martes, 13 de agosto de 2024

MALAYERBA: SEGUNDO, TERCER FRENTE

 


Ella lo sabía. Lo sabía su hermana, su madre, las amigas y vecinas. No importaba: el señor es casado, tiene hijos, es narco. Es cierto. Pero tiene mucho dinero, mucho. Muncho, decía ella, embrujada y sedienta por el bulto de billetes en sus manos.

Iba con ella para arriba y para abajo. Centros comerciales andados y desandados, hasta los callos. Qué le hace que se canse en esas zapatillas de tacón de clavo de acero o que el pantalón ajustado, de mezclilla, se le menee tanto como ese patio trasero y vaya enseñando con su andar el montecito de vellos que marca el lindero inferior de su espalda.

Nada de eso es importante. Tampoco que la oculte detrás de los cristales polarizados de ese carro 300, color crema, que él tenía. Ella podía soportar incluso que la dejara ahí por minutos, horas, cuando la llevaba a sus vueltas.

Él iba a visitar a sus amigos, acudía a las fiestas y la llevaba a casa de sus familiares. También a los velorios y a las reuniones de negocios. Pero siempre la dejaba ahí, adentro, cobijada por la oscuridad, oyendo a Valentín, en el aire acondicionado.

A quién traes ahí. A nadie, una amiga. Y su silueta delgada podía verse apenas, a duras penas, afinando los ojos, del otro lado del polarizado. Y el carro prendido. Los seguros de las puertas activados. Nadie entra ni sale. Ni ella.

No le vayas a decir a Lupita. Lupita era su mujer. Ella se las olía, le reclamaba sus ausencias y los mapas de bilé en las mangas y el cuello de su camisa, como tatuajes efímeros en la piel de sus cachetes y pectorales.

Vete a la chingada, le contestaba iracundo a su mujer, cuando ésta le gritaba que dónde andaba, que ya sabía que se iba de puto con las pinches viejas.

Y aunque conocía la clase de esposo que tenía, no había llegado a sorprenderlo en ninguna de sus jugadas. Y a pesar de eso, de que le valía, él seguía pidiendo a sus parientes y amigos que no le fueran a contar a su mujer que ahí, en el carro, traía a alguien.

Ese alguien sin nombre ni edad. Pero con buena silueta y buena para aguantar, aguantarlo. Hasta los golpes: los más recientes fueron en el cuarto de un motel: ella le preguntaba por su mujer y él le decía que no se metiera, ella insistió y él le soltó dos cachetadas.

Abrió el bote de cerveza, lo batió frente a ella, que estaba hincada sobre la cama, y dejó caer el líquido frío sobre su cabeza. Batiendo el bote y mojándola, desparramando el ambarino para que le llegara a sus pechos, panza y piernas.

Ella lloró. Salió de ahí moqueando y en silencio. Le contó a su mamá. Me sentí como una perra, una puta. Y su mamá le contestó no te agüites, así son los hombres. Pero tiene dinero. Acuérdate: muncho dinero.

De lo otro que se enteró ni se inmutó. Su amiga, esa a la que él calificaba como la más buenota, incluso más que su novia, necesitaba dinero y se lo pidió. Él le contestó que sí, pero que iban a dar una vuelta, a cotorrear. Y cotorrearon más allá de las prendas.

Ni modo, mi’jita, así son los hombres. Ni le digas nada.

Él platicaba con orgullo. Tenía esposa, novia y se había acostado con la amiga. Ella lo sabía. Y le hablaba al celular. Mi amor, estoy triste. Ven por mí, ya me desocupé de la estética. Te espero para que me lleves a comprar zapatos. Te amo chiquito.

Artículo publicado el 21 de julio de 2024 en la edición número 1121 del semanario Ríodoce.

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