Han pasado más de veinte años y parece
que fue ayer: Luis Donaldo Colosio, candidato del PRI, es asesinado; Manuel
Camacho Solís, muy cercano entonces a Carlos Salinas de Gortari, sacado de la
jugada. Da la impresión de que no todo está contado. Y no, no todo está
contado. A continuación, tres perlas perdidas en el tiempo, escritas por
Enrique Márquez a propósito de un nuevo libro en desarrollo.
Ciudad de México, 7 de
septiembre (SinEmbargo).– Enrique Márquez vivió como pocos la ruptura de Manuel
Camacho Solís con Carlos Salinas de Gortari, entre 1993 y 1994. El entonces
Presidente se inclinó por Luis Donaldo Colosio Murrieta para la candidatura
presidencial del PRI; luego vino la tragedia, los asesinados, el fin de una
ilusión que se fue desinflando.
Márquez fue asesor de
Camacho. Conversó con él durante años y hasta su muerte, hace un año.
Ahora Márquez ha decidido
escribir sobre lo que han hablado. No mucho: tres perlas que se incluyen en un
libro que prepara el Senado de la República con la coordinación del Senador
Mario Delgado.
En el libro participan
políticos como Enrique González Pedrero, Cuauhtémoc Cárdenas y Diego Fernández
de Cevallos; intelectuales como Lorenzo Meyer y Enrique Krauze y colaboradores
cercanos de Camacho como Marcelo Ebrard, Juan Enríquez Cabot, Óscar Arguelles,
Ignacio Marván y Alejandra Moreno Toscano.
El texto de Márquez a
continuación se publica con su autorización expresa.
Tres postales políticas de un mexicano
excepcional
(con algunas anécdotas y revelaciones
que el asesor había guardado para mejor ocasión, que es esta)
Enrique Márquez.
1ª Manuel Camacho murió
lamentando no haberse deslindado con Carlos Salinas de un modo más drástico y
oportuno (¡por si hubiera faltado!)
–¿No crees Enrique que nos
equivocamos, que yo debía haberle renunciado a Salinas, para romper
rotundamente y buscar la candidatura por mi cuenta, cuando me dijo que yo no
sería su candidato? [1], me cuestionó Camacho algunos meses antes de su
fallecimiento.
Confieso que la pregunta, que
Manuel me volvería a plantear en ocasión de una comida que compartimos con
Óscar Argüelles, al principio me desconcertó pues parecía sugerir que -veinte
años después de los hechos que lo separaron sin remedio de Salinas, su viejo
amigo y socio político- Camacho no había asimilado enteramente la situación.
–No licenciado, no, terció
Argüelles, siempre vehemente y preciso; no, licenciado, usted hace eso y para
pronto hubiera muerto.
***
Abrumado por los últimos
abordajes de Camacho; agobiado de algún modo por el reclamo, porque, de todo su
equipo, yo había sido el único de a quien confió lo ocurrido en el balcón
central de Palacio durante el desfile del 20 de noviembre de 1993 y a quien
consultó, al día siguiente, para la decisión de no renunciarle de golpe a
Salinas). Semanas después, volviendo a pensar en el gesto grave, en la seriedad
con los que se dirigió a mí las dos últimas veces antes de su muerte, pensé que
Manuel no se lamentaba por frustración sino por dignidad y sentido de la
vergüenza.
Camacho murió, hoy lo sé,
apenado por haber pertenecido a un proyecto y a un gobierno que, en sus
desenlaces, por sus traiciones y equivocaciones, contribuyó enormemente a
desquiciar las décadas siguientes a México.
2ª José María Córdoba en la
Torre de Tlatelolco.
Estábamos, a principios de
diciembre de 1993, en el piso Nº. 19 de la Torre de Tlatelolco, donde Camacho
despachaba desde hacía unos cuantos días como Canciller, cuando de pronto,
inusitadamente hizo su arribo José Córdoba Montoya.
–Aguántenme tantito –nos dijo
Manuel a quienes, todos de confianza, estábamos con él; voy a recibir a este
cuate.
Pasados no muchos minutos,
una vez ido Córdoba, Camacho me llamó para comentarme que el súper jefe de la
oficina de la presidencia, quien había tenido un enorme influjo sobre el
anterior Canciller (F. Solana), le había ido a prometer un armisticio, que no
se habría de inmiscuir en sus asuntos.
Camacho, el político
eternamente preocupado por la mejor política, inquieto porque a esas alturas
todavía no parecía despegar la campaña de Colosio, le había inquirido, según me
narró:
–Pepe: ¿por qué no ha
comenzado la campaña? Los primeros días para un candidato presidencial del PRI
son clave.
Córdoba, con su acostumbrada
tranquilidad, casi rayana en el desgano, contestó: es que no va a haber
campaña, Manuel. Al candidato lo vamos a colgar de la gran popularidad que tiene el Presidente
Salinas. Y ya.
–Imagínate, Enrique, lo que
Córdoba me dijo; todavía no puedo creerlo, remató Manuel.
3ª Tantas muertes, tantos
entierros, tantas ruinas de familias.
En el último encuentro de los
que dedicábamos a hablar de literatura histórica y política, de Ciencia
Política, le obsequié a Manuel un libro que había traído de un viaje a Madrid y
que hasta ese entonces ninguno de los dos había leído: la Historia de
Florencia, de Maquiavelo [2], que narra, entre otros hechos, las rencillas
palaciegas y las discordias civiles que hacia 1434 afectaban la supremacía de
los Medici y de otros prohombres de ese mundo del poder agitado y truculento y
del territorio toscano.
Abriendo el libro con
entusiasmo y no sin cierta cuita, le leí de jalón este párrafo del proemio que,
desde mi punto de vista, podría ayudarnos a entender con una gran economía los
caminos cada vez más violentos e inciertos en que había caído nuestro país
desde la crisis de unidad y la bancarrota del gobierno salinista (1993-1994),
que, por soberbia o cerrazón, lamentablemente perdió la oportunidad de
procurarle a México una gran reforma política que se correspondiese con la
económica:
“Primero se desunieron entre
sí los nobles –escribió Maquiavelo, luego los nobles y el pueblo y, por último,
el pueblo y la plebe. Y muchas veces sucedió que una de estas partes, al quedar
vencedora, se dividió también en dos. De esas divisiones siguieron tantas
muertes, tantos entierros tantas ruinas de familias como no hubo jamás en otra
ciudad (…)”
–Pues sí, Enrique –comentó
Manuel–, así fue, así está ocurriendo. Salinas, con sus complicidades y los
intereses, sacrificó el momento y todo comenzó a descomponerse, y luego,
alrededor del 2000, perdimos nuestra última gran oportunidad. El problema
ahora, Enrique, es cómo, con quién, en qué momento, con qué ideas políticas
mayores podríamos, si es que todavía se puede, devolverle a México los quicios
perdidos.
[1] 20 de noviembre de 1993, en el
balcón central de Palacio Nacional, donde Salinas Presidente y Camacho Jefe del
Departamento del Distrito Federal, presenciaban el desfile del 20 de noviembre.
Para este hecho, como para los se sucedieron hasta la renuncia de Camacho como
Comisionado para la Paz en Chiapas (16 de Junio de 1994), consultar mi libro
Por qué perdió Camacho/Revelaciones del Asesor de Manuel Camacho Solís, México,
Editorial Océano, 1995, 249 p.
[2] Edición española de 2009, de la
Editorial Tecnos.
(SIN EMBARGO.MX/ REDACCIÓN / SEPTIEMBRE
8, 2016 - 12:03 AM)
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