sus casas.
Le pregunté: ‘¿Pues qué
hacemos? Vamos a buscarlos.’ Me dijo: ‘Ni te acerques para allá, porque te
llevan a ti también.’
Pasó algo que se me quedó
aquí, esa imagen de cómo la gente entró a las forrajeras y sacaban los costales
de alimento para los animales, hasta los pericos, traían las jaulas. Traían
lámparas y juegos de comedor.
A mí, la imagen que se me
quedó muy grabada fue de una motocicleta pequeña en la que, atrás del que
manejaba, iba una señora. La mujer había convertido una sábana en morral. La
traía así como tipo Santa Claus, a un lado, llena de cosas. Y del otro lado, en
la mano llevaba una lámpara. Y así iban en la moto, no podían equilibrarse,
parecía que se iban a caer, pero ellos felices, porque ya llevaban no sé qué
tantas cosas.
Márquez. Vendedor de hot
dogs: Dos amigos míos se dedicaban a recolectar y vender chatarra. Se dieron
cuenta de que el rancho estaba en llamas y los dueños ya se habían ido. Así que
fueron — el papá y su hijo — para ver si había algo de valor para cargar.
Vieron una freeza [un congelador] al lado de la carretera, una freeza grande. Y
la quisieron mover. Pero estaba muy pesada. Y el padre dijo: ‘Ven ayúdame,
vamos a echarla pa’rriba.’ La abrieron y había dos cuerpos ahí adentro.
Huyeron.
Evaristo Rodríguez.
Veterinario y vicealcalde de Allende en aquella época: Se reunió todo el
consejo municipal, no formalmente, solo estábamos reunidos: el alcalde, todos
los regidores, el director de seguridad pública también. Y pues sí, había
muchas preguntas. Lo principal: ‘¿Qué está pasando?.’ Pero todo el mundo quería
saber, sobre todo, el porqué de las cosas. Ya todos sabíamos que había una
balacera y algunos casos de desaparecidos y muertos.
Sí se preguntó mucho qué
hacíamos, pero nadie quería hacerse cargo. Uno de los regidores incluso dijo:
‘Oye, pues vámonos de aquí, de la presidencia, no vaya a ser que vengan por
nosotros.’
No me quería sentir héroe,
pero sí quería que al menos nos quedáramos en nuestras oficinas para que la
gente viera que no la habíamos abandonado. Pero todos los funcionarios querían
irse. Todos se enfocaron en sus propias familias.
Con todo lo que estábamos
viviendo, desconfiábamos de todos. Nos dábamos cuenta de que había una
situación de doble gobierno; no sé si me explico: el gobierno oficial de
Coahuila y lo que es la delincuencia, que tenía el mando. Sabíamos que la
policía ya estaba infiltrada.
El director de seguridad
pública nos comentó: ‘Es algo entre ellos.’ No dijo nada más. No hacía falta.
Yo entendí: ‘No investiguen y no se metan, o ya verán.’
Anatomía de una masacre
A plena vista de los
transeúntes y no lejos de la estación de policía, del departamento de bomberos
y de un puesto militar, los Zetas demolieron casas y comercios en Allende.
Quien fuera el alcalde durante la masacre aún vive al otro lado de la calle
frente a esta casa. Él informó al inicio que no había visto evidencia alguna de
violencia. Foto: Kirsten Luce / National Geographic. Imágenes de la edición
julio 2017
Lira. Esposa de una de las
víctimas: La última llamada con Rodolfo fue al cuarto para las 12. Sonaba
agotado. Todavía no sabía nada de sus padres. Le dije que había hecho todo lo
que podía por ellos y que ahora era tiempo de pensar en Sofía y en mí. Le rogué
que viniera a Eagle Pass con nosotros. Él dijo: ‘Bueno, ahí voy.’
Nunca más escuché de él.
Sánchez. Madre de una de las
víctimas: No hay un manual que te diga cómo actuar cuando alguien te arrebata
un hijo. No hay un primer paso. Te vuelves loca. Quieres correr, pero no sabes
adónde. Quieres gritar, pero no sabes si alguien está escuchando. Uno de mis
primos sugirió que lo pusiera en Facebook. Así que escribí: ‘Devuélvanme a mi
hijo. Si alguien sabe dónde está, tráiganmelo de vuelta.’
Vela. Esposa de una de las
víctimas: ¿Cómo puedo explicar lo que sentí? Era como si aquel día me hubieran
secuestrado a mí también. De alguna manera, yo también morí. Mataron el futuro
que teníamos, los planes, los sueños, las ilusiones, la paz, todo. En aquella
época había vivido más tiempo con Édgar del que había vivido sin él. Solamente
piense usted en esto. Además, estaba embarazada, no podía tomar ni un tranquilizante.
Tenía que intentar mantenerme ecuánime, muy tranquila, pero llegaba a mi casa y
sentía que se me caía encima. No encontraba dónde sentarme sin sentir que las
paredes se me caían. No alcanzaba a comprender. Fíjese, a pesar de ser abogada,
no alcanzaba a comprender qué había pasado.
***
Anatomía de una masacre
Muchas de las víctimas fueron
traídas a un rancho en las afueras de Allende, propiedad de la familia Garza.
Se acusa al cartel de convertir este almacén, que contenía enseres y comida
para animales, en un incinerador de cadáveres. Cenizas, un rosario, y lo que
parecen ser hebillas de cinturones descansan en el carbonizado suelo de
concreto. Foto: Kirsten Luce / National Geographic. Imágenes de la edición
julio 2017
EL OPERATIVO
Unos meses antes, en las
afueras de Dallas, la DEA había lanzado el operativo Too Legit to Quit
[Demasiado Legítimo para Rendirse], después de unas redadas que tuvieron
resultados sorprendentes. En una, la policía había encontrado 802,000 dólares
en efectivo, empacados al vacío y escondidos en el tanque de gasolina de una
camioneta. El conductor dijo que trabajaba para un tipo al que solo conocía
como El Diablo.
Después de más detenciones,
el agente Richard Martinez, de la DEA, y el fiscal federal adjunto Ernest
Gonzalez identificaron a El Diablo como Jose Vasquez, Jr., de 30 años, un
nativo de Dallas que había empezado a vender droga cuando estaba en la
secundaria y que entonces era el distribuidor de cocaína más importante de los
Zetas en el este de Texas, donde movía camiones llenos de drogas, armas y
dinero cada mes.
Mientras se completaban los
preparativos para detenerlo, Vasquez se fugó por la frontera hacia Allende,
donde buscó protección de los miembros del círculo interno del cartel.
Pero Martinez y Gonzalez vieron
en su huida una oportunidad. Si podían persuadir a Vasquez para que cooperara
con ellos, les daría acceso a los altos rangos de un cartel, que era
notoriamente impenetrable, y la posibilidad de capturar a sus jefes,
especialmente a los Treviño, conocidos como Z-40 y Z-42, que habían dejado un
sendero de cadáveres en su escalada a la cima de la lista de los más buscados
por la DEA. Miguel Ángel Treviño era conocido como Z-40 y Omar como Z-42.
Lo que Martinez quería eran
los PIN (números de identificación personal) rastreables de los teléfonos
Blackberry de los Treviño. Vasquez, después de huir, le había dado al agente
una amplia ventaja. Su mujer y su madre todavía vivían en Texas.
Jose Vasquez, Jr. Operario
convicto de los Zetas: Mi mujer me llama como a las 6 de la mañana. Me dice:
‘Oye, la casa está rodeada.’
Le pregunté: ‘¿Qué quieres
decir con que está rodeada?.’
Contestó: ‘Sí, hay mucha
policía afuera.’
Le dije: ‘Pues, escucha,
probablemente te van a detener. Déjame llamar [a mi abogado]. Sobre todo, no
les digas nada. Intenta relajarte nomás. Te sacaremos con una fianza.’
Le dije: ‘Destruye los
teléfonos.’ En la casa teníamos inodoros que descargaban con mucha fuerza, así
que los rompió y los tiró al escusado.
Entonces me llamó Richard
[Martinez] desde allí. Me puso en el altavoz, para que mi mujer pudiera
escuchar.
Me advirtió que la iba a
detener. Pensé que era un engaño, así que le dije: ‘Haz lo que tengas que
hacer.’
Ernest Gonzalez. Fiscal
federal adjunto: Al principio, lo único que queríamos era que Jose se rindiera
y cooperara, para que nos explicara la estructura de la organización de los
Zetas. Creo que esto nos habría aplacado en aquel momento, porque realmente no
sabíamos cuán cerca estaba — cuán próximo era — de Miguel y Omar. No sabíamos —
hasta que empezó a decir con quién hablaba, con quién se veía — lo que estaban
haciendo. Fue entonces cuando nuestra perspectiva de lo que podríamos hacer, y
cómo, empezó a cambiar. Empezamos a idear planes para capturarlos.
Cuando Jose no se entregó y
vimos que estaba dispuesto a sacrificar a su esposa, supimos que teníamos que
apretar las tuercas aún más, o presionarlo más.
Richard le dijo: ‘Se van a
presentar cargos contra tu madre.’
Vasquez. Operario convicto de
los Zetas: Le dije: ‘Hombre, oye, me voy ahorita mismo a la frontera, cruzo y
me entrego. No peleo para nada. Firmaré todos tus papeles de incautación. Dame
cadena perpetua. Tira la llave a la basura. No me importa. Pero deja a mi mujer
en paz. Deja a mi madre en paz.’
Él dijo: ‘Oye, la única forma
en que tu mujer no vaya a la cárcel, que tu madre no vaya a la cárcel, es si
cooperas con nosotros.’
Le contesté: ‘Richard, no
quiero cooperar, hombre. Esto va a traer muchos muertos.’
Él dijo: ‘Lo único que tengo
que decirte es que, si no cooperas, ellas van a ir a la cárcel contigo.’
Le pregunté a Richard: ‘¿Qué
quieres?.’
Richard Martinez. Agente de
la DEA: Yo quería los números. Buscábamos capturar a los líderes de los Zetas.
Pensé que estos números nos daban la mejor oportunidad de dar con ellos.
A la hora de la verdad,
muchos de estos tipos huyen de Estados Unidos. Pero, si creciste aquí, todavía
es Estados Unidos, el mejor país del mundo. Todavía quieres volver algún día.
Si tu familia está aquí, quieres estar con ellos. Pensé que, una vez que Jose
se diera cuenta de que la fiesta se había acabado, iba a hacer lo necesario
para ayudarnos. Yo iba a empujarlo para que lo hiciera mientras tuviera la
oportunidad.
Esto nos desvía del tema,
pero me acuerdo de cuando iba a México de niño. Mi mamá es de allá, de
Monterrey. He estado en Coahuila. Tengo familia en Coahuila. No puedes volver
ahora. Es triste decirlo, pero no puedes ir por esos caminos rurales. Me
encantaría que mi familia regresara, pero no puede.
Vi esos números como una
llave. Son muy significativos. Los vi como una oportunidad para detener el
reinado de Miguel Ángel y Omar Treviño.
Gonzalez. Fiscal federal
adjunto: Era algo personal, totalmente. Era importante por mi origen, por mi
herencia personal y por el conocimiento de lo que [los Zetas] le estaban
haciendo a México. Pasaba los veranos con mis abuelos en ese país. Tenían
granjas y ranchos. Disfruté mi juventud en México. Esta organización estaba
destruyendo todo eso con su avaricia y violencia.
***
Para evitar la captura, los
Zetas hicieron que su lugarteniente más cercano en Coahuila, Mario Alfonso
“Poncho” Cuéllar, les diera celulares nuevos cada tres o cuatro semanas.
Cuéllar le asignó la tarea de comprar teléfonos nuevos a su mano derecha,
Héctor Moreno.
Ante la presión de obtener
los PIN de los teléfonos, Vasquez recurrió a Moreno, utilizando información que
él manejaba. Fue Gilberto, hermano de Moreno, quien había sido sorprendido al
volante del camión con 802, 000 dólares en el tanque de gasolina. Con 20 años
de prisión por delante, Gilberto había confesado que trabajaba para los Zetas y
que el efectivo pertenecía a los hermanos Treviño.
Vasquez organizó que su
abogado en Dallas representara a Gilberto y le prometió que no dejaría que
nadie en el cartel supiera de las declaraciones incriminadoras de Gilberto.
Moreno le devolvió el favor a Vasquez al aceptar conseguirle los números. Pero,
llegado el momento, Moreno lo reconsideró.
Héctor Moreno. Exoperario de
los Zetas: Los Zetas controlaban todo. Hacían lo que querían. Cuando los
soldados iban a una zona, alguien del ejército nos avisaba con antelación.
A veces llegaban aviones
llenos de policías federales, con 200 oficiales, pero recibíamos una llamada
una semana antes: ‘¿Almacenan algo en tal o cual casa?.’
Respondíamos: ‘No, no hay
nada ahí.’
Decían: ‘Qué bueno, porque
hay una orden de cateo para ese lugar y los agentes van a llegar el jueves.’
El gobierno nos dijo todo.
Así sabía que, si el gobierno conseguía esos números, los Zetas se iban a
enterar.
Vasquez. Operario convicto de
los Zetas: El día que Héctor me iba a dar los números, le llamé. Me dijo:
‘Conseguí los números, pero los tiré.’
Le dije: ‘¿Qué pasó? Dijiste
que me los ibas a dar.’
Me contestó: ‘Estos números
nos pueden meter en muchos problemas, así que los eché por la ventana.’
Le dije: ‘Tengo a estos tipos
esperándome. Les prometí que les iba a dar los números. ¿Y mi familia?.’
Después de un rato lo
convencí de que regresáramos al camino donde los había tirado. Lo recorrimos de
arriba abajo por cerca de una hora o dos hasta que encontramos el trozo de
papel.
Conseguí todos los números:
el de 40 y 42, y de todos ellos. No sabía lo que iban a hacer con ellos. Pensé
que iban a intentar interceptarlos o algo así. Nunca pensé que iban a mandar
los números de vuelta a México. Les dije que no hicieran eso, porque iban a
causar la muerte de mucha gente. No solo eso, yo todavía estaba allí. Todavía
andaba con esa gente. Me dijeron que no lo harían. Richard me dijo que tenía
que confiar en él.
***
LA OCUPACION
La gente de Allende no era
ajena a la ilegalidad. Por su proximidad a la frontera norte — los vecinos
hacen sus compras de fin de semana en el centro comercial de Eagle Pass, Texas
— hacía mucho que familias dedicadas al contrabando vivían tranquilamente en la
comunidad. Sin embargo, para 2007, los Zetas se establecieron ahí con el dinero
y la fuerza de una ocupación hostil. Eliminaron a rivales, tomaron el control
de agencias gubernamentales importantes, convirtieron a la policía local en su
secuaz y transformaron la región en un refugio para todo tipo de criminales.
Se asimilaron a la sociedad,
casándose con miembros de familias locales o asociándose con ellos. Algunos
lugareños se unieron a las filas del cartel, incluyendo a varios miembros de un
prominente clan de rancheros y mineros, los Garza.
Carlos Osuna. Empresario
retirado y organizador para el Partido Acción Nacional: La violencia que
estalló aquí en 2011 no sucedió de un día para otro. Ya había narcotráfico
desde hacía mucho. Y, por largo tiempo, solo había un jefe, llamado Vicente
Lafuente Guereca. Todos sabían quién era y a qué se dedicaba. Pero había
respeto mutuo. Él respetaba a la sociedad y la sociedad lo respetaba. Y, en ese
tenor, la vida seguía con cierta normalidad. Las drogas pasaban, pero la
sociedad no intervenía. Y Lafuente no intervenía con el gobierno ni con la
sociedad civil. No había secuestros. No había nada de eso.
Pero la coexistencia pacífica
acabó cuando asesinaron a Lafuente.
Moreno. Exoperario de los Zetas:
Cuando llegaron los Zetas, reclutaron a todos para que trabajaran con ellos.
Todos los narcos de la región tenían que trabajar para los Zetas. Ya no había
grupos independientes. Antes de que llegaran, Coahuila había sido una especie
de libre mercado. Quien quisiera podía operar ahí. Los Tejas [banda con base en
Nuevo Laredo] estaban ahí. El Chapo [Joaquín Guzmán, cabeza del cartel de
Sinaloa] estaba ahí. Estaba abierto de par en par. Pero llegaron los Zetas y
mataron a Omar Rubio, de los Tejas. Mataron a Vicente Lafuente y a unas pocas
personas importantes más. Y todo el que quedó se les unió.
Mi familia había vivido en la
región por mucho tiempo. Del lado de mi mamá tenía familiares que dirigían
funerarias y ferreterías. Del lado de mi papá tenían ranchos. Pero la verdad es
que nada de eso daba tanto dinero como el tráfico de drogas. Por eso me
involucré.
Ángel Humberto García. Médico
y exlegislador: Cuando fui miembro del Congreso, los agricultores y rancheros
de Allende empezaron a venir a verme. Estaban aterrados porque sus vidas eran
amenazadas. Dijeron que los criminales se habían apoderado de sus propiedades.
Algunos me contaron que la única manera en que podían entrar a su propia tierra
era si les pedían permiso a los criminales.
Uno de ellos era José Piña.
Me comentó que había pedido ayuda a la policía y le dijeron que no podían hacer
nada. Había un puesto de control militar a pocos metros de su propiedad, así
que le pregunté: ‘¿Y los soldados?.’ Me contestó: ‘Les he dicho a los soldados
y nada.’ Pregunté: ‘¿Qué quiere decir con nada?.’ Dijo: ‘No van a hacer nada.’
Indicó que [los Zetas] le
habían ofrecido dinero por su rancho, pero no lo iba a tomar. Se había quejado
con el presidente municipal y el gobernador, pero no conseguía que nadie lo
escuchara. Así que vino a mí y me dio una carta escrita a mano para el
presidente.
Dos días después, el señor
Piña estaba muerto.
***
El diario mexicano El
Universal publicó un artículo sobre el asesinato en 2009. Informó que el cuerpo
de Piña, hallado detrás de una escuela primaria católica, estaba tan lleno de
balas que parecía que había sido “cosido a balazos”. El texto decía que le
habían cortado la lengua y los dedos, uno de los cuales se lo habían metido en
la boca. Los asesinos dejaron una nota escrita: “Nosotros no nos metemos con
ustedes, ustedes no se metan con nosotros”.
Moreno. Exoperario de los Zetas:
Los Zetas mataron a Piña porque su rancho estaba ubicado en el río Bravo. Tanto
40 como 42 solían pasar por ahí a diario. Dejaban el portón abierto y entonces
su ganado se escapaba. Se quejó al respecto con los militares. Los soldados les
dijeron a los Zetas y por eso fueron y lo mataron.
Ricardo Treviño (no tiene
parentesco con los líderes de los Zetas). Expresidente municipal de Allende:
Una noche [los Zetas] golpearon a mi hijo. Fue muy feo. Tenía moretones en todo
el cuerpo. Tenía la cara hinchada. Le pusieron una ametralladora en la cabeza y
amenazaron con dispararle. Había estado tomando con unos amigos. Se detuvieron
en una gasolinería. [Los Zetas] lo golpearon ahí, en frente de la policía.
Fui a la policía y pregunté:
‘¿Por qué por que chingados permitieron que estos cabrones golpearan a mi
hijo?.’ Tomé las llaves de sus patrullas. Les dije: ‘¿De qué sirve tener
oficiales en las calles si no van a proteger a la gente?.’
Me dijeron: ‘No podemos con
ellos. Nos matan si tratamos de detenerlos. Traen muchas armas.’
Más tarde salí, me puse a
tomar demasiado. Cuando caminaba hacia mi auto, vi a algunos policías cerca.
Les grité: ‘Díganle al jefe [de los Zetas] que lo quiero ver.’
Al día siguiente, mientras
hacía unas diligencias en el pueblo, vi una hilera de autos que venía hacia mí.
Los autos frenaron frente a mí. ‘El jefe quiere hablar con usted.’ Me llevaron
a uno de los autos. Entré junto al conductor. Era 42.
Preguntó: ‘¿En qué le puedo
servir, señor alcalde?.’
Le dije: ‘Escuche, ¿cómo se
sentiría si alguien le partiera la madre a su hijo? ¿No se encabronaría?.’
‘Por supuesto,’ respondió.
‘Pues estoy encabronado — le
dije. Ustedes piensan que son muy cabrones porque tienen armas y no hay nada
que podamos hacer. Puede que tenga razón. Pero en lo que a mi familia se
refiere, si quiere tocar a alguien, viene conmigo. Si quiere matar a alguien,
máteme a mí.’
Dijo: ‘No lo voy a matar.
Usted no es mi enemigo, siempre y cuando se ocupe de sus asuntos y nos deje
encargarnos de los nuestros. Pero, por favor, mantenga a su hijo en casa por la
noche. Si quiere beber con sus amigos, que lo haga en casa. La noche es
nuestra.’
Fernando Purón. Presidente
municipal de Piedras Negras: Hubo un punto en el que empezamos a ver señales de
que [los Zetas] habían empezado una especie de toma hegemónica de todas las
actividades comerciales. Además del tráfico de drogas y de armas, echaron a
andar compañías y negocios en el sector de servicios, en bienes raíces, en la
construcción.
Por ejemplo, empezaron a
operar casas de cambio en la frontera, para cambiar dólares por pesos. Montaron
conciertos y bailes. Abrieron restaurantes, bares y zonas rojas. Se metieron en
la compraventa de autos usados. Luego fueron por negocios más grandes.
Empezaron a construir centros comerciales, hoteles y casinos.
Y empezaron a vivir aquí.
Después de un tiempo, sus hijos empezaron a asistir a las escuelas con nuestros
hijos.
No crea que vivían en las
afueras o en algún rancho al margen de la ciudad. Vivían justo aquí, frente al
ayuntamiento. De hecho, desde este balcón puedo señalarle una de las casas en
las que vivían.
Todos les tenían miedo. Los
Zetas eran más fuertes que el gobierno, ¿entiende? Eran más fuertes
económicamente. Mejor organizados. Estaban mejor armados. Todos les tenían
miedo y, los que no, habían sido comprados.
Osuna. Empresario retirado y
organizador para el Partido Acción Nacional: El mayor efecto en la sociedad fue
en nuestra sensación de libertad. Ya no podía ir a mi rancho, o incluso a la
esquina, sin miedo de que alguien me confundiera con alguien más y me golpeara,
o peor. Esa pérdida fue lo que más sentimos.
Y entonces, incluso si no
estábamos involucrados [con el cartel], establecían vínculos con nuestras
familias. Uno de ellos se casaba con una prima o hija de un amigo cercano, y de
repente estaban en las mismas fiestas o cenas de Navidad.
Al principio solo nos
quedábamos callados por miedo. Pero, por desgracia, el tráfico de drogas trae
mucho dinero. Y nos gusta el dinero. Así que estos tipos se aparecen con él y
empiezan a desparramarlo, y, antes de que uno se dé cuenta, son miembros del
Club de Leones.
No era difícil darse cuenta.
Somos una comunidad pequeña. Todos conocemos el nivel de ingresos de todos. Así
que cuando alguien vive con 1 000 pesos un día y con tres millones de pesos al
siguiente, dices espérate, algo está pasando. Desafortunadamente, todos lo
aceptamos.
***
LA FILTRACIÓN
Alrededor de tres semanas
después de que Vasquez le diera los números PIN a la DEA, los jefes del cartel
recibieron la noticia de que uno de los suyos los había traicionado y lanzaron
una ola de venganza.
Fuentes oficiales cercanas al
caso dijeron que un supervisor de la DEA en Ciudad de México compartió
información relacionada con los números con una unidad de la policía federal
mexicana conocida como Unidad de Investigaciones Sensibles, cuyos agentes habían
sido entrenados y examinados por la DEA. A pesar de ello, tenía un pobre
historial manteniendo información fuera de las manos de delincuentes. Un
oficial de la unidad, dijeron las fuentes, fue el responsable de la filtración.
Cuando ocurrieron los hechos, los jefes de la unidad no respondieron a
múltiples solicitudes de entrevistas.
Sin embargo, a principios de
este año, uno de los supervisores de la unidad, Iván Reyes Arzate, se entregó a
las autoridades federales estadounidenses para enfrentar cargos por compartir
información sobre las investigaciones de la DEA con narcotraficantes. No queda
claro si Reyes fue la fuente de la filtración en el caso de Allende.
No fue difícil para los Zetas
reducir la lista de delatores bajo sospecha, porque muy poca gente tenía acceso
a sus números PIN. Entre ellos estaban Mario Alfonso “Poncho” Cuéllar, el
lugarteniente más importante de los Treviño en Coahuila, y Héctor Moreno, mano
derecha de Cuéllar.
Sin decírselo a Cuéllar,
Moreno le había dado los números PIN a Vasquez. Le estaba devolviendo un favor.
El hermano de Moreno, Gilberto, era el conductor del camión que había sido
detenido con 802,000 dólares en el tanque de gasolina. Frente a la posibilidad
de pasar 20 años en prisión, Gilberto había confesado que trabajaba para los
Zetas y que el dinero pertenecía a los Treviño. Vasquez había arreglado que su
abogado representara a Gilberto y prometió que impediría que nadie más del
cartel supiera sobre sus declaraciones incriminatorias.
Mario Alfonso “Poncho”
Cuéllar. Operario convicto de los Zetas: ¿Cómo sabía que había bronca? Porque
yo tenía 596 kilos de cocaína del cartel y 40 mandó a un tipo para quitármelos.
Esto era algo que les había visto hacer muchas veces. Cada vez que 40 planeaba
matar a alguien en la organización, primero se aseguraba de recuperar su
mercancía.
Me mandó una foto de sí
mismo, cubierto con dibujos de sapos. Al pie de la foto escribió: ‘Mira, güey,
me balacearon por los pinches sapos.’ Sapos es la palabra que utilizan para los
soplones.
Llamé a 40 y le pregunté:
‘¿Oye, qué onda con eso?.’ No respondió. Lo único que me dijo fue: ‘Necesito
verte. ¿Dónde vas a estar más tarde?.’
Le dije que iba a estar en
las carreras de caballos. Pero no fui. Llamé a gente mía y les pedí que
checaran qué pasaba allí. Después de llegar, me llamaron y me dijeron ‘Estás
fregado.’ Uno de los hombres de 40 estaba allí, mentándome la madre porque no
había ido. Ahí supe que me tenía que ir.
Empecé a llamar a toda mi
gente, les dije: ‘Sálganse, que hay bronca.’ Ninguno de ellos me hizo caso,
desafortunadamente. Cuando 40 no pudo encontrarme, fue por ellos.
Vasquez. Operario convicto de
los Zetas: Héctor [Moreno] me llamó y me dijo que se venía un desmadre
infernal. Me preguntó qué había hecho con los números. Le dije que se los había
entregado a la DEA. Me dijo: ‘Algo está pasando. De alguna manera, los Zetas se
enteraron.’
Le llamé a Richard [Martinez]
y le pregunté: ‘¿Qué hiciste con los números?.’ Contestó: ‘Hombre, los mandaron
a México.’
Le dije: ‘Hombre, ¿cómo
dejaste que eso pasara? Te dije lo que iba a pasar si esos números llegaban a
México.’
Richard respondió: ‘Hombre,
yo no fui. No fue mi decisión. Vino de más arriba. El jefe lo hizo. Mandaron
los números a México pensando que tenían un amigo allí en quien podían
confiar.’
Gonzalez. Fiscal federal
adjunto: Richard llamó y dijo que teníamos los números, pero que habían sido
enviados a México. Exclamé: ‘¿Qué?.’ No nos habíamos reunido para discutir cómo
manejarlos. Me enojé. Creo que Richard pensaba como yo. Tampoco quería que se
hiciera de esa manera, pero estaba fuera de su alcance. Dijo: ‘Son los jefes.
Es la gerencia.’
Sabía bien que había
problemas de discreción en México. Cuando en ocasiones anteriores se había
pasado información, siempre parecía que algo iba a suceder.
Habíamos tratado desde hacía
tiempo de ubicar a los Treviño. Tratar de saber cuál sería el mejor mecanismo
para poder decir, finalmente, ‘Aquí están, en este momento.’ Sabíamos que se
movían mucho. Esta era una de las oportunidades en que podías hacerlo. Era algo
con lo que habíamos batallado por mucho tiempo. Habíamos presionado a gente
para que cooperara. Habíamos apresado a esposas y madres, y habíamos realizado
todos esos grandes arrestos.
Era una gran oportunidad.
Pero se desperdició porque no se hizo bien y se puso en riesgo.
***
Vasquez, Moreno, Cuéllar y
Garza, cuyo rancho familiar fue la escena de muchos de los asesinatos, huyeron
a Estados Unidos cuando empezó la masacre y accedieron a cooperar con las
fuerzas de la ley estadounidenses a cambio de clemencia. Los escalofriantes
reportes de lo que estaba pasando en Allende hicieron que las autoridades de
Estados Unidos se dieran cuenta de la ira que había desencadenado aquella
filtración.
Cuéllar. Operario convicto de
los Zetas: Me acuerdo de mi primera reunión con la DEA. Les expliqué lo que
estaba pasando en Coahuila, sobre toda la violencia. Me acuerdo que Ernest
[Gonzalez] se levantó de la mesa, salió y enfrentó a uno de los jefes de la
DEA. Empezó a gritarle. Dijo algo así como: ‘¿Escuchaste lo que está pasando?
Todo esto porque mandaste aquellos números a México.’
Gonzalez. Fiscal federal
adjunto: Le dije que esto era una porquería. Las cosas nunca tenían que haber
pasado así. Teníamos información que nos podría haber ayudado a capturar a estos
tipos, pero, por la manera como se manejó, todo se desmoronó. Y ahora era un
maldito lío.
***
LA SECUELA
Durante años, las autoridades
estatales y federales en México no parecían hacer un esfuerzo verdadero para
indagar en el ataque. Las autoridades federales mexicanas dijeron que sus
predecesores no investigaron porque los asesinatos no se podían conectar al
crimen organizado, pero reconocieron que ellos tampoco han investigado.
Los estimados de los números
de muertos y desaparecidos varían enormemente entre la cifra official, 28, y la
de las asociaciones de las víctimas, alrededor de 300. ProPublica y National
Geographic han identificado alrededor de 60 personas cuyas muertes o
desapariciones han sido conectadas por familiares, amigos, grupos de apoyo a
víctimas, archivos judiciales o informes periodísticos al asedio realizado por
los Zetas aquel año.
Los familiares fueron
abandonados a su suerte a la hora de juntar las piezas de lo que pasó y
reconstruir sus vidas.
En mayo de 2011, Héctor
Reynaldo Pérez levantó un reporte de persona desaparecida con las autoridades
estatales. Su hermana, que se había casado con un Garza, había desaparecido
junto con su familia entera. Menos de un año después, el mismo Pérez
desapareció. Un informe por parte de investigadores independientes de derechos
humanos en El Colegio de México halló evidencia de que Pérez había sido visto
por última vez en custodia de oficiales de la policía de Allende.
Después de eso, pocos
familiares de las víctimas se atrevieron a buscar ayuda con las autoridades,
mucho menos a hablar públicamente sobre su tragedia. Varios se mudaron a
Estados Unidos.
Ninguna familia perdió más
miembros que los Garza. Se cree que casi 20 de ellos están muertos, incluida
Olivia Martínez de la Torre, de 81 años, y su bisnieto de siete meses, Mauricio
Espinoza. Los hermanos del bebé, Andrea y Arturo, que tenían cinco y tres años
en aquel momento, aparecieron en un orfanato de Piedras Negras después del
asesinato de sus padres.
Su abuela paterna, Elvira
Espinoza, camarera de un hotel en San Antonio, fue por ellos con su esposo.
Elvira Espinoza. Ama de
llaves de un hotel y abuela de los niños Espinoza: Andrea dice que fueron en
una camioneta hasta un lugar donde las casas no tienen techos. Dijo que los
hombres bajaron a su madre, su abuela y su bisabuela. Ellos les dijeron a los
niños: ‘Quédense. Solo vamos a hablar con ellas.’
Los hombres tuvieron allí a
los niños y les dijeron que se callaran. Que no lloraran. Andrea contó que le
cambió los pañales a su hermanito y le preparó su leche.
Ella no recuerda exactamente
cuántos días estuvieron ahí, hasta que los hombres la llevaron con Arturo y
Mauricio a Piedras Negras. Andrea dice que los dejaron en un parque, pero se
llevaron a Mauricio con ellos.
Contó que les había suplicado
que le dejaran al bebé. Pero los hombres le dijeron que el niño era muy pequeño
y lloraba demasiado para dejarlo ahí con ellos.
Andrea se culpa a sí misma de
lo que pasó. Dice: ‘Si hubiera sido más fuerte, Mauricio estaría todavía con
nosotros.’
Lira. Esposa de una de las
víctimas: Yo sí metí una denuncia. El investigador me dijo que sería
confidencial. Me prometió conservar mi identidad en el anonimato. Luego, unos
días después, recibí una amenaza. Alguien me llamó al celular y me dijo que, si
seguía con la queja, lo mismo que le había pasado a mi marido le pasaría al
resto de mi familia. Mis padres aún vivían en Allende. Nunca me habría
perdonado si algo les hubiera pasado.
Llamé al investigador ese
mismo día. Le dije que me había mentido respecto a mantener mi nombre en
secreto y que quería retirar mi demanda.
También fui al consulado
mexicano en San Antonio. No creerá lo que me dijeron. Me echaron la culpa.
Dijeron: ‘Ah, ahora viene llorando porque su esposo no aparece. Todo este
tiempo usted sabía en qué negocios estaban metidos sus familiares, pero no
pareció importarle hasta que se vio personalmente afectada.’
Nunca más le pedí nada al
gobierno.
***
Tres años después de la
matanza de los Zetas, el gobernador de Coahuila, Rubén Moreira, anunció que
oficiales estatales investigarían lo que había sucedido en Allende. Lo informó
con bombo y platillo; los oficiales anunciaron una “megaoperativo” para recabar
evidencia y averiguar la verdad. Las familias de las víctimas y los habitantes
de Allende indican que ha sido poco más que un ardid publicitario. La
investigación no ha arrojado resultados de ADN concluyentes ni un cálculo final
de los muertos y desaparecidos.
Menos de una docena de
sospechosos han sido arrestados, la mayoría eran ex policías locales y peones
del narco que seguían órdenes. Nadie ha sido acusado de asesinato. En 2015, la
oficina del fiscal especial de Coahuila comenzó una serie de reuniones con
familiares de aquellas víctimas que, como creían los investigadores — basados
en confesiones — estaban muertos. Emitieron certificados de defunción, pese a
no tener cuerpos, que enlistaban causas de muerte como “choque neurogénico” y
“combustión total debido a exposición directa al fuego”.
Sánchez. Madre de una de las
víctimas: Cuando ellos [las autoridades del estado de Coahuila] me dieron la
noticia, mi cuerpo quedó sin fuerzas. Me dijeron que Gerardo había sido llevado
a un rancho y asesinado. Algo dentro de mí me dijo que era verdad. Aun así pregunté:
‘¿Están seguros de que era él?.’
Me dijeron que un testigo les
había dicho que entre las víctimas había una familia con tres niños, y uno de
los niños era mi hijo. Me dijeron que había empezado a llorar. Llore y llore.
Esto los estaba estresando, así que lo mataron. Híjole. Ahí sí perdí los
estribos. ¿Cómo podía haber alguien que mata a un niño de 15 años, que está
asustado y llorando?
Los oficiales me preguntaron
qué quería. Respondí que quería sus restos. Me dijeron que sería difícil,
porque mi hijo fue incinerado junto a mucha otra gente. En su lugar, me
trajeron cenizas y tierra del lugar donde murió. Les pregunté si podía ir allí.
Me contestaron que no era seguro. Les dije que quería ir de todas maneras.
Entonces nos llevaron con unas escoltas.
Me llamó la atención lo cerca
que estaba el lugar. Pensé, ‘Gerardo era tan fuerte que, si solo hubiera
escapado y llegado hasta la carretera, podría fácilmente haber llegado a casa.’
Rodríguez. Esposa de una de
las víctimas: El fiscal y su equipo tenían que llegar en la tarde, pero no lo
hicieron sino hasta esa noche. Los esperamos por más de cinco horas. Y, cuando
por fin llegaron, solo nos ofrecieron gestos simbólicos. Nos dijeron que nos
expedirían certificados de defunción, con información basada en las
declaraciones de la gente que había sido arrestada. Y tenían cajitas con tierra
para cualquier familiar que las quisiera. Eso fue todo.
Les dije: ‘Esperen. Yo no
esperé aquí seis horas para que llegaran y me ofrecieran un certificado de
defunción y esta caja. Somos humanos. ¿Cómo pueden pensar que esta es la manera
correcta de ayudarnos a darle cierre? Quiero saber de qué se enteraron y dónde.
¿Dónde está la persona que lo mató? ¿Cómo lo mataron?’
Expresaron que las respuestas
podrían ser difíciles de escuchar. No querían ser crueles. Les dije que nada
podía ser peor que las 20 000 cosas que ya me había imaginado sola.
¿Cómo sabrían los sospechosos
el nombre de mi esposo si no eran de aquí? Todo este tiempo habíamos creído que
a la gente que había hecho esto la habían traído de otro estado.
Al final nos enteramos de que
era gente de aquí. Los monstruos que pensábamos que habían venido de Dios sabe
dónde eran monstruos que habían vivido entre nosotros y que habrían tenido que
protegernos.
Vela. Esposa de una de las
víctimas: Me dieron un acta de defunción con fecha del 19 de marzo de 2011, el
día después de que desapareció. Lo único que les pregunté fue si estaban
completamente seguros. Me dijeron que los especialistas forenses no habían
podido hacer pruebas con los fragmentos que se habían recuperado, así que no
estaban 100 % seguros. Pero me dijeron que estaban convencidos de que Édgar estuvo
allí en el momento de la masacre. Creo que es porque tenían declaraciones de
testigos.
Aún no sé qué creer. No había
sabido nada de ellos en cinco años y después, de repente, me piden que crea que
el caso está resuelto.
Apuesto a que si usted
lograra echar un vistazo al expediente de mi marido, vería que está vacío.
Con todo, con el certificado
de defunción empecé a hacer los cambios pendientes. Me mudé de nuestra casa.
Solo me fui con nuestra ropa y los muebles de la recámara [de mi hija]. Toda la
ropa de Édgar sigue ahí, colgada en el clóset, tal como la dejó.
Por fin pude hablar
abiertamente con mi hija sobre lo que había pasado. No había sido capaz de
decirle que su papá estaba muerto, porque ¿y si regresaba? Creo que de alguna
manera ya lo había descubierto.
***
Los hermanos Treviño, al
final, fueron capturados en 2013 y 2015, en operativos liderados por la marina
mexicana. Desde entonces, el dominio del cartel sobre Coahuila se ha debilitado
y la vida nocturna ha regresado a Allende, aunque muchos residentes todavía
sobrellevan cicatrices emocionales y desconfían de los extraños. Se obsesionan
con noticias de violencia vinculada al narcotráfico; temen que los hermanos
Treviño controlen el tráfico de drogas desde la cárcel.
Anatomía de una masacre
El dominio de los Zetas sobre el estado
de Coahuila se ha debilitado y la vida nocturna ha regresado a Allende. Cientos
de personas se juntaron el otoño pasado para la Cabalgata, desfile festivo de
vaqueros que dura dos o tres días, el cual para en varios ranchos de la zona y
termina con un rodeo al atardecer. Foto: Kirsten Luce / National Geographic.
Imágenes de la edición julio 2017
La DEA se atribuye a sí misma
las capturas, pero no dice si ha investigado cómo terminó en manos de los Zetas
la información sobre los números PIN. Terrance Cole, el supervisor de Martinez
en Dallas, y Paul Knierim, en aquel entonces supervisor de la DEA en Ciudad de
México que ejerció como enlace con la unidad de la policía federal mexicana
entrenada por la DEA, se negaron a dar entrevistas.
Knierim fue ascendido y
actualmente es el jefe adjunto de operaciones en la oficina central de la DEA
en Washington.
Pero Martinez aceptó hablar,
con un breve nudo un la garganta cuando le pregunté sobre su papel en la
masacre. Distinguido como agente del año en 2011, ahora tiene cáncer de colon y
hasta ahora el tratamiento médico ha fallado. Russ Baer, portavoz de la DEA,
viajó dos veces desde Washington, D.C., a Texas para monitorear las entrevistas
con Martinez y otro agente. Mientras Martinez hablaba, Baer interrumpió para
enfatizar que los Zetas más importantes estaban en prisión y que la
investigación hecha por la agencia tuvo éxito.
Gonzalez. Fiscal federal
adjunto: Obviamente me siento destrozado por esto. Uno sabe que en este tipo de
trabajo va a haber consecuencias. La posibilidad de que alguien sea asesinado
siempre está ahí. Pero es devastador estar involucrado en algo así y no poder
hacer nada.
El objetivo era justo:
conseguir la detención de estos tipos y meterlos a la cárcel para que dejaran
de matar gente. Pero, en aquel punto de la investigación, tuvo el efecto
opuesto.
Había escuchado de la
brutalidad de Miguel Ángel y Omar Treviño, y de la violencia sin sentido que
habían cometido en el pasado, pero no me cabía en la cabeza que pudiera ser
así; que cualquiera remotamente vinculado contigo, incluso por fuera del
narcotráfico, pudiera ser levantado y asesinado. Eso no parecía posible. Quizá
debería serlo. Pero no lo pareció hasta que estaba pasando, hasta que pasó.
Martinez. Agente de la DEA:
Conseguí los números. Se los pasé a nuestra gente. Hasta ahí. No tengo que ver
con nada más.
Todos sabíamos que los
números eran peligrosos. Si solo empollaba un número, ¿qué iba a hacer con
ellos en Dallas? Intervenir un teléfono no es tan fácil como dice la gente.
Debo tener una causa probable.
Para mí, solo conseguí los
números y los pasé. Es mi trabajo.
No puedo hablar por la
agencia, solo sé lo que yo hice. Hice todo lo que pude.
Lo intenté. Así es como lo
sentí. Hice lo mejor que pude aquel día. Tuve la oportunidad de conseguir la
información y entregarla. La conseguí. No puedo entrar por mi cuenta a México e
intentar encargarme del asunto personalmente.
Russ Baer. Vocero de la DEA:
Escuche a este tipo. Tiene familia que es de México. Habló sobre problemas de
salud. Habló al respecto casi desgarrándose a veces, porque está muy
involucrado emocionalmente en esto. Es alguien que empezó viendo el glamur de
‘Miami Vice,’ que dedicó su vida al servicio público para trabajar en la DEA y
básicamente desmanteló el cartel de los Zetas. Esa historia personal … , mejor,
imposible. Me da escalofríos.
Con respecto a lo que pasó en
México y las repercusiones de la filtración, la postura oficial de la DEA es la
siguiente: es por completo culpa de Omar y Miguel Treviño. Estaban matando
gente antes de que aquello pasara y mataron gente después de que se entregaron
los números. La DEA hizo el trabajo de ir por ellos e intentar enfocar y
dedicar nuestros recursos en sacarlos del negocio. Al final tuvimos éxito en
este sentido.
Nuestros corazones están con
las familias. Son las víctimas, desafortunadamente, de la violencia perpetrada
por los hermanos Treviño y los Zetas. Pero esta no es una historia en la que la
DEA tenga las manos manchadas de sangre.
***
ANATOMÍA DE UNA MASACRE
Residentes de Allende, sus caras
pintadas para parecer calaveras, participan en las celebraciones del Día de los
Muertos. La tradición, en la cual las familias honran a sus parientes muertos,
no es tan común en el norte de México como lo es en otros lugares del país.
Hace un par de años, las autoridades en Allende empezaron a organizar eventos
públicos para marcar el día. Ahora, docenas de personas convergen en los
cementerios para limpiar y decorar las tumbas de sus parientes y desearles lo
mejor en la vida después de la muerte. Foto: Kirsten Luce / National
Geographic. Imágenes de la edición julio 2017
Ginger Thompson es una reportera senior
en ProPublica. Thompson ha ganado el premio Pulitzer y fue previamente una
corresponsal nacional e internacional del The New York Times.
Alejandra Xanic, una reportera freelance
en Ciudad de México, contribuyó investigación y reportearía a esta historia.
Traducción al español por Carmen Méndez,
Claudia Muzzi Turullols y Marcelo Rochabrún.
Fotos por Kirsten Luce para National
Geographic y ProPublica.
Audio producido por Adriana Gallardo.
Diseño y producción por David Sleight,
Rob Weychert y Jillian Kumagai.
Este reportaje se publicó en la edición
Julio 2017 de la Revista National Geographic, ejemplar ya disponible a la
venta.
(ANIMAL POLITICO/ GINGER THOMPSON,
PROPUBLICA. ARTÍCULO COPUBLICADO CON NATIONAL GEOGRAPHIC/ JUNIO 17 2017 06:00
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