Testimonio producto de cinco décadas de
servicio en las áreas de inteligencia del Estado mexicano, el más reciente
libro de Jorge Carrillo Olea, Torpezas de la inteligencia. Las grandes fallas
de la seguridad nacional y sus posibles soluciones, abarca el conjunto de
vicisitudes en la materia que han hecho y, sobre todo, deshecho la nervadura de
la república como cuerpo territorial y político soberano, dejándolo a merced de
las fuerzas más oscuras. De este volumen, publicado por Ediciones Proceso y que
estará en circulación en los próximos días, se reproducen aquí partes relativas
a la cuestionada actuación de Manuel Bartlett como secretario de Gobernación.
CIUDAD DE MÉXICO (Proceso).-
Mi llegada a la Secretaría de Gobernación no pudo ser más desestimulante. Aquel
1 de diciembre de 1982 fue, en efecto, la antesala de una pesadilla que duraría
exactamente seis años. El horror residiría no en el trabajo que se anticipaba
fragoroso y desgastante, sino en la relación con el secretario. Como respaldo,
tenía el nombramiento presidencial y una amistad de muchos años con Miguel de
la Madrid. Nunca pensé que Manuel Bartlett, el titular de la Secretaría de
Gobernación, en vez de capitalizarla, la desconocería y agrediría. No he visto
mayor despropósito.
A sabiendas de mis proyectos
de trabajo ya avalados preliminarmente por el presidente, en lugar de
interesarse en ellos y seguramente matizarlos, los rechazó a priori. Fue toda
una sorpresa conocer su tozudez y arrogancia. Hoy pregona la idea de que él
nada sabía de los proyectos presidenciales para corregir la criminalidad
desbordante con que se convivía en la secretaría y que él increíblemente
toleró.
En el inicio de la relación
secretario-subsecretario de Gobernación reconocí en él inteligencia, cultura
política y un gran carácter ejecutivo. El contraste con estas cualidades estaba
en su terrible soberbia, su conservadurismo, su egoísmo e intolerancia a todo
lo que no partiera de él. En la más absoluta lógica, puede deducirse que él
tenía en mente un proyecto presidencialista. Fue el último secretario omnímodo
hacia el exterior. Lo increíble es que dentro de la secretaría trabajó exactamente
en sentido contrario a sus intereses. Nunca entendió la gran estructura que
dirigía y se redujo a operar con gran eficacia su oficina personal y
derivaciones, con el gran auxilio de la excelente persona que era el
subsecretario Fernando Elías Calles. Bartlett pudo haber sido un gran
secretario, tal vez el último con tan vastos poderes y recursos. Pero su
carácter se lo impidió.
Hoy, pasado su Waterloo
presidencialista, nada quiere aceptar de lo que bien sabía y toleraba. Debió
saber todo, pues era su obligación como secretario, y porque le informé tanto
irregularidades como proyectos tan oportuna y ampliamente como lo permitió. A
todo hizo oídos sordos. Supo que Gobernación desaparecía personas, de la
tortura, de que se forzaban declaraciones extrajudiciales y que se les daba
valor autoincriminatorio; que se secuestraba, extorsionaba, violaba, robaba y,
muy singularmente, que había toda una connivencia con el narcotráfico.
Las imposiciones coactivas de
Manuel Bartlett y las mentiras de Fernando Gutiérrez Barrios tuvieron para mí
un gran significado respecto de las características de mi destino oficial y el
del proyecto que tenía en mente Miguel de la Madrid. Inmediatamente percibí que
los universos de trabajo sobre los que se apoyaba la función de administrar la
supuesta inteligencia estratégica no sólo eran una simulación, sino, además, el
medio auspiciador de todo tipo de ineficiencias e irregularidades, incluso
criminales.
Había que agregar que para
conseguir tan escasos logros, la Dirección Federal de Seguridad era una gruta
de criminales, con la salvedad de algunos agentes de los originales, quienes
veían aquel desastre con total reprobación, frustración, tristeza y ninguna
resignación. Creían en la resurrección y estaban dispuestos a participar. Uno de
ellos era don Pablo González Ruelas, primer director de la DFS a quien pude
nombrar libremente. Fue el último a la salida de Zorrilla. Aunque don Pablo
González sabía ser el “sepulturero”, fue leal a su idea original de pertenecer
a una institución respetable, y ello significó para mí un gran auxilio. Durante
décadas, don Pablo había sido el jefe del “Departamento Antropológico”, como se
conocía a la instalación que operaba las intervenciones telefónicas.
El libro de Carrillo Olea
Manuel Bartlett justificaba
su relación con José Antonio Zorrilla Pérez, el director de la Federal de
Seguridad, con el argumento de que había aportado información vital para la
campaña presidencial. Cuando comenté el punto con el presidente De la Madrid, respondió
irritado que las tarjetas que le enviaban no contenían información valiosa en
ningún sentido. Dijo que era precisamente ese supuesto “servicio” de Zorrilla
lo que Bartlett adujo ante él para que fuera ratificado en su puesto.
El tiempo y la realidad
harían ver que el exceso de confianza del secretario de Gobernación en Zorrilla
conduciría a terribles deformaciones, vicios, criminalidad y riesgos, incluso
nacionales, que lo pondrían a él mismo en un camino lejano de su meta: la
Presidencia de la República.
Sin mencionar a Aceves
Castell, informé reiteradamente a Bartlett de la situación en general. Su
respuesta fue la misma en las repetidas ocasiones en que tocamos el tema: “Eres
muy ingenuo; te engañan. Zorrilla es un hombre eficiente y leal”.
Debe recordarse que cuando
Mario Moya Palencia fue secretario de Gobernación (1970-76), Bartlett era
director de Gobierno, y Zorrilla, secretario particular de Gutiérrez Barrios;
de ahí su relación. La reconocida y terrible soberbia de Bartlett fue su verdadero
obstáculo en sus ambiciones presidenciales. No necesitó enemigos, como él
quiere construirlos para explicar su fracaso. Uno de ellos, yo.
Si el presidente se mostraba
convencido de los proyectos confiados a mí y largamente comentados con él,
respecto de ellos el secretario estaba absolutamente reacio. Mi planteamiento
central era la necesidad ineludible de sustituir a la anquilosada DFS para
crear una institución que partiera de un diseño apropiado y tuviera un
desarrollo consecuente. Sin retórica alguna, era verdad que el país no podía
seguir soportando una institución como la multimencionada, y requería con
urgencia de una sustitución del nivel del desarrollo del país.
La DFS murió víctima de sus
propios venenos. Entre otros, el acabose de Zorrilla.
El incidente definitivo para
él –y consecuentemente para la Dirección– fue la muerte de Manuel Buendía, el
30 de mayo de 1984. La autoría intelectual era del propio Zorrilla, según se le
sentenció; la material, de uno de sus agentes, Juan Rafael Moro Ávila. El
asesinato del periodista fue una medida que Zorrilla tomó como acto preventivo
contra algo terrible que lo desacreditaría, pues el comunicador estaba a punto
de revelar lo mucho que ya había investigado sobre la DFS y el crimen.
Su muerte fue vulgar y
personalista, fue para silenciarlo, y tuvo un efecto lateral insospechado:
delató los nulos controles sobre la DFS; que nada hacían las contralorías
interna y federal, el Poder Legislativo, el Judicial y demás. Nadie se metía
con la DFS, la del pasado y la de ese momento.
Otro caso que contribuyó a la
desaparición de la DFS fue el secuestro, tortura y asesinato en Guadalajara, el
9 de febrero de 1985, de Enrique Camarena, agente de la DEA encubierto e
infiltrado en el narco mexicano. Las diligencias sobre su muerte revelaron
muchas irregularidades del estamento mexicano de seguridad y justicia.
Entre todo, surgió la
posesión de credenciales de la DFS por narcotraficantes, producto de la
complicidad que tenía Zorrilla con ellos. No obstante, la solución fue absurda:
hacerlo candidato a la diputación federal del primer distrito electoral de
Hidalgo. La acción equivalía a hacerlo a un lado, pero también a dotarlo de
inmunidad. Concretamente la iniciativa fue de Manuel Bartlett.
Llamaré El Salto a un grupo
de oficiales militares que, contra mi opinión, se promovió en 1986 desde el
interior de Gobernación para realizar tareas de inteligencia contra el
narcotráfico. Un grupo más de los llamados de élite que siempre manchará la
historia del país. El simple enunciado despertaba suspicacias. El grupo fue
producto de una oscura y nada institucional relación de Manuel Bartlett con
John Gavin, embajador de Estados Unidos en México. El primero buscaba la
simpatía estadunidense para su proyecto presidencial. Oficialmente ni la SRE ni
la PGR, con responsabilidades en el tema, conocieron nada. Por mi parte, nunca
supe cómo comenzó.
La primera noticia la tuve de
boca de Bartlett, quien me informó que, como parte de los esfuerzos mexicanos
contra el narcotráfico, se había decidido crear un grupo especial de élite para
la obtención de información privilegiada. Vinieron a mi cabeza otros hechos de
semejante factura, terminados todos mal y que habían dañado severamente al
gobierno que los engendró.
Soy un convencido de que los
grupos, brigadas, agrupamientos, comisiones especiales y demás entes de ese
tipo significan con el tiempo un gran dolor de cabeza. Cito como ejemplos a la
Brigada Especial, la Brigada Blanca o los Halcones, grupos que al final fueron
criminales y experiencias fatales en términos políticos. Por lo que, luego de
hablar del tema con el presidente De la Madrid, me refirió, aunque con poca
convicción, que ya Bartlett y Gavin tenían un acuerdo y que de ello se le había
informado al general Juan Arévalo Gardoqui, secretario de la Defensa, para
efectos de su apoyo.
Hablé con el general, quien,
entusiasmado y amistoso como siempre, dijo que ya se seleccionaba al mejor
personal, de acuerdo con la descripción del perfil dado por Bartlett. Al mismo
tiempo me dejó entrever su desacuerdo con la idea, pues no había conocimiento
y, menos, acuerdos entre las partes gubernamentales, cuyas responsabilidades
podrían resultar involucradas: Relaciones Exteriores y la PGR. En la Secretaría
de la Defensa había conocimiento superficial, dudas serias y preocupación por
los efectos.
Es pertinente decir desde
ahora que, de rebote, yo sería el operador de ese grupo, cualesquiera que
fueran sus modalidades orgánicas y operaciones. Asimismo hay que decir que lo
fui, pero nunca me nombraron de forma oficial, nunca responsabilizado por nadie
de algo que yo reprobaba, que no me convencía, que me preocupaba y de lo que
sabía poco. Alguien, quizá, pensaba que yo no debía saber más, que importaba
enormemente la secrecía. Al anunciarme la Defensa que el grupo, de
aproximadamente 30 personas, estaba listo, mi primera duda fue: ¿Quiénes son,
con qué criterios se reclutaron?, ¿cómo, por quién y dónde se adiestrarían para
alcanzar qué perfil, si la parte mexicana ignoraba todo? La respuesta de
Bartlett a estas dudas fue lacónica: “Tú déjaselo a los gringos”. Pero no fue
posible así como así, pues ellos mismos establecían ciertos requisitos de
selección y preentrenamiento, asunto que al general Arévalo no le agradó.
Se formó en tres
agrupamientos. Hubo un comandante, el entonces teniente coronel Rigoberto
Hernández Rivera, y un segundo comandante, el entonces capitán José Lamberto
Ponce Lara. Arreglado todo por la CIA, el grupo voló por varios itinerarios y
aerolíneas comerciales hasta coincidir en Houston.
La verdad era que a los
oficiales, sumidos en la duda, les faltaba el diseño moral, que es fundamental.
Nadie sabía de quién era la camiseta que metafóricamente usarían. Faltaba
estímulo, un ejercicio de liderazgo convincente y una misión que nunca se
explicó. Todos estos elementos tendían al deterioro de la situación que podría
llegar a extremos preocupantes, como finalmente sucedió.
En El Salto comenzaron a
reportarse ausencias en el campamento, introducción de alcohol, y quejas de las
autoridades estatales y municipales de Durango por algo que hacía turbio el
ambiente de seguridad y que, si bien no precisaban, sí advertían como de origen
militar.
El comandante de la Décima
Zona Militar en Durango, con quien esas autoridades comentaban lo sucedido,
dijo ignorar todo al respecto. Si sabía algo o se había comunicado con la
Defensa y recibido instrucciones, no lo sé. Los hechos eran informados a
Bartlett, paso a paso y con carácter oficial. Por la vía amistosa, yo lo
comentaba con el general Arévalo, en el entendido de que los canales militares
harían su parte, por lo que decidí no informar de nada al presidente De la
Madrid. No debería involucrársele, o al menos no era mi papel informarle, pues
era responsabilidad del secretario de Gobernación. Ante esta situación
frustrante y peligrosa, se decidió incorporar al grupo a la Ciudad de México en
condiciones desconocidas para mí.
A finales de octubre de ese
mismo 1988 se hizo público que el presidente electo, Salinas de Gortari, se
reuniría con el presidente electo de Estados Unidos, George Bush, en las instalaciones
de la NASA en Houston. Me alerté en el sentido de que el presidente Salinas, en
el marco de tanta confusión, podría no saber de la existencia del grupo.
Consecuentemente me comuniqué con Andrés Massieu, su secretario particular,
para pedir una cita con urgencia. Lo hice varias veces y siempre obtuve la
misma respuesta: “Al regreso de Houston, don Jorge; no hay espacio en la
agenda”. Tuve que llegar al extremo de proponer como recurso al siempre eficaz
Andrés volar con Salinas a Houston y regresar por la vía comercial, si así
convenía. Me citaron la tarde del día anterior al viaje, en el estacionamiento
del Estadio Azteca, donde estaba un helicóptero Puma. Pocos minutos después
llegó Salinas.
Abordamos y durante el
trayecto hacia su casa en Ticumán, Morelos, no me dejó hablar; era él quien
comentaba los fines del viaje. En la terraza de su casa, ante un vaso de
limonada, me preguntó: “¿Qué es eso que tiene tanta urgencia?”. Luego de mi
informe, agregó: “¿Por qué Manuel no me ha informado nada?”. Mi respuesta fue
el silencio.
El 2 de noviembre de 1988,
durante el encuentro del presidente electo Salinas de Gortari con el presidente
electo de Estados Unidos, Bush padre, El Salto tomó un espacio confidencial,
sorprendente en el intercambio de ideas entre los dos presidentes.
Ya en el gobierno de Salinas,
ese grupo llevó a cabo las operaciones de detención de Joaquín Hernández
Galicia, La Quina, en Tampico, Tamaulipas. Después se disolvió. Y por supuesto
que yo coincidí ampliamente con ese criterio.
Este adelanto de libro se publicó el 5
de agosto de 2018 en la edición 2179 de la revista Proceso.
https://www.proceso.com.mx/545968/testimonio-de-carrillo-olea-trabajar-en-gobernacion-con-bartlett-fue-una-pesadilla
No hay comentarios:
Publicar un comentario