
Se
trataba nada más y nada menos que de la periodista Lydia Cacho, quien esa tarde
estaba especialmente lucida, no desperdiciaba un gesto, una mirada, una
palabra.
Su
discurso y reflexiones picaban hondo en la conciencia de quienes la
escuchábamos, y es que escuchábamos a uno de nuestros íconos del mejor
periodismo, ese que va contra las redes de políticos y pederastas; de la trata
de mujeres dentro y fuera de México, aun a costa de su propia seguridad e
integridad.
Javier
estaba ahí expectante, con su inseparable sombrero de forajido del viejo oeste,
y a unos pasos se encontraban su esposa Gris y su hija Tania, con los ojos
luminosos de orgullo y emoción.
No
era para menos, su padre estaba presentando con vehemencia su último libro ante
un público intergeneracional que lo une el deseo de saber sobre las
alcantarillas de la vida pública.
Javier
hacia esfuerzos por hacer periodismo oral. Expresar con claridad cada imagen
vivida, cada palabra escuchada, cada lágrima, cada recuerdo untado en la piel y
el cerebro. Porque de eso está hecho su libro Narcoperiodismo.
Horas
más tarde, ya en el bar La Fuente, a unos pasos del Teatro Degollado, y ante
una ronda de cerveza y whiskey, nos confiaba que todavía sentía “ñáñaras”
cuando presentaba sus obras y seguro, más sí tenía como presentador a
personajes como la Cacho, que “conocía mi trabajo, pero a mí no”.
Sin
embargo, si en algún momento hubo temor, rápidamente se diluyó en una
conversación intensa, puntual, sin rollo, como es el buen periodismo. El don de
gente buena de Javier hizo clic con la afabilidad de la Cacho. Y el nerviosismo
le duró poco, pues una vez encarrilado creció en sus temas, personajes,
certezas, emociones, memoria, tristezas.
Así,
su pasión por lo que hace le dio el plus para generar una sinfonía a dos voces
sobre un tema especialmente escabroso, el narcoperiodismo, esa subespecie del
ramo que aborda el drama de la prensa que no se calla, como la irrelevancia de
la que es cooptada por los cárteles del crimen organizado.
Javier
y Lydia, o Lydia y Javier, como especialistas de las cañerías del crimen
organizado, diseccionaron este tema vibrante. No hubo concesiones y ante un
público expectante narraron historias heroicas y terribles del periodismo
mexicano.
Esas
que tienen que ver con empresas periodísticas y han tenido que reducirse a su
mínima expresión y que publican asuntos absolutamente irrelevantes. Los
periodistas de la autocensura, que la aceptan como el único recurso de
sobrevivencia y directivos de empresas a las que ordena y obedecen que no se
publique tal o cual foto o texto, porque en ella o él podría estar el nombre o
la imagen de uno o varios miembros del crimen organizado.
Es
el material del último libro de Javier Valdez, es decir, un trabajo sobre las
condiciones en que realizan reporteros en regiones donde, más que la política,
gobiernan los intereses híbridos del crimen organizado.
Es
en ese sentido una suerte de homenaje póstumo a aquellos periodistas que se han
ido quedando en el camino por buscar testimoniar lo que ocurre en sus regiones,
en sus ciudades, sus barrios, sus calles.
Es
el caso en este momento de los directivos y reporteros del semanario Zeta, que
se encuentran bajo amenaza por publicar en su portada las fotografías de los
principales operadores del Cártel Jalisco Nueva Generación en Tijuana.
Javier
y Lydia no desaprovecharon la ocasión que les brindaba la FIL para exponer una
situación que se vive en el país y que nos sitúa entre los países donde la
labor periodística es tan necesaria como peligrosa.
Pero
también es digno de reconocer qué aun con todos esos peligros y certezas
criminales, en México se está haciendo buen periodismo y al hacerlo los
ciudadanos tienen mejor información para tomar sus decisiones públicas.
Y
de eso muchas veces no tomamos conciencia del valor de trabajos como los que
realizan Javier y Lydia, la bella mujer de rojo con la que todos, los que
quisimos, nos hicimos una foto.
(RIODOCE/
ERNESTO HERNANDEZ NORZAGARAY/ 12 diciembre, 2016)
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