No había TV, no había pavimento en las calles, el alumbrado público
no existía; la energía eléctrica era deficiente, solo había un diario
constante y por ello la radiodifusión era la reina de la comunicación y
el entretenimiento, si se consideraba que solamente existían cuatro
salas de cine, dos de las cuales eran de las llamadas tropicales, es decir, sin techo ni otra defensa contra la lluvia.
En el Mochis de mitad del siglo 20, las tenebrosas noches que
constantemente generaban los consuetudinarios apagones solamente eran
cortadas por la intermitente navaja plateada que era el haz de luz
lanzado por el faro del Cerro de la Memoria hacia el horizonte infinito.
Servía de guía a la navegación aérea y marítima, pero la gente
aseguraba que hasta a los cazadores perdidos orientaba para salir de los
matorrales y poder volver a sus campamentos.
Era aún el Mochis de las calles de tierra y lodo, de los canales de
riego y drenes que cuadriculaban la incipiente mancha urbana; de los
corrales domésticos, de las ordeñas y chiqueros, de las matanzas y venta
en la calle de carne “de puerco y puerca”.
Mochis era el campo de la radiodifusión, que inició Paco Pérez, pero la programación era repetitiva. Los gustos estaban por Pedro Infante, José Alfredo Jiménez, Toña la Negra, Lola Beltrán, Miguel Aceves, Cuco Sánchez, Jorge Negrete, Lidia y Amalia Mendoza, Agustín Lara y Luis Arcaraz, entre otros.
La rutina silenciosa de Los Mochis a finales de los cincuenta y
principios de los sesenta solamente se interrumpía por el estruendo de
las bandas sinaloenses, como la Mochis, de don Porfirio Amarillas; La
Costeña, la Ahome, y de vez en cuando se aparecían por el rumbo Los
Guamuchileños de Culiacán y la Banda del Recodo. No hay que olvidar el
lastimero silbato de la fábrica de azúcar, que se escuchaba en cualquier
punto de la ciudad y funcionaba mejor que el reloj público del mercado
Juárez porque la gente no necesitaba andar por “el centro” para saber la
hora cada 30 minutos.
Los pacíficos habitantes de Los Mochis dormitaban la inactividad en
los mercados Juárez y Municipal, pero podían matar el aburrimiento en
los billares La Rata Muerta, en Cafetal, de don Enrique Jackson; en El
Bohemio, o en cantinas de conocida reputación (¿?) como Candilejas, El
Gato Negro, La Verde, La Sierra Mojada, El Tabachín, La Rondalla, La
Comadre Leal, El Dogout, Gambrinus y los clubes Corona y Carta Blanca,
todos al compás de los silbatazos de los trenes que llegaban a descargar
la caña al ingenio por lo que hoy son los bulevares Rosendo G. Castro y
Centenario.
Los grandes bailes se celebraban en la Sociedad Mutualista, el Club
de Leones, el Club de Caza y Pesca, llamado después el Campestre; en la
Cámara Júnior y el Señorial, además de en el exclusivísimo Country Club.
En tanto, procedente del norte y del Distrito Federal, se aproximaba una amenaza musical y mercadotécnica llamada rocanrol.
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