Esta es la historia de un hombre de 78
años que dejó casa y mujer en la ciudad y se fue a vivir a las profundidades de
la Sierra de Zapalinamé, con sus chivas, sus perros y gatos desde hace 40 años
Lo iban a cambiar de lugar, pero
prefirió pensionarse antes que dejar el cañón y vender sus chivas. Foto:
Vanguardia/Marco Medina
Por: Jesús Peña
Fotos y Video: Marco Medina
Edición: Nazul Aramayo
Diseño de edición impresa: Marco Vinicio
Don Pedro.
Tres perros ladran.
Quietos.
Qué envidia, pienso mientras
miro a don Pedro acercarse desde el fondo de la majada.
¿Es don Pedro?
O lo que queda.
Hace poco que el doctor le
profetizó gastritis, vesícula y piedras en el riñón.
“No, si ando todo...”
¿Por qué?
“No sé. Le digo que traigo
una bola de achaques”.
He venido, acompañado por un
fotógrafo, hasta las profundidades del Cañón de San Lorenzo, en la Sierra
Zapalinamé, donde vive don Pedro desde hace 40 años, para que me cuente su
historia.
“Nomás que no sea mucho
tiempo porque ya voy a sacar las chivías”, dice.
Me gustaría ir con él y
caminar el cañón todo con su rebaño, propongo.
“Pos aquí voy a andar un
rato”, suelta.
Don Pedro es alto, moreno,
delgado, de facciones marcadas y brazos campesinos.
Usa una gorra desteñida que
apenas le cubre el pelo entrecano y parece que no tuviera los 78 años que dice
tener.
Son más de las 10:00 de una
mañana fresca y ceniza.
Si hemos llegado más tarde,
dice, no lo encontramos.
Ya se iba, nomás que andaba
queriendo levantar un tramo de cerca, el esqueleto de un colchón oxidado, que
se pandeó.
“Si quieren darme la mano
ustedes que tienen hartas fuerzas”, dice con su voz áspera, como lija; rasposa,
como trago de aguardiente.
Es que como se quedó
abandonado aquí varios días, pos…
Don Pedro se puso malo y
luego pos le “tocó el ocho”: se le fue su compañera de toda la vida, su
viejita, la semana pasada.
“Se siente feo. Todos los
años que duró uno”.
¿Cuántos?
“Más del tostón”.
Fue al funeral, pero nomás un
ratío, tenía los animalíos aquí encerrados y le dijo a su hermana “aquí te
encargas. Deja voy a ver las chivías”, porque las dejó ai nomás a pan y agua y
esos animales necesitan comer.
En el corral se escucha el
tintineo metálico de un cencerro.
Con suerte y don Pedro
encuentre un martillo pa arreglar la cerca.
La última vez que los rateros
entraron, se llevaron cuatro tubos de cobre, pal kilo, y el comedero de las
chivas.
El aullido de un perro
trastoca el viento. Es “El Frijol”, que anda volao con “La Lobía Chiquía”.
Quietos.
“Me acaba de parir la mamá de
esa perra que anda alborotada con el perro cabrón. Me tuvo seis de un chingazo,
pa que no digas”.
¿Sí?
“Tan muy bonitos”.
¿Y qué va hacer con tanto
perro?
“Pos yo creo que hay que
regalarlos porque pos no, pa mantenerlos es el lío”.
“El Frijol”, de romance con
la mamá y la hija. Quién fuera “El Frijol”, pienso.
Esta Majada la empezó con un cabrito que
él crió a pura teta. Foto: Vanguardia/Marco Medina
Entre el fotógrafo y yo
enderezamos la cerca, él empujando desde afuera del corral, yo jalando desde
adentro una cuerda que don Pedro amarró a la osamenta de colchón.
Don Pedro clava un palo con
un martillo en la tierra húmeda. Ha
estado lloviendo algunas tardes en el cañón y por eso el suelo está mojado.
Eco de martillazos en el
cañón, como si don Pedro martillara y otro martillo le contestara a lo lejos.
“Bájate otro poquito”, le
dice don Pedro al palo y yo pienso que así han de ser todos los hombres que
viven solos, apartados de la civilización: a falta de gente con quien hablar,
hablan con las herramientas, con las yerbas, con los animales.
El fotógrafo empuja y yo jalo
el mecate amarrado a la cerca.
El viejo me pide que dé
varias vueltas con la cuerda al palo clavado en la tierra, y eche un nudo
grande, con la punta de la reata, pa que se sostenga la cerca.
Listo.
Don Pedro platica que esta
majada la empezó con un cabrito. Él lo crio a pura teta, hasta que el corral se
le lleno de chivas.
“Todo esto estuvo lleno”, dice.
Llegó a tener 90 cabras, pero
se fueron acabando y ahorita nomás le quedan 14, con todo y un machito que anda
ai.
“A ver si agarra las grandes,
le voy a quitar las chicas pa que no las agarre, están muy chiquías. Hay que
tantearle el agua a los camotes ¿Cómo ve mi historia?”
Otra tarde en su oficina,
Sergio Marines, el director de la Sierra Zapalinamé, me cuenta que en varias
ocasiones tuvieron la intención de sacar a don Pedro del Cañón de San Lorenzo,
debido al impacto que su ganado estaba ejerciendo sobre el terreno.
“Sin embargo, con la edad y
con el tiempo ha ido disminuyendo su ato de cabras y ha respetado las áreas que
le hemos dicho que son de conservación. Sí porque cuando estaba más joven, que
eran él y otros pastores, ejercía una presión muy fuerte sobre el terreno, o
sea, estaba sobrepastoreado”.
Pero don Pedro sabe de este
trabajo, dice.
De chavío, su jefa, una mujer
de campo, tenía muchos animalitos de estos.
Entonces vivían en un
ranchito que se llama Santa Teresa y que está enfrente de donde fue el tranazo.
Un rancho con árboles, dos
norias, una iglesia.
Allí nació él y, haciéndole
la lucha, empezó a cuidar chivas.
“Ahorita con esas poquías
quiero pos… comenzar de nuez”, dice.
Aquí, la vida de don Pedro se
corta como la cinta de una vieja película que se hubiera borrado casi al
principio e iniciara junto a la mitad, cuando don Pedro trabajaba en la Junta de
Agua Potable y Alcantarillado de Saltillo (Japas).
A él lo mandaron a los pozos
de agua del Cañón de San Lorenzo.
"Vámonos, niñas. Ahorita le atacan
duro. Vámonos, chiquías, vámonos, mis chulas”. Foto: Vanguardia/Marco Medina
A falta de gente con quien hablar, el
pastor del cañón habla con las herramientas, con las yerbas, con los animales.
Foto: Vanguardia/Marco Medina
Prefiere vivir entre las montañas.
Algunas veces baja del cañón a las colonias para comprar qué comer: papa,
blanquillo, frijol cocido, pero no le gusta la ciudad. Foto: Vanguardia/Marco
Medina
"Todo el aire que aspiras aquí es puro y sano.
Allá en la ciudad respiras
pura humareda chingada,
con tantas fábricas”
La majada, que en aquel tiempo era tres bocas de cueva
abiertas en las paredes del cañón, estaba sola.
Las cuevas habían estado ocupadas, durante años, por
una señora amiga de don Pedro que también tenía chivas, pero que por razones de
edad y de salud tuvo que salir de la sierra.
Entonces don Pedro le pidió que le prestara la majada,
porque quería poner unas chivas, y la señora aceptó.
“Le dije ‘pos yo me quiero venir aquí’, dice ‘véngase,
don Pedrito, está solo’”.
Tintineo de cencerro.
Don Pedro dejó casa y mujer en la ciudad y se vino a
vivir al cañón, a su majada, con sus chivas, sus perros y sus gatos.
¿Ah, tiene gatos?
“Una gatita nomás, le puse ‘La Chiquis’”.
Entonces llegó “El Gilberto”, el huracán, y tumbó las
cuevas.
Había llovido toda la noche, “oiga”.
Al otro día, “jijo de la chingá”, que don Pedro va
entrando al barranco, vio a las chivas afuera de la majada y dijo “ya valió
madre, se me hace que se cayeron las cuevas chingadas”.
Encontró un desmadre.
El huracán acabó con todo, le tumbo todo el circo, lo
fregó.
Pero a sus chivas no les pasó nada, como suerte, ni
una falló.
De la majada nomás quedó el puro barranco y ai, al
pasito, don Pedro empezó a hacer todo esto, dice señalando las cercas y el
cuartito de block, con techos de lámina y lonas raídas, donde guarda su parrilla
de leña, su mesa, sus trastos, su cama.
Aúlla “El Frijol”. Parece que anda en brama. Bien
sobres de “La Lobía Chiquía”.
“Ai anda el cabrón muy enamorado. Todavía tiene a la
otra hasta la madre de crías y…”
Dice don Pedro, entra en su cuartito y toma su
garrocha de sotol, que le sirve de bordón, y una honda, para llegar las piedras
más lejos que los brazos, cuando hay que atajar una chiva que ande muy en la
orilla y hacer que se devuelve.
“Si se tantea no llegarla con la mano…”, dice el
viejo.
Por fin aparece “La Loba”, una perra amarilla con las
tetas colgando, la mamá de los seis cachorros que viven en un agujero del
barranco.
“¿Y pa qué quieres tanto cabrón perro, ‘Loba’?”, la
riñe don Pedro, y yo vuelvo a pensar que, quizá, cuando un hombre está solo,
que no hay gente, se acostumbra hablar hasta con sus animales.
Llegó a tener 90 cabras, pero se fueron
acabando y ahorita le quedan 14 y un machito. Foto: Vanguardia/Marco Medina
Don Pedro asegura con alambre
la vieja puerta de madera, pintada de rojo, del cuartito que él mismo levantó,
siguiendo la ruta de una de las cuevas que tumbó el huracán.
“Vente pacá, te llevo”, dice
y agarra su machete.
Una gente de campo no debe
dejar el machete.
“Vámonos, ya estuvo suave”,
grita don Pedro y abre la puerta del corral donde están encerradas sus chivas.
Pero las chivas, inteligentes
que son, nos han desconocido al fotógrafo y a mí y, testarudas que son, se
niegan a salir.
Están chiveadas.
“Vénganse pa que se salgan,
si no, no se van a salir. Desconocen a los monos”.
Apenas nos alejamos unos
pasos del corral, oímos el tintineo del cencerro bajar con la manada rumbo al
monte, don Pedro a la retaguardia con su machete y su bordón.
“El Frijol”, “La Loba” y “La
Lobía Chiquía” se adelantan.
Todos los días don Pedro debe
salir con sus chivas, por muy tarde, a las nueve, nueve y media de la mañana, y
encerrarlas a las siete y media de la tarde.
Aquí no hay descanso, llueva
o truene, a jalar.
Aunque hay veces que don
Pedro les afloja la hebra, que se vayan solas, nomás con los perros, y en la
tarde, a la hora que siempre las encierra en el corral, vuelven.
Caminamos por el monte. Las
chivas se agolpan en torno a una piedra grande, gruesa y redonda, como un
pilar, en la que el viejo ha regado unos granos de sal.
El hombre se sienta en un
peñasco a esperar que las chivas laman un poco de sal.
Ellas necesitan de sal.
Con la sal les cala la sed,
les da apetito, toman agua, comen mejor.
Quiero preguntarle a don
Pedro cómo es que sabe tanto de chivas, pero me arrepiento, cuando recuerdo que
él ha sido pastor desde muy chico.
“Me crie con ellas, fue la
escuela que tuve: las chivas”, dice.
Seguimos andando el cañón,
bajo las montañas teñidas de verde y azul, el viento fresco bufando a nuestras
espaldas.
“Sancha, sancha, sancha”, les
grita don Pedro a sus chivas, cada vez que las mira desbalagarse entre el
lomerío alfombrado de chaparros.
Así les gritaba su mamá,
dice, cuando salían al monte.
“Ya no se va muy lejos”, me
dijo un vecino del cañón, una mañana que le pregunté por don Pedro.
Y era cierto.
Don Pedro saca al ganado a
las nueve de la mañana, y lo encierra a las siete y media. Foto:
Vanguardia/Marco Medina
Pos…
seguir viviendo en mi rollo, que me deje otro ratito. No me he portado tan mal.
Que haya sido enamorado es otra cosa, ¿eh? Eso es: trae harta energía el mono”.
DON
PEDRO, PASTOR DEL CAÑÓN DE SAN LORENZO
Desde que al viejo le pesan
los años y le duele la vida, ha dejado de ir con sus cabras hasta los últimos
picachos del cañón, como hacía antes.
Y ya me dejan en paz porque
no me gusta mucho andar acompañado.
¿Por qué?
“Sabe. Así estoy impuesto,
solo, solo”.
El tintineo del cencerro ya
se oye muy lejos, ya casi no se oye.
Hay que seguirlas pa donde
vayan, dice don Pedro, y las seguimos.
Cuando salíamos de la majada
recuerdo haber visto a una chiva blanca con una tosca campana colgada del
pescuezo.
Era el cencerro.
Don Pedro dice que el
cencerro lo lleva siempre la chiva más fuerte y sirve para ubicar al rebaño por
el sonido, cuando se ha perdido en la serranía o que el día está nublado.
Si hay algo que al viejo le
revienta las pelotas, es que la gente piense que su trabajo es trabajo de
güevón, pero “güevón, ¡madres!, es una joda”, dice.
Hay partes que si hay
coyotes, tiene uno que andar al hacha.
Por cierto que hace tiempo un
oso negro bajaba al corral de don Pedro, mataba las chivas y se llevaba.
“Después la vide con dos
cachorritos, yo creo que era osa”.
¿Y usted qué hacía?
“Ni modo de agarrarla a
pedradas, si se llevó la presa, pues se la llevó, ‘llévatela, cómetela, ya la
matates...’”
“Sancha, párate, párate”,
oigo berrear a don Pedro, la manada rumiando entre el breñal.
El viejo me está contando que
algunas veces baja del cañón a las colonias para comprar qué comer: papa,
blanquillo, frijol cocido, pero la mera verdá la ciudad no le gusta.
“La gente del campo es noble,
la gente de la ciudad es violenta. La ciudad no es buena, andas entre puros
problemas y acá en el monte no, acá platicas con el de arriba y yo creo que me
escucha”.
Caminando por el monte nos
topamos con “El Frijol” que sigue tras los huesitos de “La Lobía Chiquía”.
“¿Pos qué traes ‘Frijol’?,
¿que no llenas tú o qué? Órale, vete con las chivas. Lárgate con ellas porque
te pego, ándale. Tú nomás con la muchacha”, lo regaña don Pedro, y el perro se
va con la cola entre las patas.
Don Pedro está platicando de
cuando se pensionó, que trabajaba reparando y vigilando los pozos de agua de
Japas, después Simas y finalmente Agsal, a la vez que pastoreaba sus chivas.
Lo iban cambiar de lugar,
pero don Pedro dijo que no y prefirió pensionarse antes que dejar el cañón y
vender sus chivas.
“No, les dije, yo me voy, le voy a dejar mi lugar a otro,
‘¿por qué, don Pedrito?’, no, les dije,
yo no quiero vender mis chivas. No tiene calazón de Chencha, mejor
déjenme aquí a gusto”.
Nos sentamos a descansar en
una roca, la manada reunida en el chaparral.
Unas como moscas, pero
grandotas, nos rodean, vuelan sobre nuestras cabezas, se nos pegan a la ropa.
Son tábanos.
Impacto climático en la
Sierra de Zapalinamé:
Las autoridades intentaron
sacar a don Pedro del Cañón de San Lorenzo, debido al impacto que su ganado ejercía
sobre el terreno. Pero con el tiempo, don Pedro ha ido respetando las áreas de
conservación.
Foto: Vanguardia/Marco Medina
Foto: Vanguardia/Marco Medina
Don Pedro mata uno, dos, tres
de un manotazo.
Dice que hay que tener
cuidado con estos animales, porque son muy bravos, su piquete duele mucho y da
comezón.
A él ya le han picado muchas
veces.
“A cada rato me descuido y me
chingan. A las chivas no las dejan ni comer. Ya vete, que seas la comida de un pajarito”,
le dice el viejo a un mosco muerto y lo tira al viento.
Extraño hombre este pastor de
la sierra, pienso y me pregunto si tendrá familia, amigos.
Don Pedro tiene dos hijos y
unos cinco nietos.
De repente, suben a verlo al
cañón o él baja a visitarlos.
“De los que no conozco han
der ser varios, fui medio campeón pa eso”.
Tuvo suerte con las mujeres.
“Más o menos, era enamorado
como un burro, como un perro”.
Le pregunto a don Pedro que
cómo hizo pa tener tanto pegue con las chamacas.
El viejo está tan hecho al
monte, tan metido en su mundo de chivero, que todo lo habla en fábulas
caprinas:
“Es como el coyote con las
chivas. El coyote cuando va atacar una cabra, que ve el montoncito, se va
agazapado, casi en rastra, nomás las ve de cerquita, como en aquellos
chaparríos, se levanta y ataca. La que agarre es güena”.
En un descuido, las chivas
han trepado hasta arriba de una loma empinada y tapizada de chaparros.
Don Pedro las arría desde
abajo.
“Bájate, sancha, sancha,
sancha”.
Al rato las miramos descender
por la cola del cerro.
“Ai vienen las cabronas”,
dice don Pedro.
No sé por qué, pero me
imagino que morirse aquí, bajo este cielo tan sosegado, con este aire tan
límpido, las montañas, debe ser una cosa chicha.
FOTO: VANGUARDIA/MARCO MEDINA
Qué envidia, pero…
Si don Pedro pudiera escoger…
“Eso no lo puede uno escoger.
Quién sabe. Jesús es el que tiene la última palabra de todo. Donde me toque el
ocho, ai tengo que quedar. Si Jesús dice ‘te vas a morir en el cañón’, me muero
en el cañón”.
¿Y ya se quiere morir?
No, hay mucho quehacer
todavía aquí.
¿Qué le pide a Jesús?
“Pos… seguir viviendo en mi
rollo, que me deje otro ratito. No me he portado tan mal. Que haya sido
enamorado es otra cosa, ¿eh? Eso es: trae harta energía el mono”.
Si no fuera por sus cabras,
dice el viejo, ya estaría muerto.
“Te obligan a caminar y eso
es darte vida, no dejan que tus piernas se enfríen, se tullan, siempre andas
activo. Yo aunque sea al paso camino”.
Echamos a andar.
“La Loba”, mamá de los seis
cachorros que viven con don Pedro en la majada, sale a nuestro encuentro y se
atraviesa al paso de un coche que se pierde a toda velocidad en las fauces del
cañón.
“Hazte, ‘Loba’, te
apachurran, güey, dejas a los perríos. Ya empiezan a comer los güeyes. Ahorita
les vacié una lechía que saqué de las chivas. Se prendieron. Están bien boníos.
Un güey es pintío, tiene las manchías amarías y es bravo el güey, ése te gruñe
cuando vas llegando”, platica don Pedro.
Pasado el mediodía, paramos
con el rebaño en medio de un zarzal.
“Erria, párense, pa dónde van
tan rápido. Órale, ponte a comer. Párate, loca, pos qué traes, tienes ganas de
correr, ora voy a conseguirte jale en las olimpiadas”, grita don Pedro a la
manada.
La emprendemos hasta un pozo
para que las chivas beban agua.
Don Pedro dice que como está
venteando fresco en la sierra, las chivas tomarán poca o casi nada de agua.
Llegando al pozo, sin más ni
más, don Pedro nos despide.
“Pos hasta aquí los acompaño,
señores”, dice y nos vamos.
El huracán Gilberto acabó con todo:
Volvió a construir las cercas y su
cuarto con techos
de lámina y lonas raídas, donde guarda
su
parrilla de leña, su mesa, sus trastos,
su cama.
Foto: Vanguardia/Marco Medina
Foto: Vanguardia/Marco Medina
Foto: Vanguardia/Marco Medina
Amanece llovido en el cañón.
“Eh”, grita don Pedro apenas
nos ve entrar en la majada.
Está sentado en una piedra
grande y sus chivas pastando en un arroyo.
Se oyen cantos de pájaros.
Ayer en la tarde llovió
bastante, las cabras andaban hasta arriba de la loma, pero como sabían que iba
a llover, ellas saben cuando el tiempo viene malo, se bajaron al arroyo. Total
que no pudieron comer bien y don Pedro terminó atajándose el agua, unas gototas
bien chulas, en un recodo de la sierra.
Enfilamos por el monte.
No veo por ninguna parte a
los perros de don Pedro.
“Esos cabrones me siguen
cuando quieren. Se les mete la güevonada y no vienen”, dice el viejo.
Nomás nos distraemos tantito,
las chivas de don Pedro trepan por un área restringida del cañón, una reserva
que hace 10 años compró el Gobierno y ahora mantiene en conservación.
A don Pedro se le fueron las
cabras.
‘Sancha, sancha, párate, párate’, grita
don Pedro a sus chivas cuando andan muy en la orilla; también le lanza una
piedra con su mano o con la honda. Foto: Vanguardia/Marco Medina
El viejo se lanza casi
corriendo tras las chivas.
“Sancha, sancha, sancha,
bájate, flaca”, vocifera y les tira piedras con la honda pa que se regresen.
Le pregunto qué piensa de la
ecología.
“Son animalitos, tienen qué
comer. A Jesús no se le hubiera ocurrido hacer tanto animal de esos. Yo también
tengo derechos”.
Subimos una loma por una
escalera de piedra que tiene a la entrada un arco con le leyenda “Centro
Ambiental”.
Se oye en la lejanía el
tintineo del cencerro.
Casi en la cima de la
montaña encontramos el rebaño.
“Ahorita las arriendo”, dice
don Pedro.
Desde arriba, una voz
masculina le grita que tenga cuidado con esos animales.
“Sí, ¿qué más? Necesitas
poner malla ciclónica alrededor”, responde don Pedro con un dejo de rebeldía.
La aventura nos dura poco.
Estamos de vuelta con las
cabras en el arroyo.
“Mire qué paraditas andan
comiendo ai. Ése es el detalle de estos animales, pararlas, que coman. Decía mi
abuelo ‘páralas, hijo, páralas. Cabronas, si no comen con las patas, comen con
el hocico’”, dice.
Reptamos por un cerro de
piedras resbaladizas y matorrales espinosos, buscando al rebaño, que ya se nos
perdió otra vez.
“Cuidado con las espinas”,
dice don Pedro, después que ya me he dado varios pullazos en las corvas con las lechuguillas.
Hasta que oímos el cencerro.
Parece que andan cerca.
“¿Qué dijeron?, ‘al cabo no
nos mira’, ¿eh?, se equivocaron”, dice don Pedro cuando mira a la manada
ruñendo en los chaparros.
En lo alto contemplamos el
paisaje montañoso bajo un cielo tachonado de nubes grises.
“Todo el aire que aspiras
aquí es puro y sano. Allá en la ciudad respiras pura humareda chingada, con
tantas fábricas”, dice don Pedro.
Y así se nos va otra mañana
en el cañón.
A don Pedro lo acompañan sus perros: “El
Frijol”, “La Loba”, “La Lobía Chiquía” y seis cachorros. Foto: Vanguardia/Marco
Medina
Jesús
es el que tiene la última palabra de todo. Donde me toque el ocho, ai tengo que
quedar. Si Jesús dice ‘te vas a morir en el cañón’, me muero en el cañón”.
DON
PEDRO, PASTOR DEL CAÑÓN DE SAN LORENZO
Un día más en la majada, el
sol por todo lo alto, encuentro a don Pedro cortando yerba con el machete.
Como es yerba mala, pura
espina desde la punta hasta el tronco, la va juntar y, cuando esté seca, la va
a quemar en el corral.
La yerba esta tiene mal
nombre, dice don Pedro, se llama “de la mala mujer”.
¿Por qué?
“¿Pos no ve cómo está?, más
espinas que nada, mire. Allá pal racho mío así le dicen”.
Apenas la miraba crecer entre
los sembradíos, su abuelo la sacaba de raíz.
“Vámonos, niñas. Ahorita le
atacan duro. Vámonos, chiquías, vámonos, mis chulas”, dice don Pedro y nos
echamos al monte con el rebaño.
En la garganta del cañón
sopla un viento cálido.
Entremos en un arroyo seco
que es puro peñasco y breña puntillosa.
Don Pedro dice que cuando
llueve mucho en la sierra, el agua baja a madres por estos arroyos, “el ruidazo
bien feo” y entonces él se pone de nervios, le da miedo.
“Al pasito se anda lejos,
dice el dicho”, oigo que dice don Pedro mientras vamos cruzando el arroyo
empedrado.
“No y sí es cierto, porque al
pasito aguanta uno más que yendo recio. Es que si vas muy recio, aquí si
caminas recio, te caes; si caminas despacito, no te caes”.
“Párete, flaca. Ándale que te
quiebro una pata, te voy a dejar sin un cuerno”, le grita don Pedro a una chiva
descarriada y le avienta una piedra con la mano, nomás pa asustarla.
Dice don Pedro que hay que
tener cuidado de no pegarles en la cabeza, en medio de los cuernos, porque ya
no se levantan y adiós chiva, te llamabas.
Desde abajo vemos al rebaño
reptando por una loma.
“Hay que subir por ellas”,
dice don Pedro y mientras escalamos el cerro me va contando que cuando tenía 45
años subía por aquí casi corriendo.
Entonces tenía harta
condición.
“Bájense, chiquitas, ándale
bájate, chiva. Échenle, porque nos vamos temprano…”, dice el viejo.
Entra en su habitación y toma
su garrocha de sotol, que le sirve de bordón, y una honda. Foto:
Vanguardia/Marco Medina
De chavío, su mamá, una mujer
del rancho Santa Teresa, tenía muchos animalitos de estos. Así empezó él a
cuidar chivas. Foto: Vanguardia/Marco Medina
Suerte con las mujeres. Era un enamorado
como un burro, como un perro, confiesa. Tiene dos hijos y unos cinco nietos. De
repente, suben a verlo al cañón o él baja a visitarlos. Casi una herencia.
Foto: Vanguardia/Marco Medina
Me crié con ellas, fue la escuela que
tuve: las chivas”.
DON PEDRO, PASTOR DEL CAÑÓN DE SAN
LORENZO
SOBRE EL CAÑÓN DE SAN LORENZO
> Es una de las áreas más conservadas de la
Sierra Zapalinamé.
> Posee una vegetación muy diferente al resto,
porque es cañón semitropical.
> Aquí se pueden encontrar especies de flora y
fauna como el palmito o la guacamaya enana, que son muy difíciles de hallar
fuera del cañón.
> Su mayor importancia radica en que de ahí se
extrae el agua de mejor calidad para consumo humano.
> Es uno de los pozos que más produce agua.
Compañeros y guardianes del rebaño:
Foto: Vanguardia/Marco Medina
Foto: Vanguardia/Marco Medina
Foto: Vanguardia/Marco Medina
"La gente del campo es
noble, la gente de la ciudad es violenta.
La ciudad no es buena, andas
entre puros problemas y acá
en el monte no, acá platicas
con el de arriba y yo creo
que me escucha”.
‘Pos yo me quiero venir
aquí’. Hubo un tiempo en que la majada era tres bocas de cueva abiertas en las
paredes del cañón, estaba sola. Foto: Vanguardia/Marco Medina
Le dan energía. Si no fuera por sus
cabras, dice el viejo, ya estaría muerto. Foto: Vanguardia/Marco Medina
"Te obligan a caminar y eso es
darte vida,
no dejan que tus piernas
se enfríen, se tullan, siempre andas
activo.
Yo, aunque sea al paso, camino”
Don Pedro, pastor del Cañón de San
Lorenzo
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