Fotos: Internet/Humberto Álvarez Machai
“¿De quién es el auto?”, me preguntó con
mirada de puñal el agente de Migración. “Mío”, respondí. Y sin pronunciar un
cortés “por favor” soltó mandón la palabra: “¡Bájese!”. Jalé la manivela pero
no pude abrir la puerta porque una nueva frase me detuvo: “Apague el motor y
ponga aquí sus llaves”, señalándome el techo del carro. Di vuelta al switch. Y
entonces salí de mi Volkswagen negro, una “pulguita”. El vigilante me dijo
entre cansado y fastidiado: “Abra la cajuela”. Cuando le aclaré que necesitaba
las llaves, de mala gana apuntó con su índice dándome a entender “tómalas”.
Levanté la capota: Llanta de refacción, cruceta, diminuto gato, un pequeño
estuche negro de plástico con herramienta y nada más. “Okey”, dijo tras echarle
una mirada. ¡Zas! Sonó cuando cerré la cajuela. Me quedé con las llaves.
Como
si fuera baraja, el migrante vio los pasaportes de mi esposa y tres hijos. Puso
sus manazas sobre el techo y se agachó a la ventanilla, los llamó por su nombre
y cada uno fue respondiendo correctamente y les regresó el documento. Con el
dorso de su mano golpeó las portezuelas en busca de algo sólido e irregular.
Dio pequeñas pataditas a las llantas esperando encontrar algo más que aire, y
terminando de rodear el auto preguntó: “¿A dónde van?”. Escuchó “…a San Diego”
y reinterrogó “¿A qué van?”. Entre sorna y broma se me ocurrió responder:
“Bueno, pues íbamos a desayunar, pero después de tanta espera, creo que mejor
vamos a comer”, no le cayó bien la respuesta. Así, con más disgusto que formalidad
dijo: “¡Pasen!” y cruzamos la frontera.
Como
decía mi abuelita: “Las tripas gruñen de hambre”. Desde la noche anterior nos
pusimos de acuerdo en familia: “Mañana vamos a desayunar al otro lado”. Y al
día siguiente, cuando salimos, ya íbamos saboreándonos unos hotcakes con huevos
revueltos y tocino. Primero cafecito negro y luego un vaso de leche helada.
Rumbo
a la garita nos encontramos lo entonces pocas veces visto: Una enorme “cola”.
Inmediatamente di la media vuelta y enfilé para Otay, el otro paso más alejado,
esperaba menos tráfico y me sorprendí. Luego de alinearme, detrás de mi auto,
en un ratito, creció la fila que se movía con tanta calmosidad que empujaba al
fastidio esquina con el berrinche.
Todavía
no existían los celulares, por eso no pude hablar al periódico y preguntar el
motivo de “la cola”. No me quedó otra que bajarme del auto y consultar al más
cercano automovilista por la tardanza. Enfurecido respondió que no sabía.
Al
rato, primero uno y luego otros helicópteros pasaron cerquita de nosotros;
abajo y a sus costados se leían las iniciales de las televisoras
estadounidenses. Entonces sí pensé: “Algo grave pasó”. Encendí el radio del
auto y escuché la noticia. “Mataron en Guadalajara a Enrique Camarena Salazar,
agente antidrogas de Estados Unidos”. Transmitieron los detalles de rigor. Por
eso el retraso en el paso a Estados Unidos. “Seguramente los migrantes
recibieron órdenes de revisar todo”, les dije a mi esposa e hijos aquel cinco
de marzo de 1985.
Fue
la segunda ocasión que vi un embrollo así desde los setentas, cuando la famosa
“Operación Intercepción” me pescó en el cruce Mexicali-Calexico. La ordenó el
presidente Richard M. Nixon, era una revisión endemoniada que también provocaba
retrasos. Los oficiales de Inmigración traían un artilugio como palo de golf,
pero que en el extremo inferior redondo tenía un espejo hacia arriba. Lo metían
bajo la carrocería para ver si no había por allí algún pegoste con droga. El
sistemita ese atormentó y disgustó. Miles de mexicanos nos sentimos ofendidos;
es que nada más por cruzar a Estados Unidos se nos estaba etiquetando como
sospechosos de narcotráfico.
Aquel
marzo del 85 no detuvieron sospechosos en la garita, pero a los pocos días
sucedió lo increíble. Un juez estadounidense sobornó con 30 mil dólares a tres
agentes de la policía estatal bajacaliforniana. Secuestraron a René Martín
Verdugo en territorio mexicano. Lo encajuelaron, se fueron a despoblado, y en
la imaginaria división territorial fronteriza la policía de Estados Unidos lo
recibió. Sigue prisionero. Fue enlistado como asociado de Rafael Caro Quintero,
el afamado narcotraficante de la época. Los estadounidenses le pusieron el dedo
como autor intelectual en el crimen de Camarena.
Otros
policías antidrogas secuestraron al doctor Humberto Álvarez Machain en
Guadalajara, acusado de cuidar a Camarena para que no se muriera cuando lo
torturaban. Encarcelado varios años, sorpresivamente lo liberaron, pero a Rubén
Zuno Arce le desgraciaron. Dijeron que era dueño de la casa donde fue el
martirio, lo citaron a un tribunal, viajó desde Guadalajara para cumplir.
Inocente, tercos descaminados lo condenaron a prisión de por vida.
Camarena
investigaba el narcotráfico en Guadalajara desde el consulado de Estados
Unidos. El 7 de febrero del 85 salió a comer, le acompañaba su esposa cuando
varios fulanos aparecieron. Nada se supo hasta el 5 de marzo, cuando
encontraron tirado su cadáver. Desde entonces, la policía de Estados Unidos
insiste en buscar más culpables aparte de los inocentes que tiene encarcelados.
En
Tijuana ejecutaron a José Juan Palafox Cadena. Era el jefe local del Centro de
Inteligencia y Seguridad Nacional (CISEN). Iba en auto solo y desarmado, estaba
a cuatro cuadras de su oficina en el Fraccionamiento Agua Caliente. Pasaditas
las diez de la noche un julio 26, dos hombres en una camioneta empezaron a
rebasarlo. Y cuando se emparejaron le dispararon seis veces, allí murió. En un
hombre con el cargo de Palafox, fue imprudente permitir ese paso y a esa hora.
El
tráfico en la garita no se detuvo, continuó como si nada el movimiento de
pasajeros en el aeropuerto, central de autobuses y carreteras. No se detuvo la
circulación en bulevares, avenidas, calles y callejones, nada de retenes u otra
forma para atajar o perseguir matarifes. Rodeando el auto de la víctima y
borrando evidencias, más curiosos y menos policías. Los agentes federales se
aparecieron al último. Transcurridos los días, oficialmente ni pista ni
detenidos. Secreto a voces: Fueron agentes estatales.
Entristece
que tal suceda entre funcionarios, duele ver el mayor empeño estadounidense
cuando les matan un compañero y la poca solidaridad de mexicanos si ejecutan a
un agente. Pero lo más grave: Oficialmente el CISEN es lo máximo en
inteligencia y seguridad de este país, no puede ser posible tanta ignorancia
para resolver el fatal enredijo, es para alarmar. Si eso pasa en el CISEN con uno
de los suyos, mal deben andar muchas cosas. No aclarar nada, despostilla a la
Secretaría de Gobernación, es tiempo de hablar sobre sogas en la casa del
ahorcado. El silencio embarra de complicidad.
Tomado de la colección “Dobleplana” de
Jesús Blancornelas, publicado por última vez en agosto de 2002.
(SEMANARIO ZETA/DOBLEPLANA / JESÚS BLANCORNELAS/
LUNES, 5 NOVIEMBRE, 2018 12:00 PM)