Lejos
de cumplir la promesa de pacificar al país, bajo el nuevo gobierno incrementa
la violencia
El
presente trabajo es colectivo, resultado de una conjunción de esfuerzos de
medios independientes, con la idea de hacer una evaluación de la violencia en
el último año, vista a través de lo que ha ocurrido en las entidades más
conflictivas del país.
Se
acaba de cumplir un año de que Andrés Manuel López Obrador tomó las riendas del
país. Ningún presidente de la época moderna lo había hecho con tantos
instrumentos de poder en sus manos, empezando porque ganó con un porcentaje de
votos que nadie había tenido en las últimas décadas desde que empezó la
alternancia en México y porque su partido obtuvo, además de la presidencia de
la república, las dos cámaras legislativas.
Ha
sido un Presidente de claroscuros. Prácticamente sin oposición, ha impuesto en
estos doce meses sus criterios en materia económica; no se presentaron las
convulsiones económicas que muchos vaticinaban, pero tampoco hubo crecimiento;
promovió una reforma laboral sin precedentes, pero la creación de nuevos
empleos fue mínima y no alcanzan para reponer los que se han perdido; canceló
la construcción del nuevo aeropuerto de Texcoco, pero sin licitar entregó la
construcción del nuevo aeropuerto de Santa Lucía al Ejército Mexicano.
Como
parte de su lucha contra la corrupción, promovió reformas para establecer ésta
como delito grave; con la Unidad de Inteligencia Financiera de la Secretaría de
Hacienda como punta de lanza, ha enfocado sus baterías contra viejos enemigos
políticos, algunos de ellos ya en la cárcel, lo cual mancha acciones que son
legítimas con el tufo de la venganza; a pesar de su discurso “pacifista” de
“abrazos no balazos”, modificó la constitución para darle más poder a las
fuerzas armadas y, a través de la Ley de Ingresos y Presupuesto de Egresos de
la Federación, ha limitado los recursos para los organismos autónomos, entre
ellos la CNDH, la FGR y el INE.
El
de Andrés Manuel López Obrador ha sido un gobierno que, como ninguno desde la
administración del general Lázaro Cárdenas, ha orientado sus acciones al
beneficio de los sectores tradicionalmente marginados, a través de programas
sociales para apoyar a las madres solteras, a estudiantes y jóvenes sin empleo
y a personas de la tercera edad.
Pero
hay un problema que el presidente no ha sabido cómo enfrentar en lo inmediato o
la forma en que lo está haciendo ha resultado un fracaso al menos en este
primer año: el narcotráfico. Generador de la mayor parte de los homicidios que
se cometen en el país, el fenómeno sigue allí, igual de enraizado en la
sociedad, con niveles de violencia incontenibles, a pesar de los programas
sociales emprendidos por su administración. De acuerdo a las cifras oficiales
disponibles, de enero a octubre del presente año se cometieron 28 mil 741
homicidios, 2.4 por ciento más que en el mismo periodo del año anterior, 2018.
La
incidencia delictiva, sobre todo los delitos de alto impacto, la mayoría de
éstos ligados al crimen organizado como son los secuestros, el robo de
vehículos, la trata de personas, la extorsión, también han ido a la alza en
estos diez meses.
De
acuerdo a los datos del Secretariado Ejecutivo del Sistema Nacional de
Seguridad, también se observan incrementos en los rubros de feminicidios, pues
en estos diez meses se han cometido 833, contra 744 que se cometieron en el
mismo periodo del año anterior; la extorsión creció 36 por ciento según los
registros y el secuestro 8.5 por ciento.
En
los doce meses de su administración, de acuerdo a un recuento realizado por el
semanario ZETA de Tijuana, han ocurrido más de 50 homicidios múltiples —enfrentamientos
entre bandas delictivas como la ejecución de 19 personas en Uruapan, Michoacán;
entre bandas y fuerzas del gobierno, como el asesinato de 14 policías
municipales en Aguililla, Michoacán y la
aprehensión fallida de Ovidio Guzmán López, en Culiacán; o masacres
contra la población como la ocurrida en Sonora contra la familia LeBarón. Todos
ellos hechos de alto impacto en las zonas donde han ocurrido y algunos de
trascendencia nacional e internacional.
Chihuahua,
que ocupa de nuevo los primeros lugares en homicidios, vio cómo la violencia se
volvió a apoderar de sus pueblos y ciudades; Guanajuato, que al final del
sexenio de Enrique Peña Nieto se colocó en el estado más violento en medio de
la guerra entre el CJNG y el de Santa Rosa de Lima, se convirtió bajo esta
administración en la número uno en crímenes relacionados con el narcotráfico,
con 2 mil 856 casos registrados en diez meses, por encima de Baja California,
donde un repunte de la violencia ha contabilizado 2 mil 425 casos en el mismo periodo.
A
pesar de este trágico marco, el discurso del Presidente se mantiene inalterado,
aunque no desprovisto de contradicciones cuando de acciones se trata. Desde la
campaña electoral dijo que no usaría la violencia contra la violencia y
esgrimió en sus mítines y entrevistas, su frase favorita: “abrazos no balazos”.
Sin
embargo, desde el inicio de su Gobierno se propuso, entre otras medidas para
combatir la violencia, crear la Guardia Nacional. Fue aprobada en febrero con
rango constitucional e integrada principalmente por elementos del Ejército
Mexicano y de la Armada de México. Todos sus mandos son militares. El acuerdo
legislativo le dio al presidente la posibilidad de emplear a las fuerzas
armadas en el combate al crimen organizado hasta el 2023.
Pero
esto no ha ocurrido hasta ahora, al menos no con éxito. Ante las presiones de
los Estados Unidos para controlar los flujos migratorios que provenían sobre
todo de Centroamérica, la recién creada Guardia Nacional se convirtió en muros
de contención de las familias migrantes en las fronteras sur y norte, mientras
los grupos criminales bañaban de sangre al país.
Para
mediados de agosto habían sido desplegados en 30 estados de la república 58 mil
602 elementos de la Guardia Nacional, sobre todo en los estados de Guanajuato,
Estado de México, Baja California, Ciudad de México, Michoacán, Veracruz,
Guerrero y Jalisco, que registran alta incidencia delictiva.
Nada
detuvo la violencia. Días antes de que se anunciara el despliegue de la Guardia
Nacional en 150 coordinaciones distribuidas en el país, un grupo de sicarios
había asesinado a 19 personas en Uruapan, Michoacán dejando a algunos colgados
de los puentes vehiculares y a otros descuartizados. 20 días después del
anuncio, fue incendiado un table dance en Coatzacoalcos, Veracruz, causando la
muerte de más de 30 personas. El 14 de octubre, 13 policías estatales de Michoacán
fueron asesinados en Aguililla, cuando apoyaban la ejecución de una orden de
aprehensión. Y se desgranaron enfrentamientos entre fuerzas del gobierno y
delincuentes en Guerrero, Jalisco,
Tamaulipas, Sonora, Guanajuato…
No
pasaba el impacto de la matanza de policías en Aguililla, cuando la fallida
detención de Ovidio Guzmán López, hijo de Joaquín Guzmán Loera, desató la furia
del Cártel de Sinaloa, cuyos gatilleros tomaron la ciudad en minutos y
doblegaron a las fuerzas de los tres niveles del Gobierno, obligando a éste a
entregar al hijo del capo preso en los Estados Unidos.
Este
hecho, de resonancia internacional en tiempo real, puso en crisis la
“estrategia” de la llamada Cuarta Transformación en materia de seguridad. El
mes anterior, durante un acto público en Tamaulipas, donde ya se vivía un
recrudecimiento de la violencia, el Presidente mandó al carajo a la
delincuencia y ratificó que el “modelo del garrotazo que convirtió al país en
un cementerio” no se repetiría bajo su gobierno. “La violencia no se enfrenta
con violencia —refrendó—, tenemos que atender las causas”.
Y
lanzó lo que se convertiría en parte de la picaresca 4Teísta en materia de
seguridad: “En Nuevo Laredo —dijo— hay un grupo que está ahí muy beligerante y
lo estamos llamando a que le bajen y que ya todos nos portemos bien, ya, al
carajo la delincuencia”. En medio de aplausos que lo interrumpieron, remató:
“¡fuchi, guácala!”.
Cuando
ocurrió lo de Culiacán, los chistes y los dogmas del Presidente se convirtieron
en pesadillas para el país entero, que empezó a cuestionar si continuaría con
su “estrategia” de seguridad, de no combatir frontalmente a las organizaciones
del crimen organizado.
Luis
Astorga Almanza, catedrático de la UNAM y coordinador de la cátedra UNESCO
“Transformaciones económicas y sociales relacionadas con el problema
internacional de las drogas”, va más allá y afirma que López Obrador no tiene
siquiera una estrategia, pues “no hay un plan claro ni objetivos, no hay metas,
no hay mecanismos de evaluación de lo que se está haciendo, no hay
absolutamente nada; lo que sí hemos visto es que reacciona a las presiones del
gobierno de los Estados Unidos”.
Lo
dice porque justo antes de la fallida Operación Ovidio, tres delegaciones
estuvieron en México y en Sinaloa, interactuando con funcionarios federales de
alto nivel y con el gobierno de la entidad. Una de ellas fue del estado de
Alabama, otra de Nueva Orleans y la tercera de la DEA
(DrugEnforcementAdministration). Entre otras cosas, afirma, vinieron a pedir la
cabeza de Ovidio.
El
Presidente ha esgrimido siempre la soberanía de México cuando habla del tema,
pero esto es muy cuestionable al menos para Guillermo Valdés Castellanos, quien
fue director del Centro de Investigación
y Seguridad Nacional (Cisen) en el sexenio de Felipe Calderón Hinojosa:
“El
gobierno de Donald Trump no logra ponerse de acuerdo en materia de seguridad
con el gobierno de López Obrador, pero si necesita imponerse en un tema, lo
único que hace es presionar a México y ahí López Obrador tiene que ceder. Es el
gobierno más poderoso del mundo, y a México no le queda de otra que cuadrarse
con Estados Unidos”.
Cuando
Estados Unidos obligó a México —con la amenaza de los aranceles— a reforzar sus
acciones en las fronteras para disminuir los flujos migratorios, le
advirtieron: ahora estamos hablando de migración, pero el otro tema es el
narcotráfico.
Lo
dijo el mismísimo Donald Trump en un tuit del 30 de mayo: “México debe vencer a
los capos y los carteles del narcotráfico. El arancel tiene que ver con detener
las drogas, así como a los ilegales”.
Valdés
Castellanos abunda: “La realidad es que López Obrador no tiene una estrategia
real de seguridad, como no la tiene su secretario de seguridad, ni su
secretario de defensa. Su política de abrazos y no balazos no está funcionando,
y la realidad es que tarde o temprano deberá enfrentar al narco con toda la
fuerza del Estado.
“Busca
erradicar la pobreza y la corrupción, y combatir la violencia y la inseguridad
con la prédica moral y el buen ejemplo, pero en el corto plazo no solucionará
el problema con su retórica, y lo grave es que, gracias a esas creencias, está
impidiendo a las fuerzas públicas actuar como lo que son. La estrategia de
seguridad no puede ir más allá de la presencia disuasiva de soldados y policías,
ya que prácticamente tienen prohibido usar la fuerza.
“Si
López Obrador fuera un predicador no habría problema que pusiera en práctica
esas recetas para reducir la inseguridad, pero no es el caso y por lo tanto
está obligado a cumplir y hacer cumplir la Constitución y el resto de las
leyes”, observó.
Para
Astorga, lo que el Presidente tiene que hacer en el corto plazo “es lo que no
se ha hecho nunca, es la creación de una política de seguridad de Estado y ésta
pasa por compromisos políticos con todas las fuerzas políticas existentes y la
sociedad civil organizada que tiene planteamientos y estudios muy razonables y
propuestas que se han hecho en distintos sexenios.
“(Pero)
hay un empecinamiento en no querer ceder e insistir en que la realidad no es la
realidad y los que estamos equivocados somos el resto del país y no ellos…”.
Y
no es que se vaya a proponer lo mismo, sino discutir qué se podría hacer con las herramientas que se
tienen actualmente; ese desprecio a Sicilia demuestra que no hay una mínima
voluntad política para escuchar a los demás ya no digas hacerles caso, simple y
sencillamente para sentarse a la mesa y entablar un diálogo civilizado.
Entonces, el panorama es bastante negativo.
Y
aunque el presidente López Obrador ha esgrimido siempre la defensa de la
soberanía, el gobierno norteamericano tiene muchos elementos para presionarlo.
Por lo pronto, Donald Trump ha decidido no designar a los cárteles mexicanas
como terroristas. Pero la amenaza sigue allí, como la espada de Damocles.
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