Además del consumidor, los vendedores de comestibles
también se han visto severamente afectados por el alza de precios, ya que sus
ventas han bajado
“Ya casi nunca comemos carne o pollo,
menos pescado, es rara la vez. Hay que apretarse la tripa porque no hay para
más”
Marcela
Trabajadora doméstica
Guadalupe hace un cálculo de
la compra que acaba de hacer en el mercado. 60 pesos por un cuarto de kilo de
carne de res, 15 de una lechuga, 22 por un pepino y un puño de rábanos y 15
pesos de plátano. En unos minutos ya gastó 112 pesos. Esos alimentos solo son
para su consumo. Vive sola.
“No me imagino lo que tiene
que gastar una familia completa”, dice.
Se jubiló hace 13 años y
desde entonces recibe una pensión. Ella sabe lo que es sufrir por llevar la
comida a la mesa, pues a una edad muy joven enviudó y tuvo que sacar adelante
ella sola a sus dos hijas, sin embargo, nunca había vivido una situación tan
difícil como hoy.
“Apenas me alcanza para mí
sola”, confiesa.
Mario tiene un puesto de
frutas y verduras en el mercado ‘El Chorrito’ desde que era pequeño, hace 50
años. Su abuela y luego su madre estuvieron al frente del puesto antes que él.
Tiene tres hijos, el mayor, estudiando la preparatoria, y el local en el
mercado es la única fuente de ingreso de su familia.
Los vendedores también han
sido severamente afectados por el alza de precios, ya que sus ventas también
han bajado.
“Si antes venían por un kilo
de aguacate ahora solo se llevan uno o dos aguacates. Todo sube, menos el
salario”, manifiesta.
El único consuelo para Mario
es que si no vende el producto, por lo menos tiene alimento para llevar a su
hogar.
El hijo de Marcela, de 17
años, solo pudo estudiar hasta la preparatoria. Tuvo que dejar la escuela para
poder aportar económicamente a su hogar y Marcela, quien ha sido trabajadora
doméstica toda su vida, ha tenido que buscar más trabajo, dice que ni así les
alcanza.
Marcela ya dejó de comprar
jitomate, cebolla, chiles y limones, el aguacate a 80 pesos el kilo dejó de
estar en su bolsa del mandado desde hace mucho tiempo.
“Ya casi nunca comemos carne
o pollo, menos pescado, es rara la vez. Hay que apretarse la tripa porque no
hay para más”.
En su última visita al
mercado, a María Teresa no le alcanzó para comprar carne, ni pollo. Asegura que
hasta hace unos tres meses todavía compraba carne tres o cuatro veces a la
semana para ella y su hijo, y ahora solo la obtienen una o dos veces a la
semana. Ella es pensionada, su hijo de 20 años es empleado en una empresa, no
tienen otros dependientes económicos y a duras penas llegan al final de la
quincena.
Tienen un automóvil, pero ya
dejaron de usarlo, se queda guardado en su cochera porque las cuentas no le
salen para comprarle gasolina; ella usa el transporte público y su hijo optó
por una motoneta más económica. Esta vez apenas lleva unas cuantas verduras
para su hogar, y sabe que con eso se tiene que arreglar por el momento.
Juan José tiene una
carnicería desde hace 28 años y no recuerda un momento tan complicado desde la
crisis de 1994 y 1995. La carne ha subido hasta en un 30 por ciento, y sus
ventas han ido bajando, sobre todo en los últimos meses.
Sabe que es un negocio de
altibajos, por ello desde hace algunos años guarda una parte de su ingreso
cuando las ventas son altas y así tener margen de maniobra en las épocas más complicadas.
“Hay que hacer un ahorro para
cuando las vacas están flacas”, dice.
Juan José sabe que a partir
de septiembre y hasta las fiestas decembrinas es una buena época para la venta
de carne, y ya espera ansioso que llegue la fecha, confía en que, a pesar de la
situación, la gente siga acudiendo a su negocio como cada año.
(REPORTE INDIGO/ CARLOS SALAZAR /Viernes 28 de julio
de 2017)
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