“Lo volvería a hacer una y
mil veces más”, expresa el guaymense al recordar el secuestro del transbordador ‘Diáz Ordaz’ con 600
pasajeros
Fernando Villa
Escárciga
(Primera
Parte/1996)
Con un
brusco viraje a babor, el polizón de crespos cabellos enfiló el enorme barco
hacia los tempestuosos mares de su destino plagado de
audacias.
Marco Antonio Murillo
Lozano, guaymense de cepa,
recibió el gélido viento en la cara. Sus manos se aferraron al timón. Iba en el
puente de mando armado con pistola, bien
decidido.
El buque de
pasajeros ‘Gustavo Díaz Ordaz’ enfiló
la proa hacia la salida del Golfo de California, como si la enorme mole de acero
anhelara su libertad.
Pero Marco
Antonio no iba solo: cerca de seiscientos pasajeros y tripulantes, hombres,
mujeres y niños le acompañaban de manera fortuita en su prodigiosa
aventura.
Abogado y
bien letrado en leyes del mar conocía los riesgos. Era un pirata en acción, un
pirata sonorense en el mayor secuestro de una nave marítima en la historia
nacional.
Hoy, a casi
26 años del suceso, reitera que lo volvería a hacer una y mil veces. “El
objetivo era supremo, la historia en sus razones a veces reclama actos
temerarios”.
Asalto y
razón
Y sí, el propósito entre otros era empujar
lo que muchos consideraban inalcanzable: la soberanía definitiva de México sobre
el Golfo de California que baña todas las costas de
Sonora.
El secuestro
del ferry nunca fue un acto espontáneo o surgido de la desesperación, explica,
sino parte de un movimiento que aglutinó a cientos de guaymenses comprometidos
con una causa sublime.

En el libro
“El Golfo de California, Territorio
Mexicano. Antología y Aclaración Necesaria”, de su autoría, Marco Antonio
Murillo fundamentó jurídica y moralmente la necesidad de que México declarase la
soberanía sobre ese cuerpo de agua.
De mirada
firme, reblandece su ronca voz a sorbos de café con leche y tequila mientras
suelta las amarras del silencio para navegar sobre el oleaje de su lúcida
memoria.
Poco después
de las ocho de la noche el ‘Díaz Ordaz’ partió de Santa Rosalía, Baja California Sur
para llegar a Guaymas al siguiente
amanecer. Corría enero de 1981.
Todo era
tranquilidad entre las apacibles aguas y el estrellado firmamento, excepto en
siete furtivas sombras que se consumían de ansiedad a la par que sus
cigarros.
Mientras la
pesada nave dejaba su cauda espumosa sobre el Mar Bermejo, la luz de luna
sorprendió a un hombre deslizarse hasta las alturas del puente de mando para
someter al timonel.
Con su Beretta .25 en mano asumió el control de
la nave.
Enterado del
paradero del Capitán, lo encerró en su camarote mientras se solazaba en el dulce
perfume de unos candentes brazos femeninos.
La calma
brisa que acariciaba la modorra de la gente pareció agitarse ante la voz de
trueno: ¡Señoras y señores pasajeros, el barco está secuestrado y nos vamos a
Hawai!
Marco
Antonio enfiló el timón hacia el Pacífico sur. Su rumbo quizá era incierto, pero
no su objetivo. Tenía un ideal, una lucha entonces por muy pocos
comprendida.
Filibustero
de leyes
“Me jugaba
todo pero la causa era justa; muchos lo entendieron después. Otros nunca”,
recuerda Murillo mientras aspira su enésimo cigarro
mentolado.
Pese a sus
dolencias en ambas piernas, columna vertebral y cabeza, ríe a carcajadas, y
habla a gritos, con muy veterana voz de tribuno de atribulados pulmones por
tanto fumar.
Muchos y
constantes dolores físicos padece. “Pero duelen más las heridas del alma, tenía
muchas pero de a poco las voy curando. Estoy jodido pero contento”,
expresa.
Marco
Antonio Murillo está lejos de ser un “filibustero” de parche en el ojo, garfio
en muñón e infaltable pata de palo. No, es un hombre de vasta erudición y
respetuoso del Derecho.
Es mucho
más, es un abogado que con leyes en mano y temeraria audacia ha enfrentado a
connotados personajes de la política y del poder
empresarial.
Tanto así
que fue capaz de demandar penalmente a un candidato priísta a Presidente de
la República
cuando los tiempos más fieros del tricolor.
“Ah, y que
no diga empresarios poderosos; debe
precisarse que yo digo caciques de Guaymas… Chale, que fea palabra pero eso
son”, aclara.

De
inteligencia brillante, verbo fácil y adjetivos precisos, Murillo es parte de la
historia viva en Guaymas y Sonora en asuntos de leyes y batallas por la
razón.
Semipostrado, esclavo del bastón y las medicinas, su
mirada lanza lumbre que a risas apaga al hurgar en los malabares del recuerdo
algunos capítulos de su existir.
Es una
especie de “abogado maldito”, que suele comprometerse con causas justas y
enfrentarse a verdaderos titanes en cuestiones jurídicas.
Y muchas,
pero muchas veces ha sido el vencedor.
Pionero de
las luchas estudiantiles en la Universidad de Sonora –“mi gran
Alma Mater”, dice— igual conoce los entretelones del poder y conceptúa a los
gobernadores de las últimas décadas.
Senderos en
la mar
Pero
mientras conducía el enorme buque Murillo pensaba en asuntos más entrañables,
sobre todo en su madre María Eugenia
Lozano Acosta, originaria de
Alamos.
Un lugar
especial en su corazón y conciencia siempre ocupó su padre, el capitán Enrique Murillo Arnold, muy apreciado
entre los porteños que le llamaban “El
Capi” Murillo.
Fue su
padre, ilustre “Guaymense Distinguido” a petición popular durante el gobierno de
Edmundo Chávez Méndez, quien le guió por los senderos de la mar y le
inculcó el amor por los océanos.
Nacido un
caluroso mediodía del 13 de junio de 1944 en Serdán y calle 17, Marco Antonio
fue de esos chamacos a la par inquietos y avezados para el
estudio.
Ni siquiera
su formación en la primaria de párvulos en el Colegio de las Madres (hoy Colegio
Ilustración) logró apaciguar su tempestuoso temperamento y espíritu
rebelde.
Después
siguió en el Colegio Kino, también de formación religiosa para continuar en la
secundaria Miguel Hidalgo su estudios de nivel básico. Era un niño alegre como
cualquiera de su condición, recuerda.
“No me
gustaron los deportes de pelota, lo mío eran el agua, los cerros y el monte; me
gustaba nadar y bucear, el alpinismo y la cacería aunque fueran cachoras y
montar a caballo”, dice.
Desde los
once años quedó ‘marcado’ por un primo que accidentalmente le pegó un balazo en
la pantorrilla izquierda. “Como cazador fui cazado y desde ahí quedé patuleco”,
comenta entre risas.
Las
calamidades parecían caerle en cascada; luego un caballo llamado ‘Meteoro’ le
aplastó contra una piedra la otra pierna que se le había enganchado en el
estribo.
Participaba
en un torneo de ski cuando fue embestido por una lancha que casi le parte la
cabeza: en su memoria y el cuero cabelludo quedan cicatrices de aquel aciago
suceso.
Apreciando
la grandeza
Marco
Antonio se ufana de haber aprendido a nadar por las enseñanzas de Damián Pizza, primer mexicano que cruzó
el Canal de La
Mancha , y por el campeón mundial de dorso Tonatiúh
Gutiérrez.
Como líder
estudiantil en la secundaria, comenta, apoyó la huelga magisterial de
la Federación
Sonorense de Maestros liderada por René Arvizu, quien luego fue
secuestrado y después ocupó la Dirección de Educación Pública del
Estado.
“Tenía todo,
buena ropa, educación, los mejores carros y era algo noviero, pero siempre fui
muy rebelde y le daba dolores de cabeza a mi padre, el hombre que más he
admirado en mi vida”, recuerda.
Al cumplir
quince años, su padre le regaló un viaje por el Pacífico mexicano a bordo del
buque tanque ‘Poza Rica’, capitaneado
por un capitán de apellido
Rodríguez.
Entonces
comprendió la grandeza de los mares y la majestuosidad del Golfo de California,
cuya riqueza en recursos y belleza le marcaron para siempre.
No concebía,
dice, que los bienes de estas aguas fuesen explotadas por Estados Unidos, Japón
y otros países cuyos barcos entraban y salían sin miramiento
alguno.
Quizá
aquellas remembranzas se entretejieron en su pensar mientras con cigarro entre
dientes, pistola en mano y timón en ristre conducía el ‘Díaz Ordaz’ en aquel
soberbio acto de pirataje.

A Murillo
Lozano le acompañaron en aquel arrojo ocho miembros de la tribu yaqui, miembros
de la Guardia Tradicional en
acuerdo con los gobernadores de la
etnia.
De hecho, el
abogado mantiene relación cordial con la comunidad indígena a la que admira y
aprecia, además de conocer parte de su cosmogonía, lengua y
costumbres.
Su vida ha
sido y es de estudio e investigación constante, con una cultura admirable y un
tremendo intelecto enriquecido de conceptos que entre bromas entremezcla con una
jerga de marinero perdulario.
Despuntaba a
la juventud cuando arribó a la Universidad de Sonora (Unison) en
el nivel de preparatoria en Hermosillo, para continuar en la misma casa de
estudios como Licenciado en Derecho.
A partir de
ahí, desde la
Unison , Murillo Lozano empezó a lidiar con tempestades de
verdad, en luchas que dan reciedumbre y alcanzaron su clímax en un acto de
piratería que contribuyeron a hacer patria.
Porque el
secuestro del ‘Díaz Ordaz’, aún con
la suspicacia de los pusilánimes, se sumaría a las presiones hacia el gobierno
mexicano para la declaración definitiva sobre la soberanía del Golfo de
California…
Fuimos compañeros de escuela en el Colegio Kino primero y luego en la secundaria. Cuando estábamos en el Colegio Kino éramos muy amigos; en un tiempo, llegaba por mí a mi casa en su bicicleta para irnos al Colegio. Y sí jugaba béisbol. Entre otros apodos que tuvo le decían el “Rawling” porque presumía de tener un guante de esa marca. Una vez, jugando béisbol en el campo de Fátima, al abanicar la pelota le propinó un batazo al cátcher, que era nada menos que nuestro profesor de sexto año, de nombre José Luis Ramírez.
ResponderEliminarDescanse en paz, el gran amigo Marco Antonio Murillo Lozano!
Jesús Enrique Chávez Ramírez, de Guaymas, Sonora, vecino de Hermosillo.
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