El odio sigue entre nosotros.
La forma como se galvanizó nuestra división a raíz del atentado terrorista en
un centro nocturno gay en Orlando, nos habla cómo confundimos creencias con
libertades. Es motivo de respeto que una persona, por razones religiosas, se
muestre en contra de las lesbianas, los homosexuales, los transexuales. Lo que
es inaceptable es la intolerancia a coexistir en una sociedad donde los
derechos humanos son para todos. Es el caso de José de Jesús Manzo Corona,
funcionario de la Secretaría de Desarrollo Social de Jalisco, quien tras la
masacre en Orlando escribió en Facebook que lamentaba que hubieran sido 50 y no
100 los muertos, fue cesado en forma fulminante. No hubo mayores consecuencias,
como tampoco las hubo para Esteban Arce, conductor estelar en Televisa, quien a
finales de 2009, dijo que los homosexuales eran “anormales” que actuaban con
“demencia animal”.
Ni hablar sobre la violencia
cotidiana en las redes sociales o los comentarios a las columnas que se
publican en los periódicos. Según la Comisión Nacional para Prevenir la
Discriminación, cada día se difunden en las redes sociales entre 15 mil y 20
mil mensajes de odio por razones de género, racismo y orientación sexual. Hasta
hace cuando menos dos años, el Consejo de Europa colocaba a México en el primer
lugar de campañas de odio, porque los mexicanos habían convertido las redes
sociales en espacios de mercadotecnia para fines políticos específicos,
generando campañas de odio contra personas, partidos o instituciones, y no como
un espacio de convivencia social como es en la mayoría de los países.
El discurso del odio es
abusivo, insultante, intimidador. Estos discursos ponen su marca sobre las
sociedades, y suben de intensidad cuando van acompañados de tensiones políticas
o asuntos públicos que polarizan por definición, como despenalización del
aborto o matrimonios igualitarios. En un artículo de quien esto escribe en el
periódico El País de Madrid en enero de 2010, se apuntó que el discurso de odio
tuvo en México una combinación de dos disparadores que coincidieron en tiempo y
espacio. El primero fue la lucha política donde el gobierno del Presidente Vicente
Fox se empeñó en que por un delito menor el entonces Jefe de Gobierno del
Distrito Federal, Andrés Manuel López Obrador, fuera enviado a la cárcel.
Esa lucha esa prolegómeno de
la sucesión presidencial, que se tradujo en una polarización social y política
donde incluso muchos mexicanos que no compartían las ideas de López Obrador, se
sumaron a sus legiones de defensores ante lo que veían como un abuso de poder.
A ese hecho se le sumó el despegue de la comunicación horizontal entre los
ciudadanos y los medios de comunicación, donde comenzó a desmantelarse la
estructura vertical que durante décadas caracterizó a la prensa, que ser vio
forzada a dejar de hablar sólo con los gobernantes y empezar a dialogar con los
gobernados.
La polarización que mostraron
los medios en la lucha política se trasladó a la sociedad. Desde entonces
desaparecieron los grises y todo fue blanco o negro. No había adversarios sino
enemigos; el que no era incondicional era rival. La belicosidad con la que
trataban a los actores políticos se expresó en la rijosidad con la que grupos
sociales se fueron encima de periodistas. Varios políticos contrataron
servicios de call centers para que tan pronto como saliera un comentario
negativo de su patrón, se saturara con spam e insultos el correo electrónico
del autor. A varios de los conductores de noticieros más visibles se les
hicieron juicios sumarios virtuales y sus efigies de cartón fueron quemadas
como si se tratara de la Santa Inquisición. Lo notable no era sólo la partición
de la sociedad, sino los grados de violencia que alcanzaba una discusión muy
pocas veces racional y muchas apasionada, beligerante y violenta. Junto con
ello llegaron amenazas de muerte a periodistas, que al ser divulgadas
provocaron un mayor enrarecimiento social.
La polarización ya no
desapareció. El discurso del odio tampoco. Lo que sí sucedió es que un fenómeno
circunscrito al ámbito de la política se socializó con intensidad amenazante a
los asuntos de interés público. Notables mexicanos de origen judío, como el historiador
Enrique Krauze y el ex canciller Jorge Castañeda, fueron lapidados por voces
anónimas y salvajes. A la conductora de televisión Adela Micha, le llovieron
amenazas y comentarios en las redes sociales donde le decían “te vamos a
convertir en jabón”, como hicieron los nazis durante el Holocausto. Un correo
electrónico que circuló en ese entonces de manera masiva, urgía: “Haz patria,
mata a un político”.
En fechas más recientes, el
académico que escribe y conduce un noticiero de radio, Ezra Shabot, fue objeto
de una campaña fascista en redes sociales por haber discrepado de Carmen
Aristegui y las razones de su salida de MVS el año pasado. Las recientes
campañas electorales estuvieron cargadas de odio y en la temporada
post-electoral, la Arquidiócesis Primada de México contribuyó al enrarecimiento
social por su postura intolerante contra los derechos humanos de las lesbianas,
homosexuales y transexuales.
El discurso del odio
contamina. Encuentra en los fundamentalismos y las frivolidades, la
superficialidad de unos y la confusión de muchos, sus raíces ominosas. El
tránsito de la palabra a la acción parece estar muy lejos en México. Pero
cuidado. No estamos lejos. Estamos solamente a la distancia de un pestañeo. Que
no se nos olvide.
rrivapalacio@ejecentral.com.mx
twitter: @rivapa
(NOROESTE/ ESTRICTAMENTE PERSONAL/
Raymundo Riva Palacio/ 17/06/2016 | 04:00 AM)
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