CIUDAD
DE MÉXICO (Proceso).- Es tristemente familiar para mí la indignación y alarma
que muchos estadunidenses sienten ante la noticia de que sus servicios de
inteligencia han confirmado que Rusia intervino en las recientes elecciones para
asegurar que Donald Trump fuera el próximo presidente.
He
vivido antes esa misma indignación, esa misma alarma.
Para
ser más específico: la mañana del 22 de octubre de 1970, en lo que por entonces
era mi casa en Santiago de Chile, escuché, junto a mi mujer Angélica, un flash
extraordinario por la radio. Un comando de ultraderecha había atentado contra
la vida del general René Schneider, jefe de las fuerzas armadas chilenas. No
había esperanza de que sobreviviera a los tres balazos que había recibido.
Angélica
y yo tuvimos la misma reacción: es la CIA, exclamamos, casi al unísono. No
teníamos en ese momento pruebas fehacientes de ello –si bien con el tiempo
aparecería abundante evidencia de que teníamos razón–, pero no dudábamos de que
se trataba de otro intento más de Estados Unidos de subvertir la voluntad del
pueblo chileno.
Seis
semanas antes, Salvador Allende, un socialista de férreas convicciones
democráticas, había ganado la presidencia, a pesar de que Washington había
gastado millones de dólares en una campaña de guerra psicológica y
desinformación tratando de prevenir aquella victoria. El gobierno de Nixon no
podía tolerar esa revolución sin violencia que proponía Allende, su programa de
liberación nacional y de justicia social y económica.
El
país estaba plagado de rumores de un posible golpe de Estado. Ya había sucedido
en Irán y Guatemala, en Indonesia y Brasil, donde mandatarios opuestos a los
intereses estadunidenses habían sido derrocados. Ahora le tocaba el turno a
Chile. Y ahora, debido a que el general Schneider se oponía tenazmente a esos
planes, lo habían ultimado.
La
muerte de Schneider no impidió que Allende asumiera el mando, pero la CIA,
obedeciendo las órdenes de Henry Kissinger, prosiguió su asalto a nuestra
soberanía durante los siguientes tres años, saboteando nuestra economía (“que
grite de dolor”, según palabras textuales de Nixon) y promoviendo bombazos y
asonadas militares. Hasta que, finalmente, el 11 de septiembre de 1973, Allende
fue depuesto, muriendo en el Palacio de La Moneda. El comienzo de una dictadura
letal que duraría 17 años. Años de tortura y ejecuciones, largos años de
desapariciones, persecución y exilio.
En
vista de tanto dolor, podría presumirse que estaría justificado cierto regocijo
de mi parte al ver a los estadunidenses agitados y furiosos ante el espectáculo
de su propia democracia mancillada por una potencia extranjera, como fue
mancillada la nuestra y la de tantas otras naciones por la potencia
precisamente de los Estados Unidos. Y, en efecto, es irónico que la CIA, la
misma agencia que para nada le importó la independencia de esas naciones, ahora
se lamente de que sus tácticas hayan sido imitadas por un pujante rival
internacional.
Puedo
saborear la ironía, pero confieso que no siento regocijo alguno. No se trata
tan solo de que, habiendo adquirido la nacionalidad estadunidense y habiendo
votado en esta última elección, de nuevo soy víctima de este tipo de siniestra
intromisión. Mi desaliento deriva de algo que va más allá de un sentido
personal de vulnerabilidad. Estamos ante un desastre colectivo: quienes votan
en los Estados Unidos no deberían sufrir lo que nosotros, los que votamos en
Chile, ya padecimos. Es intolerable que el destino de los ciudadanos, del país
que fuere, sea manipulado por fuerzas foráneas.
Y
es peligroso subestimar y despreciar la seriedad de esta violación de la
voluntad popular. Cuando Trump niega, como lo hacen también sus acólitos, que
su elección como presidente fue fruto, como aseguran los servicios de
inteligencia, de esta intervención extranjera, se está haciendo eco,
extrañamente, de los mismos argumentos con que nos respondieron los opositores
de Allende cuando muchos chilenos acusamos a la CIA de interferir en nuestros
asuntos internos. Usa términos idénticos a aquellos con que se reían de
nosotros en ese entonces: tales alegatos, ha dicho, son “ridículos” e
“inverosímiles”, mera “teoría de la conspiración”, puesto que es “imposible
saber quién está detrás de esto”.
En
Chile sí que terminamos sabiendo quién estaba “detrás de esto.” Gracias a la
Comisión Church del Senado y su valiente informe de 1976, el mundo descubrió
los crímenes de la CIA, los múltiples modos en que había destruido la
democracia en países extranjeros con el supuesto fin de salvar a ese mundo del comunismo.
Estados
Unidos merece, como lo merecen todas las naciones del planeta – incluyendo, por
cierto, a Rusia– la posibilidad de elegir a sus líderes sin que alguien en
alguna habitación remota en un país lejano determine el resultado de esa
elección. El principio de coexistencia pacífica y respeto mutuo es la piedra de
toque de la libertad y la autodeterminación de los pueblos, un principio que,
nuevamente, ha sido vulnerado, perjudicando esta vez a los Estados Unidos.
¿Qué
hacer, entonces, para restaurar la fe en el proceso democrático?
Primero,
tiene que haber una investigación pública, independiente, transparente y
exhaustiva, de manera que, si ciudadanos estadunidenses y agentes extranjeros
colaboraron para adulterar el último proceso electoral, ellos sean expuestos y
castigados, por muy poderosos que pudieran ser. El presidente electo debe
exigir tal investigación en vez de mofarse de ella. La legitimidad de su
régimen, ya menoscabada por su pérdida significativa del voto popular, depende
de ello.
Pero
hay otra misión, más elevada, que tendría que emprender el pueblo mismo de los
Estados Unidos, hagan lo que hagan los políticos y los operativos de
inteligencia. Las implicancias de este asunto deplorable deberían llevar a una
meditación incesante y despiadada acerca de este país compartido, sus valores,
sus creencias, su historia y, por cierto, su futuro.
Los
Estados Unidos no puede, de buena fe, denunciar lo que se ha perpetrado contra
sus ciudadanos decentes si no está dispuesto a confrontar lo que se perpetró en
su nombre contra ciudadanos igualmente decentes de otros países. Y como
resultado de esta autoexaminación, tendría que resolver firmemente nunca más
llevar a cabo tales actividades imperiales y altaneras.
¿Qué
mejor ocasión para que América se mire en el espejo, qué mejor momento que éste
para que el país de Lincoln enfrente su propia y auténtica responsabilidad? l
*Ariel
Dorfman es un escritor chileno-norteamericano, autor de La Muerte y la Doncella
y, recientemente, de las memorias Entre Sueños y Traidores y de la novela
Allegro.
(PROCESO/
ANÁLISIS/ ARIEL DORFMAN/ 31 DICIEMBRE,
2016)
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