martes, 13 de agosto de 2024

MALAYERBA: LÍNEA MORTAL

 

Y más vale que te vayas al quirófano. Aquí en toco nosotros nos la arreglamos, pero allá necesitan ayuda.

De qué se trata. Avanzó preguntándose y acelerando el movimiento ondulatorio de su falda blanca. Una enfermera del Seguro debe estar dispuesta, alerta. No puede espantarse ni hacerse para atrás. Tiene que seguir, seguir, seguir.

Quiso dar la media vuelta cuando ingresó a la sala de cirugía. Era un plebe, un chamaco. No llegaba ni a veinte. Plebito, plebito.

Tendido y a su alrededor tres médicos; todos ellos especialistas: uno le metía mano y cuchillo en la parte de atrás, en la cabeza; el otro estaba esmerando sus utensilios en uno de los brazos, y uno más peleaba con tripas y pedazos de órganos en el costado izquierdo.

La escena le pareció grotesca. Sangre y más sangre. Borbotones, charcos, hilos rojos, dejando de latir, en algún lugar de la cama, del piso, de las batas y guantes, de todo ese aparaterío.

Las enfermeras atrás, a los lados, al fondo. Movían las máquinas y pasaban tijeras. Bombeo de emergencia. Corrían unos metros y luego media vuelta, de regreso. Salían por medicina y entraban con jeringas listas para las venas ya grises, ya opacas, tenues, en pleno viaje de ida.

Joven y blanco. Alto, se veía fuerte el chavalo. Se veía fuerte, pero ahí, tendido, estaba perdiendo el pleito y lo estaban perdiendo ellos, los de gorros, bisturís y batas.

No había espacio para el retorno en esa carretera veloz por la que transitaba el muchacho aquel. No había forma de regresar. Era eso y eso. Sin opciones a los lados ni miradas hacia atrás. Sin estatuas de sal ni revire ni titubeo. Colisión: así es la vida de un pistolero.

El que peleaba con los jirones ya dormidos había tomado la decisión de amputarle el brazo. El que estaba agarrado a trompadas con las tripas y los dentros, había sepultado en el vientre a un costado muerto. Y el de la cabeza suturaba con una mano y con la otra apretaba la pinza que sujetaba una bala.

Uno de ellos viró hacia la enfermera. Listo. Terminamos. No hay nada qué hacer. Ella lo miró y vio en los ojos del médico, escuchó en su voz, la resignación. Ella lo experimentó en sus oídos y en sus ojos, que también escuchaban.

Hágame un favor, le dijo el especialista. Vaya a su lugar. Así, tranquilamente. Vaya y no diga nada. Allá afuera hay un desorden y va a sobrar quién se acerque a preguntar cómo está el muchacho.

Usted calmada. Así, como estoy yo, calmada. Les debe contestar: no sé, apenas los médicos, ahí están todavía, batallando, haciendo la lucha, operándolo. Y ya, no diga más ni voltee ni dude. Y siga adelante.

Salió del quirófano y se topó de frente a dos militares y sus fusiles “getrés”. Le preguntaron. Al dar la vuelta por el pasillo hicieron lo mismo unos federales. Unos pasos más se le arremolinaron parientes, periodistas, policías. Todos preguntando.

Cumplió la fórmula al pie de la letra. Todos conformes con ella, pero envueltos en ese torbellino dubitativo e irrespirable.

Después supo la historia completa. El chavo era un matón. Sus enemigos le ganaron el jalón a él y a otros dos. Le dieron treinta balazos. Le destrozaron órganos vitales. Y cuando ella ingresaba a la sala de operación, en el monitor ya sonaba el piii de la línea mortal. Y alguien la apagaba.

Artículo publicado el 7 de julio de 2024 en la edición 1119 del semanario Ríodoce.

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