Los tarahumaras de la sierra
de Sinaloa son como fantasmas en esas montañas. Olvidados por el sistema
algunos ni siquiera existen, no cuentan con acta en la que aparezca su nombre o
fecha de nacimiento, pero ahí están, arrastrando las promesas de siempre, el
olvido eterno.
En el ejido de Cuitaboca la
pobreza se comparte entre tarahumaras y chabochis —hombre blanco o mestizo. Aquí no hay nada que tenga
que ver con una vida digna, ni siquiera lo básico: atención médica, educación,
agua, luz y caminos.
Enclavado en la Sierra Madre,
Cuitaboca está en los límites con Chihuahua y lo conforman más de 42 mil
hectáreas –aseguran ellos- en donde están asentados 62 caseríos.
Para llegar ahí hay que pasar
la cabecera municipal de Sinaloa y después todo es subir por cerros. Son más de
tres horas hasta el poblado de El Taste, el punto de referencia y final de los
caminos. Se sabe que se llegó cuando uno logra divisar dos enormes piedras que
simulan una tortuga, como si fuera un tótem que protege al lugar.
No cualquier vehículo resiste
el ascenso hasta El Taste; es necesario transportarse en camionetas 4X4, para
poder subir los riscos. Pero existen otras comunidades del ejido Cuitaboca a
las que ni siquiera los vehículos todo terreno logran llegar: la única forma es
caminando.
Al llegar a El Taste se ven
unas cuantas casas hechas con madera de pino, y techos de palma, con la tierra
de piso, sin más muebles que los catres que sirven de sillones durante el día.
Todavía cocinan en hornillas de leña, para ellos es impensable tener una estufa
de gas.
No hay refrigeradores porque
ni siquiera tienen luz, aunque el proyecto de electrificación está avanzando,
por lo menos se ven postes sin cables en el trayecto a Cuitaboca, pero no
llegará para todas las comunidades.
En algunas casas de El Taste
usan una batería de carro para encender uno o dos focos para medio aluzar el
interior por la noche.
Las cobijas más desgastadas
sirven de puerta para el baño, todavía usan letrinas.
Grandes recipientes atesoran
el líquido que “jalan” desde algún ojo de agua con grandes extensiones de
manguera, que igual sirve para tomar que
para bañarse, solo hay que dejar que se asiente la tierra.
A pesar de las carencias que
son evidentes, los habitantes de El Taste —todos chabochis— tienen más
oportunidades y viven mejor que los tarahumaras.
DONDE SE ACABAN LOS CAMINOS
El asentamiento de
tarahumaras más cercano e El Taste se llama La Lajita, está a una hora
caminando —no hay otra forma de movilizarse por el deterioro de los caminos
improvisados—, pero hay otros poblados donde no alcanzan las horas de un día
para llegar.
El Instituto Nacional de
Estadística, Geografía e Informática (INEGI) tiene registro que en Sinaloa hay
mil 864 indígenas que hablan Tarahumara, siendo la tercer lengua más hablada en
el estado.
Los pobladores de Cuitaboca
aseguran que no todos los tarahumaras de esa región están contabilizados, dicen
que hay alrededor de 600 indígenas de esta etnia en la zona que están visibles,
pero aseguran hay más, dispersos a lo largo de la zona serrana, a la que no han
podido llegar por el difícil acceso.
En La Lajita los niños lloran
cuando ven llegar desconocidos y corren a esconderse. Más que casas, estos son
refugios a medio construir: paredes de tierra o madera de pino, comparten
hornillas al aire libre. Aquí ya no hay baterías de carros para un foco, menos
mangueras que suban el agua. La comunidad son esos cinco refugios para 20
habitantes, donde se comparte la comida y las penas.
Colgada de una de las paredes
se ve una caja de plástico que sirve como nido para una gallina que prefieren
conservar y cuidarla para poder comer huevos; dos vacas que no matan para
ordeñarlas y tomar leche, y su maíz que siembran ellos mismos y que dosifican
para tener comida durante la temporada mala —que es cuando no llueve.
MÁS QUE EL GOBIERNO
Osiris y Hortensia
conformaron un Comité de Apoyo a Pueblos Indígenas de Sinaloa; una de Guasave y
otra de Culiacán, son las impulsoras que se organizaron para recopilar ayuda
–sobre todo productos básicos- que trasladaría a la sierra para los
tarahumaras.
El 1 de julio se emprendió el
ascenso en cuatro camionetas tipo
Pick-Up cargadas de víveres, cobijas y medicinas hasta la comunidad de El
Taste. Días antes los chabochis se dieron a la tarea de correr la voz entre los poblados de tarahumaras, a
los que pudieron llegar para que fueran
por comida.
Ese día El Taste se convirtió
en una gran fiesta de colores destellantes que cubren las pieles morenas.
Llegaron alrededor de 200 tarahumaras para recibir ayuda. Delfino Aldana, uno
de los vecinos del ejido, aseguró que en esa comunidad se ayudan unos a otros,
buscan la cordialidad para sobrevivir sumergidos entre las montañas.
“El problema son las
comunidades que están muy retiradas unas de otras y no hay camino, y hay
caminos que cuando llueve ya no se puede pasar”, aseguró Delfino, un joven que
no pasa los 25 años.
Al llegar empezaron por la
repartición de huaraches, los tarahumaras hechos bola pero en orden, esperaron
a que les dieran un par; casi todos alcanzaron, llevaron para hombres mujeres y
niños.
Luego de eso entregaron las
más de 200 despensas que llevaban con maíz, frijol, manteca, atún, leche y
Maseca.
Pero acá entre lo que más se
agradece está la sal; las bolsas de sal son valiosas porque ayuda a conservar
la carne de algún animal que lleguen a cazar.
Los tarahumaras se dedican a
sembrar maíz para autoconsumo; en septiembre después de la primera cosecha,
danzan en agradecimiento a su dios. El día de la entrega de despensas
decidieron danzar. Los chabochis se
animaron y decidieron mostrarle a los tarahumaras su baile tradicional, ellos
en veneración a la Virgen de Guadalupe.
Las pieles se mezclaron,
blancas, mestizas y morenas se unieron a bailar moviéndose al son de una
guitarra y un acordeón, golpeando fuerte los talones al piso como si quisieran
cimbrar a los cerros. Ni la lluvia que empezó a caer detuvo la danza.
Cayó la noche y dos casas
fueron habilitadas para que los tarahumaras se quedaran a dormir, las mukiras
(mujeres) hicieron temeques (tortillas)
para la cena. El menú, una olla con frijoles cocidos y otra con arroz
Muy temprano, a la mañana
siguiente, los tarahumaras se despertaron y con los las despensas al hombro se
echaron andar, a unos les esperaban tres días de camino para llegar hasta su
comunidad.
MARCELINO, EL SEÑOR DE LA CORBATA
En El Taste el viernes pasado
se distingue un hombre de entre todos, es el único que usa corbata. Su color de
piel y su complexión delatan desde lejos que es Tarahumara. Vive en La Lajita.
El hombre espera de pie con
las manos dentro de los bolsillos de un pantalón oscuro con una camisa que
atrás de la mugre que deja horas de camino es blanca, con una elegante corbata
anudada correctamente pero floja como para no ahorcarse con ella.
Ese hombre al que de entre la
gorra se le escapan las canas es Marcelino. Dice que se apellida Olguín Castro,
como la mayoría de los tarahumaras de la región, —no es su apellido original
pero nadie sabe quién se lo inventó.
Marcelino cree que tiene 78
años, casi no habla español pero escucha atento. Luego lanza una carcajada
cuando se ve descubierto que no ha entendido casi nada.
Él es uno de los 50 tarahumaras que fueron a pedir ayuda
a Culiacán, a mediados de mayo; ya
tenían cinco días cuando el Gobernador se reunió con ellos; en esa misma
reunión Mario López Valdez le regaló su corbata.
Tenían minutos en el despacho
del gobernador, cuando llegó, vestido de traje y haciéndose el chistoso: “Vengo
de una graduación, por eso ando de tacuche”, les explicó a los presentes, que
en su mayoría no habían ni empezado la escuela primaria.
—¿Quién quiere la corbata?—
lanzó Malova mientras se aflojaba el nudo para sacarla.
Solo se oían risas, hasta que
de pronto se escuchó una voz femenina que preguntó:
“¿Alguien que quiera amarrar
una gallina o un cochi?”, y ahí estaba Marcelino que levantó la mano y le pusieron
la corbata del gobernador.
Ahora Marcelino la luce en su
comunidad como símbolo de las promesas de mejoría en caminos y mejores
condiciones de vida que les hizo el Gobernador aquel día.
Para los chabochis esa
corbata representa una burla a todas las carencias que a lo largo de los años
han estado padeciendo.
El 10 de julio del año
pasado, Malova llegó en helicóptero hasta el ejido para inaugurar la
rehabilitación del camino de Agua Caliente de Cebada a Tepomena, además de un
aula en la primaria de la comunidad y un dispensario médico, pero dicen que
solo fue a tomarse foto, y a repartir
unos cuantos billetes a los niños.
El doctor que llevaban se
regresó con la comitiva y solo posó para la foto.
TENCHITO EL TARAHUMARA CULICHI
Para recibir ayuda en El
Taste, acudió Carmen, una joven que carga en sus brazos al más pequeño de la
etnia Tarahumara que viven en el ejido de Cuitaboca; menos de un mes y medio
tiene Tenchito; nació en Culiacán, cuando el grupo de indígenas decidió venir a
pedir ayuda para su comunidad.
La realidad es que Tenchito
aún no tiene nombre, pero es conocido así de cariño y en honor de Hortensia
López, artesana que radica en Culiacán y que la llevó al hospital cuando le
llegó la labor de parto.
Tres horas pasaron Carmen y
los tarahumaras, luego de aquella reunión con el gobernador, el 20 de mayo
pasado, cuando empezó con los dolores y nació el bebé.
Carmen caminó con su hijo en
brazos junto con otras mujeres y hombres tarahumaras por tres días, los pies
tienen las marcas del camino que no distinguen edad.
Ancianos, niños y adultos con
los pies partidos por caminar entre los pinos y el monte, por ahí donde no hay
veredas y se los tienen que inventar subiendo y bajando accidentados senderos,
aguantando la lluvia durante el trayecto para estar ese día y recibir la ayuda
que el gobierno les ha negado.
(RIODOCE/ Cristian Yarely Díaz/ 10
julio, 2016)
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