Segundos bastaron para que la vida de
cientos de acuñenses cambiaran radicalmente. El miedo ahora es un vecino
habitual…
Jesús Castro | Saltillo,
Coah.- Es viernes. Mediodía. El viento que choca contra las casas emite
silbidos intermitentes que recorren las calles de la periferia en Ciudad Acuña,
en la frontera de Coahuila. El cielo se tapiza de nubes. Las plazas se vacían.
Un relámpago eriza la piel del taxista. “¿Viene otro tornado?”, pregunta. En
sus ojos no hay curiosidad, sino miedo. Lleva un año así, esperando al verdugo
que un 25 de mayo les robó la paz.
La temperatura comienza a
descender. Algunas gotas de agua. Las nubes tornan gris el día y el viento
parece arreciar. La gente cierra las puertas o entra a sus casas, y vuelven a
preguntar. “¿Viene otro tornado?”.
Es Lourdes Hernández Perales
la que contesta. Dicen que no, que no es un tornado, que cuando vuelva el
asesino que le arrebató a su esposo, a su hijo y a su nieto, lo va a reconocer.
Está de pie. Se detiene en la
cerca de su casa en la calle San Juan Bosco, de la colonia Altos de Santa
Teresa. Ésta es de dos pisos, reconstruida, dicen que reforzada. La original,
esa de un solo piso, la que compraron hace 12 años con el crédito de Infonavit
de su marido, ya no existe.
“Ahora oímos los truenos y
todo, y unos dicen que tienen miedo, yo no, porque los oigo y digo ‘no son
igual a los de ese día’”, platica la mujer.
Pero aquella vez todavía no
lo conocía. Por eso, por más que bufaba, no le tuvo miedo. Eran como las 6:10
de la mañana del lunes 25 de mayo de 2015 cuando despidió a su esposo Abel
Contreras Márquez. Besó la frente de su hijo Abel Contreras Hernández y los vio
subir al auto familiar. Iban al Conalep, del que dos meses después el joven de
18 años se graduaría.
Les dijo adiós por la ventana
porque llovía, tronaba fuerte y el viento no dejaba de golpetear el vidrio.
Allí se quedó esperando a su hija Zaida, la casada, la que todos los días le
llevaba al pequeño Oswaldo Govea, de 11 meses, para que se lo cuidara y ella
pudiera ir a trabajar a la maquiladora, una costumbre recurrente en la ciudad
fronteriza.
Vio el coche llegar y
detenerse frente a la casa. Corrió por una colcha para salir por el niño y
entonces tronó como si todo el peso del cielo se hubiera dejado caer sobre el
techo. Fueron segundos de un rugido que arañaba paredes y agrietaba el suelo.
El viento entró hasta la cocina revolviendo todo a su paso, partiendo la casa
en dos.
Cuando la razón volvió,
Lourdes corrió sin saber qué había pasado. La calle estaba vacía. Aún no
reaccionaba. Pensó que su hija había arrancado, que se había ido a toda
velocidad. Levantó la vista y vio el desastre. Autos sobre las casas, techos
caídos, gente sangrando. Alguien que la vio impávida se lo dijo. Había pasado
un tornado. Corrió a buscar a su hija y a su nieto.
Intentaba reconocer el auto
entre el montón de escombro y fierros retorcidos a media cuadra de su casa, y
fue ahí donde vio a Zaida, tirada en la calle, golpeada, llorando. Volteaban a
todos lados buscando el coche, al niño. “¡Dónde está el niño!”, gritaron
desesperadas.
Y con ese grito siguieron
recorriendo las calles. Pensó entonces en su marido y en su hijo, quienes no se
comunicaban, no contestaban el celular. Nadie sabía de ellos.
“Yo pensé que por ahí estaban
escondidos o que habían alcanzado a salir o a ir a donde ellos iban. Pero pues
no llegaban y nunca llegaron, hasta que me dijeron que estaban muertos”. Cuando
dice esto, la mujer se quiebra. El dolor que inunda de tristeza aquel recuerdo
le comienza a brotar por los ojos.
Se le viene a la mente que
fue ella a quien llevaron a la plaza principal de la colonia para que
reconociera los cuerpos, y ya no aguantó más. Se desplomó. Del llanto vino la
crisis nerviosa, y se puso mal, muy mal. La trasladaron al hospital deshecha,
muerta por dentro. Estuvo internada varias horas. Pronto arreciaría la tormenta
afuera y las malas noticias adentro.
Al siguiente día, rescatistas
encontraron debajo de los escombros el cuerpo sin vida del pequeño que fue
arrebatado de los brazos de su madre, cuando intentó salvarlo del coche que el
tornado elevó por los aires. Oswaldo fue el último en ser agregado a la lista
de 14 fallecidos en las colonias Santa Teresa, Altos de Santa Teresa, Santa
Rosa y Las Aves.
De aquello ya pasó un año.
Todavía el dolor inflama el pecho de doña Lourdes, quien ha sobrevivido porque
aún le quedan tres de sus hijas casadas –entre ellas Zaida– y otro varón, aún
soltero. Vive de la pensión que le dejó su marido y del apoyo de sus hijos.
Ha pasado un año de
oraciones, apoyo familiar, pláticas, psicólogos, y todo tipo de distracciones,
pero el dolor no desaparece. Hay veces que se acentúa. El 10 de mayo, por
ejemplo, o este 25 de mayo, cuando al despertar recordaron que a esa hora un
tornado les cambió la vida.
Aunque con todo su dolor,
dice que si vuelve a suceder ya no los toma desprevenidos. Que aquel día 25 fue
ella la que permitió que su esposo y su hijo salieran, pudiendo decirles “no se
vayan, está muy feo”. Ahora ya sabe, lo conoce. Cuando vuelva, estará preparada
para defender a su familia.
“Yo digo que yo la
reconocería, porque yo miro que vienen las tormentas y suenan las alarmas y
platico con los vecinos, y les digo ‘no son iguales, no va a pasar nada’,
porque no es lo mismo que esa vez”.
CON SUS ‘PICHURRITOS’
Ese día 25 comenzó la
pesadilla. Lo dice Cristina Morales Santos. Está sentada en una banca del
parquecito memorial a los fallecidos por el tornado, a unos metros de la placa
con los nombres de Alejandra Almaraz García, junto a los de Melany y Jonathan
Morales. Eran su cuñada y sus sobrinos.
Todos los días acudía
Alejandra a dejarle a los niños –sus “pichurritos”, les decía ella– para ir a
trabajar a la maquiladora.
Melany, de 4 años, iba al
kínder. Alegre y juguetona, a la niña le gustaban las princesas y decía de sí
misma que era “Frozen”.
A Jonathan, de 2 años, lo
llevaba a la guardería, lo recogía a las 5 de la tarde y después no dejaba la
pelota de futbol en toda la tarde.
Prácticamente vivían en su
casa, a dos cuadras de la de su cuñada Alejandra, en la colonia Santa Rosa. Por
eso también le decían “mami Cristi”.
Un viernes antes del tornado,
Alejandra le dijo que el lunes no se los llevaría por la mañana. Que le habían
cambiado el horario para las 5 de la tarde y que ese día iría a almorzar con su
mamá. Se despidió de ellos con un beso enorme, como siempre.
El lunes despertó con el
estruendo de lo que pensó. Era una tormenta, de esas que comenzaban a ser una
novedad en Acuña. Se asomó por la ventana y vio el desastre. Una vecina le dijo
que fueran a ayudar, porque del otro lado del libramiento había mucha gente
herida.
Corrieron asustadas. Vieron
camiones volteados, casas destruidas y gente llorando por todas partes. Que
había sido un tornado, les dijo un hombre que se acercó a pedir ayuda porque
tenía los brazos fracturados, y su esposa una herida en la cabeza.
Para ese momento su marido la
había alcanzado. Les pidieron ayudar para sacar a un hombre atrapado debajo de
un camión, cuando a ella se le vinieron a la mente sus sobrinos. Corrió a la
casa de su cuñada. Al llegar comenzó a gritar “¡Melany, Jonathan, Ale, ¿dónde
están?, vámonos!”, les decía. “¡Ya vámonos, ya nos tenemos que ir!”. Nadie
contestaba.
Un vecino le dijo que no
había nadie, pero Cristina insistió, pues en su corazón sabía que ahí estaban.
Fue entonces cuando vio parte del techo caído. Ingresó por la orilla de la
vivienda, se asomó por un boquete y los vio. Eran los pies colgantes de sus
sobrinos.
“Salí y empecé a correr, a
gritar que me ayudaran a sacarlos. Llegué con mi esposo y le digo ‘ayúdame a
sacarlos, los niños están abajo del techo y Ale también’”. Cristina lo cuenta
con la voz temblante y la mirada perdida, como si lo estuviera viviendo de
nuevo.
Ella ya no se acercó. Desde
lejos vio cómo su esposo y otros vecinos hacían maniobras. Y comenzaron a
sacarlos. Ella esperaba verlos salir, golpeados, asustados, pero no. Fueron
saliendo cubiertos con una manta. “¿Por qué los tapan?”, decía ella, “¿por qué
están tapados?”.
Se negaba a asimilarlo. En
minutos llegaron sus papás y le dijeron que por qué lloraba. Sólo alcanzó a
decir entre sollozos que corrieran a la “troca”, que fueran a ver a la “troca”,
que ahí estaban los niños, que ahí estaba Alejandra.
“Mi papá va y los mira que ya
no estaban respirando, que ya estaban muertos”, dice la mujer, y el llanto la
consume. Respira un poco. Llora en silencio. Y luego cuenta que lo mismo pasó
con su hermano, el papá de los niños, a quien llamó por teléfono sin tener el
valor de contarle lo que había pasado.
El hombre que también iba
rumbo a su trabajo se bajó del transporte y tomó un taxi. Cuando llegó, le
preguntó lo que había pasado. Que fuera a la “troca”, que estaban en la
“troca”, insistía ella llorando. Y el hombre fue. Recuerda la escena con el
grito desconsolado de su hermano aferrándose al cuerpo de sus niños.
Desde entonces nadie en la
familia lo asimila. A veces piensa “al rato vienen, al rato van a llegar”, pero
no es cierto, se dice a sí misma, y luego llora. Y entre más pasa el tiempo,
más duele la ausencia.
“¿Qué piensa del tornado?”,
se le pregunta. “Fue lo peor que nos pudo haber pasado, la peor pesadilla,
porque fue una pesadilla lo que vivimos, no nomás para mí, sino para mucha
gente que perdió a su familia, a sus seres queridos”, contesta.
Con todo y su dolor, le queda
un consuelo: que Alejandra cumplió su promesa, aquella que hizo después de que
un día llegó y le dijo jugando a su suegra que ya le iba a regalar a los niños,
que se portaban muy mal. La señora le tomó la palabra, pero que se los dejara
con todo y papeles.
“Y ella le contestó ‘no, los
‘pichurritos’ son míos y a donde yo vaya ellos se van conmigo, en donde yo
esté, ellos siempre estarán conmigo’”, recordó Cristina, y agregó “y mire, Dios
le concedió el deseo, se los llevó junto con ella, ya están los tres juntos en
un lugar mejor, aunque uno todavía no lo acepte y se pregunte por qué”.
DOS LÁGRIMAS, NOMÁS
Brayan no llora. Sí, se llama
Brayan, y no Bryan, como lo escriben los gringos. Lo deja muy claro el
jovencito de 15 años que parece todavía no asimilar lo que le quitó el tornado.
Está sentado a unas cuadras
de la calle por donde su papá, Ricardo García Cruz, pasaba todos los días para
iniciar la ruta del transporte público. Ahí, en los Altos de Santa Teresa,
junto a la plaza por donde estaba un arco rojo que daba la bienvenida a la
colonia y que el viento hizo pedazos.
Un día antes Ricardo llegó a
casa como a las 9 de la noche. Pasaba casi todo el día afuera, trabajando como
chofer. Se había separado de su esposa, por eso era él quien se hacía cargo de
los dos hijos mayores. Les pagaba la secundaria y les procuraba techo y
alimento.
Esa noche, como casi todos
los días, se dio tiempo para platicar un rato mientras les preparaba tortas
para cenar. Dicen que era regañón, pero esa noche se dio tiempo para bromear un
poco. Después los mandó a acostar, cuando la mujer con quien se había juntado
llegó.
“Yo fui el último que lo vio
en la noche porque nos dejaba dinero para comprar tortillas en la mañana, fue
lo último que dijo, que ahí nos había dejado dinero para las tortillas y para
la escuela”, recuerda Brayan.
Vivían en la colonia Evaristo
Pérez. Su padre había salido de ahí desde las 5 de la mañana a trabajar, para
dar la primera ronda. Pero para las 8 no se reportaba. Fue su mujer quien
despertó a Brayan y a su hermano.
Que había un tornado. Que su
papá estaba perdido. Que desde hace dos horas que no contestaba el teléfono.
Salieron a buscarlo. Preguntaron en la ruta. Los mandaron a los hospitales. Un
familiar los llevó al IMSS. Ahí una tía que es enfermera se los dijo. Que le
había tocado reconocerlo, porque tenía la cara desfigurada. Que estaba muerto.
“Sentí dolor, tristeza. Me
salieron dos lágrimas, algo así”, dice de ese momento Brayan, cuando estaba
entre si creerlo o no. Lo creyó hasta que fueron a recoger el cuerpo para el
funeral y luego a enterrarlo al municipio de San Pedro de las Colonias, de
donde era originario.
Los choferes le contaron que
su papá no estaba en el camión cuando inició el tornado. Esperaba pasaje afuera
del vehículo cuando inició todo, por eso lo elevó y azotó contra el suelo en la
plaza de la colonia, mientras que a otros compañeros no les pasó nada.
“Nos dijeron después, un
taxista que había pasado por aquí, que lo había visto, que estaba tirado por
unas canchitas que había, que ahí estaba tirado, dicen que estaba vivo”, platica
el jovencito, con voz entrecortada por sonrisas nerviosas y esquivando miradas.
Cuando pasó el funeral se
fueron a vivir con su mamá, a la colonia 5 de Mayo, aunque en realidad habitan
en casa de su tía, en una segunda planta. Desde entonces no estudia. Dejó
inconcluso el segundo año de secundaria porque no hay dinero para eso. Además,
tampoco cuenta con documentos, porque la pareja de su papá se los llevó y no
saben dónde encontrarla.
A veces extraña a su papá,
sobre todo por las noches, cuando llegaba cansado y él le preparaba pepino con
chile para que se refrescara, y porque era cuando podían platicar. Se pone
triste, baja la mirada, pero nomás unos segundos. Luego se repone y sonríe
nervioso.
El tornado le quitó a su
padre y también la posibilidad de seguir estudiando. Todavía no lo asimila ni
le tiene miedo ni coraje al fenómeno natural. Ahora sólo piensa en seguir dando
el rol con sus amigos y a ver si el próximo año entra a la secundaria. De ese
tamaño son los huecos que dejó el tornado.
SIN TRANQUILIDAD
En la esquina de la calle
Granada, número 200, todavía vive Édgar Manuel Morales. El padre de familia que
hace un año vio de frente el tornado segundos después de que inició en la
entrada de los Altos de Santa Teresa, tomó a sus hijos y esposa en brazos, los
metió debajo de la cama y esperó a que el viento terminara de ensañarse
destruyendo todo dentro de su casa.
Su esposa Leticia no quiso
salir. Todavía se altera cuando le recuerdan el tema. Los niños no, son más
inocentes, pero tampoco hablan de eso con frecuencia. Édgar lo entiende,
todavía él mismo se asusta cada vez que llega una tormenta. Siente que en
cualquier momento volverá.
El tornado los marcó, como a
la mayor parte de los habitantes de las cuatro colonias afectadas. No hubo
quien no se asustara cuando vieron volar un drone por el libramiento, ahí donde
hace un año se apiñaron miles de toneladas de fierros viejos, escombros y
desechos de las 960 casas o 200 autos que el tornado fue deglutiendo. “¿Viene
otro tornado, verdad? Si no, ¿por qué andan otra vez los reporteros por acá”,
dijeron la semana pasada.
Y es que esa y la siguiente
semana las tormentas arreciaban. Frentes fríos y tormentas cálidas como las que
se sintieron aquel día y que según las autoridades, provocaron el fenómeno.
Incluso el martes y miércoles hubo alertas de tornado en Coahuila, según el
Sistema Meteorológico Nacional, y los acuñenses volvieron a temblar de miedo.
Se necesitarán cientos de
horas con el psicólogo para sacar de sus vidas el temor que les infundió
presenciar la furia de un tornado, dice el Alcalde de la ciudad, Evaristo Lenin
Pérez. Por eso en las colonias también se han implementado clases de zumba, baile,
manualidades y otras actividades recreativas para amas de casa y niños, para
que se ocupen, para que dejen de pensar, para que dejen de tener tanto miedo.
Pero no todos han tenido la
oportunidad o el tiempo de ir al psicólogo o asistir a las actividades
ocupacionales. La mayoría se ha comido su temor y lo ha ido exudando como
puede. Édgar Morales, por ejemplo, dice que tardó más de seis meses en dejar de
asustarse por todo.
“De perdido como medio año,
porque de primero sí nos afectó, porque pues pensábamos es otro tornado que va
a pasar, y para dónde vamos. Si comienzas otra vez, te da como mala memoria de
lo que pasó, se te viene lo mismo y tratas de escapar de eso, porque pues fue
un tornado, y una vez que lo vives ya tu cuerpo responde a eso”, platica el
mexicano naturalizado estadunidense.
Ha tardado en sacar de su
memoria haber salido aquella mañana a la calle y ver muertos. Imágenes que se
quedaron en sus pesadillas cada que lograba cerrar los ojos durante los meses
en que dejaron su casa para que fuera reconstruida.
“Es algo que se te queda en
la mente, ver a alguien que no se mueve, que no responde, es algo que te cambia
la vida. Vimos muchas cosas, familias buscando familiares, pues es algo que no
te tratas de acordar mucho, porque sí duele”, recuerda el padre de familia.
Confiesa que sí, que aún
viven con el temor, sobre todo cada vez que escuchan la alerta, aunque sólo sea
una prueba. O durante una lluvia o la llegada de vientos fuertes, pero que no
pueden dejarse conquistar por el miedo para siempre, que hay que prepararse por
si vuelve el tornado.
Édgar ya lo hizo. A pesar de
que la constructora les aseguró que reforzaron el baño de las pequeñas casas
que les rehicieron para que se refugiaran ahí en caso de un nuevo torbellino,
él creó su propio refugio en el último cuarto, en el que duerme uno de sus
hijos.
Lo que hizo fue tapiar las
ventanas. Sellar la habitación por completo para refugiarse allí, a donde las
ráfagas de aire no penetren o hagan flujo. Dio indicaciones a sus hijos de meterse
ahí en caso de contingencia y les prohibió salir de la casa cuando haya alerta
de tornado, vientos fuertes o tormenta.
No confían tanto en las casas
que les reconstruyeron. La mayoría siguen siendo muy pequeñas y del mismo
material. En la de Édgar desde hace meses se trasmina el agua por las paredes,
a veces inundando la sala. La constructora, esa cuyo lema es “casas para toda
la vida”, ya lo sabe, pero no ha hecho nada para remediarlo.
Con todo y eso, no se compara
con lo mal que la pasaron ese 25 de mayo. Aprendieron la lección. Tiene miedo,
pero están preparados. La generosidad de la gente los dotó de muebles y una
camioneta, porque la suya se las destrozó el tornado. Aún no le dan vuelta a la
página, dicen, pero en eso están.
AÚN NO VEN LA LUZ
Aquella mañana el viento
entró sin piedad a la sastrería de Valentina Jiménez Torres. Se llevó cientos
de metros de tela negra que había comprado para confeccionar un pedido de más
de 100 togas que le encargaron en una secundaria de Piedras Negras.
Las máquinas industriales de
coser que había comprado con mucho sacrificio se estrellaron contra el techo,
quedando inservibles. El hilo, las medidas, los patrones, el resto de los
uniformes que ya había hecho, todo se perdió. También el pedido. Les quedó la deuda.
A un año de aquello,
Valentina todavía llora cuando lo recuerda, porque aún no terminan de pagar
aquella deuda. Son 19 mil pesos restantes que siguen pesando en el bolsillo, en
un negocio que no se pudo recuperar, al que ya no llegan pedidos grandes como
antes. Dice que cuando se pierde un contrato como ese, ya no eres recomendado,
simplemente quedas mal y no te contratan.
En aquel entonces, cuando fue
víctima, se hizo responsable. Que les iba a pagar, les dijo. Le dieron plazo,
no le condonaron la deuda, a pesar de saber su condición, y ha cumplido. Pero
levantarse de la nada, generar dinero para comer y vivir, pagando poco a poco
esa deuda, la tiene exhausta.
“Sí fue una cosa muy fea de
hace un año. Ya va a ser un año y las cosas siguen igual, tal vez hasta peor,
pero estamos vivos. Yo creo que ya es ganancia”, comenta Valentina, mientras
nos muestra el tallercito con dos máquinas de coser, una regalada por un
comerciante local, otra prestada, y una hiladora rentada, porque no hay para
comprar una propia.
Fue ese tallercito el que se
volvió su casa temporalmente cuando en la que vivían tuvo que ser demolida y
reedificada. Apretujados y todo, salieron adelante ella, su marido y tres
hijas, la luz de sus ojos. Una de ellas, Tatiana, la que le cambia las lágrimas
de pena por las de felicidad.
“Ahorita una cosa nos
devuelve la sonrisa al rostro. La niña chiquita, la que está en sexto de
primaria, pasó a la siguiente etapa de la Olimpiada del Conocimiento, va a
Saltillo a la etapa estatal”, comparte la mujer mientras se limpia las lágrimas
del rostro.
Se llama Tatiana Monserrat
Martínez. Una casi adolescente morenita y carismática que aquel día del tornado
nos habíamos encontrado por las calles llenas de casas derrumbadas, intentando
ayudar a quien lo necesitara.
Dice que no le agrada la idea
del aniversario del primer año del tornado, que le da miedo acordarse. Regresar
a su mente las casas caídas, los autos sobre los techos, el camión en el patio
de la casa de su amiga con el chofer muerto adentro. Le atemoriza recordarlo,
pero más que se vuelva a repetir.
En aquel entonces dijo que le
gustaría llegar a ser alcaldesa de Acuña para hacer algo en esos casos de
contingencia y ayudar a la gente con casas mejor construidas. Ahora lo cambió.
Dice que sueña con ser presidenta de México. Ya dio el primer paso para llegar
a Los Pinos, aunque sea de visita. El 19 de mayo presentó en Saltillo la última
etapa de la Olimpiada del Conocimiento.
Lo está logrando a pesar de
la desgracia, del tornado, de la pobreza, de cuatro salones derrumbados de su
primaria aquel 25 de mayo, de recibir clases en aulas móviles o hacer la tarea
en el piso, la mesa o donde fuera.
“Estoy muy contenta de ir
hasta allá, y aunque fue muy difícil, lo pude lograr”, expresó Tatiana con el
rostro sonriente, ese al que su madre tiene que mirar todos los días para
intentar olvidar lo que les arrebató un tornado hace 12 meses. Y con eso tiene
para devolverle la fe en que un día todo cambiará.
LO QUE SIGUE
El rostro de José del Carmen
Ayala fue conocido porque, al salvarse de ser tragado por el tornado, se
levantó del suelo directo a rescatar niños atrapados bajo los escombros de la
calle Ignacio de Mayela.
Moreno, de grueso bigote y
amplia frente, a José se le vuelve a poner la piel de gallina cuando recuerda
aquel día en que salió de su casa a las 6:15 de la mañana. Lo sabe porque todos
los días, incluso ahora, antes de salir, observa el reloj junto a su cama para
calcular el tiempo que hará hasta la parada del transporte que lo lleva al
trabajo.
El hombre quiso recrear aquel
momento. Su salida por la puerta que da al patio. El recorrido hacia la calle.
Caminar media cuadra a contraviento y ubicarse bajo el transformador del otro
lado de la acera, donde esperaría la ruta. Pero ya no pudo esperar nada. El
viento lo envolvió.
Fueron fracciones de segundo
en que alcanzó a ver de reojo el enorme embudo que se aproximaba sin
misericordia. Intentó correr hacia su casa mientras el aire lo zarandeaba
cubriéndolo de tierra, de lodo. Sintió dos golpes fuertes en la cabeza y en el
último intento por salvarse se tiró de bruces hacia donde estaba la pared
poniente de su casa.
“Mi idea era meterme y
cubrirme ahí en la casa y lo que hice fue tirarme de ese lado al suelo y fui a
caer hasta aquel lado. Cuando me levanté de ahí, ya no estaba la casa. ¿Qué
quiere decir esto?, que si yo me quedo unos dos minutos adentro, o si hago por
meterme ahí, me lleva con todo y casa”, expresa.
Cuando se levantó, aturdido y
desorientado, se dedicó a correr de un lado para otro auxiliando a sus vecinos.
Primero sacó a una niña que su padre cubrió con el cuerpo cuando el techo de la
casa se desplomó. Después siguió sacando menores de entre los escombros en
otras calles.
Aquella tarde lo perdió todo,
pero volvió a vivir. Los siguientes días fueron de recuerdos intermitentes cada
vez que volteaba hacia el cielo y una nube gruesa o un viento fuerte, los rayos
o la lluvia le devolvían el miedo a otro tornado.
Fueron meses de recuperar la
confianza, de respirar profundo, de intentar aprender de lo vivido. Volver a su
casa cuando se la reconstruyeron y recibir regalados todos los muebles en
sustitución de los que perdió en el tornado. Dice que lloró de alegría cuando
se los entregaron.
Y de aquella experiencia
obtuvo algo más: confianza en sí mismo.
Cuenta que antes de ese día
era muy serio. Difícilmente reía o convivía con la demás gente. Vivía sumido en
la rutina de su trabajo sin pensar en los demás ni en el mañana, en que ese
mañana podría no llegar.
A partir de entonces le
sonríe a la vida, aprende de lo bueno y también de lo malo, sea un tornado o
una tormenta, o cualquier otra cosa que se pueda llevar nuevamente su casa, sus
muebles o su vida. Prefiere decir que mientras pudo vivió al máximo y amó a
quienes estaban a su alrededor.
“Cambió mi vida, sí cambió mi
vida al ser más consciente. Ahora lo que puedo hacer es pensar que todas las
cosas son positivas para todos, no estar pensando en el pasado, sino en el
presente, olvidarnos del pasado”.
Lo dice con una sonrisa, pero
sabe que la cicatriz de quienes perdieron familiares es grande y no será fácil
recuperarse. Tiene esperanza en que aprendan a vivir con ello y de que en 10 o
20 años ya no duela tanto.
Se cumplió un año del día más
triste en la vida de cientos de acuñenses. Tañeron las campanas en señal de
duelo y recordaron que el 25 de mayo de 2015 un fenómeno natural categoría F3
marcó sus vidas para siempre. El viento, sus vidas, los muertos y las colonias
reconstruidas son los ecos del tornado.
(ZOCALO/ RUTA LIBRE/ 30/05/2016 - 10:49
AM)
No hay comentarios:
Publicar un comentario