Los
primos se separaron cuando eran adolescentes. Uno se quedó en el pueblo, porque
no quiso estudiar. El otro se fue a Estados Unidos porque quería estudiar
administración, contabilidad o ingeniería, en una escuela chingona que sus
padres le iban a financiar. Habían pasado sus infancias unidos, abrazados,
compartiendo la serranía y corriendo por los pinares y los surcos de mariguana
y amapola.
Apenas
abrieron los ojos y el que había decidido quedarse en el pueblo ya era agente
de la Policía Municipal y luego ascendió a comandante. Había aprendido muy bien
el negocio: entenderse con los narcotraficantes, cuidar sus plantíos, avisarles
cuando se acerquen los soldados o los del ancla, escoltar el traslado de droga,
acercarse al jefe de jefes, informarse sobre los días en que habrá dinero para
coquetearle y alimentar sus bolsillos con pagos extras y propina.
Traía
la cuarenta y cinco en su funda, un aerre quince a la mano o en la cabina de la
patrulla. Pulcro uniforme azul con franjas azul cielo a los lados, lustradas
las insignias, pelo corto y andar recto, como de compás. Aprendió también a
impostar la voz a la hora de mandar y a desinflarla cuando le decía al patrón
sí patrón, no patrón, no se preocupe patrón, a las órdenes patrón. Eso sí,
implacable con los que sorprendía orinando a la vera del camino, pisteando bajo
el carro, aperingando a la novia en los rincones oscuros de algún barrio. Les
echaba las luces potentes, prendía la torreta, los esposaba y se los llevaba a
la barandilla.
Su
primo regresó esa navidad. Lo vio con gusto cuando se presentó uniformado y con
la escuadra recién abastecida. Se fueron a pistear y le contó que había dejado
la escuela, pero que le estaba yendo bien en la construcción. Tenía muchos
dólares. Muchos no, un chingo. Estaban vaciando las botellas en sus gargantas,
cuando el pocho sacó un cigarro de mota, lo prendió y se puso a fumar. Es yerba
gringa, le dijo a su primo el comandante. Crónic. Pero a él y su poder como
jefe de la policía en la zona, se le hacían grandes y pequeños los ojos, le
temblaba la mano y se le salía la baba de pensar en todo ese dinero de su primo
en sus manos.
A
escondidas, llamó a los del centro de rehabilitación para adictos para que lo
encerraran. Llegaron dos hombres corpulentos que parecían enfermeros del
siquiátrico y se lo quisieron llevar. Lo vamos a curar, le decían. Él sacó de
sus ropas una calibre cuarenta y les empezó a disparar a los pies. Su primo y
esos hombres de blanco empezaron a dar brinquitos y a gritar. Salieron de ahí
corriendo. El comandante se quedó, sometido bajo el fuego de su primo, quien no
dejaba de disparar a la tierra. Pasos para allá y para acá. Brincos. Aquello se
convirtió en un baile familiar.
(RIODOCE/
MALAYERBA/ JAVIER VALDEZ/ 5 diciembre, 2016)
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