Ella y él estaban
esmerados en los preparativos de la boda. Emilio, el empleado del hotel que se
encargaba de organizar todo, estaba también entusiasmado. Boda de lujo y
derroche, de cumplir todos los caprichos de ella y de que él se pusiera a sus
pies en todas sus ocurrencias. Dinero había. Dinero hasta en la sopa de arroz.
Dinero en la cocina de esa casa que habían construido y en el carro lujoso que
le había comprado a la novia.
Un día llegaban con
Emilio y le decían que los manteles deberían ser de este color, el arreglo en
el centro de la mesa de esta forma, los adornos en las paredes del salón así y
le señalaba una revista de modas en la que había visto novedades usadas en
bodas.
Emilio asentía. Era
su trabajo y lo hacía muy bien. Empleado estrella del hotel, decía que sí a
todo y ponía pocos peros. Él mismo los veía apasionados, con esos destellos en
la mirada de ella, con la mirada de él en los ojos de su prometida: la tomaba
de la mano, la rodeaba con su brazo, sonría cuando ella hablaba, imantado a su
piel y su rostro, al cabello y sus manos.
Ella en cambio se le
recargaba en su brazo, lo tomaba del hombro más cercano. Lo abrazaba completo y
parecía traspasarlo, de sus pectorales hasta las paletas de su espalda. Y era
tal amor y adoración que en cada abrazo se fundían y confundían. Acaso, tal
vez, eran uno solo. Pero al día siguiente los caprichos del anterior se vencían
fácilmente. Había visto alguna novedad, lo comentaron sobre los centros de
mesa. Ella le habló a Emilio y él cambió todo el esquema. Pocos días antes de
la boda, el salón majestuoso ya los esperaba y al fin estaba todo acordado: la
música, los corazones rojos, los adornos, los invitados y su distribución, las
luces, las flores, las bebidas, el brindis, los padres de ambos, la cena y el
postre.
Entonces Emilio
recibió una llamada. Era él. Le había agarrado aprecio, porque Emilio era
eficiente y cálido, servicial. Un profesional de las fiestas. Cuando todo esto
acabe, en la noche, después de la fiesta, voy a darte un millón de dólares.
Quiero que pongas tu propio negocio. Yo te voy a ayudar. Emilio agradeció y
cuando llegó a su casa le dijo a su esposa. Quién sabe de dónde vendrá ese
dinero: no lo agarres. Le prometió no hacerlo, aunque el gesto lo conmovió y
halagó. Un día antes de la boda, hubo una balacera en una colonia de la ciudad
y varios hombres murieron. La noticia le llegó de rozón, pero hasta ahí.
Temprano, esperó la
llamada que no llegó. Se le hizo extraño no tener noticias de los novios y
estuvo a punto de buscarlos por su cuenta, pero desistió. Entró una llamada.
Era ella. Emilio. Y la voz se hizo sollozo y luego llanto. No va a haber boda.
Él pensó que era broma, pero el silencio empezó a doler. Me lo mataron, Emilio.
Me lo mataron.
Columna publicada el 27 de octubre de 2019 en la
edición 874 del semanario Ríodoce.
(RIODOCE/ JAVIER VALDEZ/ MALAYERBA/OCTUBRE 29, 2019, 6:55
AM)
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