El taxista vio claramente el
verde y siguió con el pie en el acelerador. Adelante, un vehículo frenó
intempestivamente y él lo hizo muy a tiempo. Traía un carro atrás, cuyo motor
rugía apurado y de mal humor, como quien manejaba. El conductor no frenó a
tiempo. Cuando el taxista lo vio por el retrovisor, fue para aferrarse más al
volante y apretar instintivamente los músculos. Trach.
Sintió el golpe. Se
sacudieron hasta sus calcetines y de momento no le dolió nada. Abrió los ojos y
no recordaba. Vio el techo de su taxi y se preguntó qué había pasado. Parpadeó
y volvió a parpadear. Oyó gritos afuera. Vio humo alrededor. Empezó a mover los
brazos y comenzaron los dolores: espalda baja, piernas, brazos y cuello, todo
en su lugar, pero como si tuviera duras albóndigas nadando entre sus músculos y
arterias.
Afuera lo esperaban dos
hombres compungidos y de cruzados brazos. Mandamases. Apenas logró salir del
taxi, con la ayuda de varios extintos mirones, y se topó con esos dos que lo
miraban tan fija y duramente, con esa sicodelia con que miran los pericos, que
parecían querer desintegrarlo. Págame, loco. Págame. Por qué te voy a pagar,
respondió el taxista. Tú vienes en madriza y te estampas por atrás. No te
fijaste que hice alto, así que págame tú. A esos dos se unieron otros tres que
llegaron en un carro de modelo reciente. Le dijeron que le iban a pegar unos
chingazos, que lo iban a matar, si no pagaba.
Él se amarró en no pagarles.
Por qué habría de hacerlo, si no fue él quien golpeó. Llegaron los agentes de
tránsito y los conminaron a ponerse de acuerdo, pero aquellos seguían en su
postura amenazante. Llegó también un carro negro, que parecía de luto: carroza
larga, prolongación de sepelios, novenarios y cementerios. Oscuros los rines,
los cristales, la defensa y las piezas de aluminio. Todo. El conductor bajó el
cristal y parecía ascender del infierno, conforme funcionaba el elevador de la
ventanilla. Lo llamó y le preguntó quién había tenido la culpa. El taxista le
contó. El hombre le dijo No me voy hasta que te paguen. Y descendió al
infierno, mientras permaneció ahí, en ese ataúd rodante. Traía un AK47 y ocho
cargadores.
El policía le dijo al taxista
que quién era ese hombre. El taxista contestó que no lo conocía, pero que no se
iba a retirar hasta que le pagaran. El agente le reviró: no quiero problemas,
yo le pago, con tal de que se arregle esto. Para entonces, los del otro carro
le bajaron dos rayitas a su enojo y ofrecieron pagarle dos mil. Él les pidió
cinco. Cinco y ai muere. Se juntaron para discutirlo y miraban de reojo al
carro fúnebre.
Cuchicheaban, temerosos. Al
final mandaron traer el dinero y le dieron los cinco. Y el del carro negro se
fue sin despedirse. Y dejó a su paso una estela azufrada.
(RIODOCE/ COLUMNA “MALAYERBA” DE Javier
Valdez/ 1 mayo, 2016)
No hay comentarios:
Publicar un comentario