martes, 13 de agosto de 2024

MALAYERBA: REY MIDAS

 

Buena onda, generoso a la hora de invitar a los amigos, simpático y despreocupado. Y con una puntería envidiable para los negocios.

El rey Midas, le pusieron. Desde joven, estando en la universidad, se le vio emprendiendo changarros y todos ellos fructificaron. Invertía poco, porque en ese momento poco tenía, pero sacaba y sacaba dinero resultado de las ventas.

Luego le dio por las botas de avestruz, los pantalones versach. Compró una camioneta: n’ombre compa, no es una camioneta, es una camionetona, con unos rinotes, unas llantonas, estéreo de alto voltaje, tablero de madera, toda equipada.

Su fama creció en la escuela. En las calles lo veían y lo ubicaban. Su imagen engrandeció y se multiplicó a su paso, con sus éxitos. Tenía pegue con las mujeres y seguía siendo aquel tipo simpático y afebril. Combinó esas virtudes, su popularidad, con la discreción.

Pero lo discreto se le perdió pronto: eran muchos sus jonrones en los bisnes, la lana le caía a raudales, sumar y sumar; pocas restas y muchas multiplicaciones. Florecieron las bolsas de sus pantalones y engordaron su billetera.

Compró un lavado de carros y le llegaban camiones, automóviles, camionetas. Luego abrió una butic. Los pesos se le hicieron billetes. Los billetes emigraron a fajos, y luego a maletas colmadas, negras y cafés, de piel, con combinación.

Siguieron las borracheras en sus negocios. Los éxitos son para las fiestas. Las fiestas para compartir. Los señores, como él les llamaba, llegaron siguiendo sus huellas sobre el pavimento, olfateándolo, escuchando sus pasos rotundos por ese mundo empresarial.

Van a venir los señores, prepara todo: cerveza, tequila, güisqui, música, viandas de mariscos, cortes de carne asada, botanas, paté de jaiba y camarón.

Puso después un restaurante. Y en la lista de eslabones de ese ojo clínico para poner negocios, exprimirlos y seguir con vida, incluyó una tienda de teléfonos celulares y una estética para hombres y mujeres.

Adquirió tres casas. Ya tenía para entonces esposa, dos camionetas y un automóvil compacto del año. Las casas las dividió: esta para las borracheras, las reuniones con los amigos, los señores, esta otra para la familia, aquella para descansar y perderse.

A la residencia que tenía para sus francachelas le construyó en lo alto, en una terraza amplia que asomaba a la calle, una palapa, braseros grandes, con acceso directo desde el patio.
Aquí podemos divertirnos, pistearnos. Y estar pendientes de la calle, de los que pasan, por si se ofrece algo.

Una noche, en medio de una de esos encuentros de borrachera y alborotos, negociaciones y comilonas, se le incendió la palapa. Le preguntaron qué pasó. Nada, nada. Pero estaba claro que había sido un atentado. Un disfraz de accidente. Un aviso.

Le dijo a su mujer: si me buscan no estoy, no me has visto. Por qué, le contestó. Tengo miedo, me traen ganas, quieren hacerme daño.

Pasó de sus casas a otras de parientes y amigos. Dos horas, una noche, de madrugada, a salto de chapopote y ladrillo. Pasó algunos de estos ratos de fuga en hoteles y moteles. Luego no supieron.

El canalero empezó viendo huellas de camionetas de llantas grandes. Vio como cinco rodadas en ese pedacito de veinticinco metros. Huellas de pisadas, de botas. Avanzó unos pasos y un centenar de casquillos grandes aparecieron detrás de unos matorrales.

Y allá, a pocos metros, el bulto del Rey Midas. Rey muerto. Cien tiros.

Artículo publicado el 14 de julio de 2024 en la edición 1120 del semanario Ríodoce.

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