Cuando uno pasa frente a la
casa presidencial apenas si se pueden apreciar los altos muros blancos que
esconden los montículos de tierra y pasto dispuestos como barreras de
seguridad. Se puede apreciar la gran reja verde -de herrería similar a Las
Rejas de Chapultepec que construyeron en Francia- que mandó hacer el jefe del
Estado Mayor Presidencial en el gobierno de Ernesto Zedillo, el General Roberto
Miranda, y que cerró definitivamente el viejo acceso peatonal, antes vehicular,
que pasaba frente a las puertas de Los Pinos. Cada Gobierno le ha puesto a su
sello a la seguridad y en un cuarto de siglo se han vuelto murallas que rodean
un castillo de cristal.
En el Gobierno de Enrique
Peña Nieto, el jefe del EMP, el General Roberto Miranda, homónimo de su
antecesor en la administración zedillista, ha llevado la seguridad al ridículo.
El único acceso desde hace tiempo es por el extremo norte de Los Pinos donde
hay una pluma.
El General Miranda ha
incorporado, además de las revisiones a los vehículos para evitar que sean
coches-bomba o transporten armas, que cada persona que quiere ingresar,
visitantes con citas previas o trabajadores, se tiene que bajar de su vehículo
para que lo revisen sus soldados, que abren cajuelas y guanteras. Las medidas
son mucho más rígidas, en lo físico, que para entrar a la Casa Blanca, al
Kremlin, El Vaticano o al número 10 de la Calle Downing en Londres.
Esas medidas son absurdas
cuando existen sistemas de información y bancos de datos que permiten conocer
en tiempo real todo lo que se requiera sobre la persona cuyos datos se colocan
en los sistemas. Pero los miembros del EMP no son policías chinos. Esas medidas
parecen responder más a lo que los rebasa, la beligerancia social que cada vez
que lo desea toma las calles, edificios públicos, propiedad privada y secuestra
los espacios ciudadanos, ante lo que la autoridad pactan o transan para liberar
lo tomado, sin atreverse a aplicar la ley.
La Secretaría de Gobernación
es un ícono de ello. El Palacio de Bucareli, su sede, cuenta como apéndices
permanentes vallas y muros anti manifestaciones porque no saben cuándo llegará
una protesta por un problema que en su lugar de origen -más del 95 por ciento de
las manifestaciones en la ciudad de México no son por molestias capitalinas- no
se resolvió. El miedo y las precauciones en Los Pinos en Gobernación son
recordatorio diario de los problemas de gobernabilidad en México. Se nos olvida
a veces porque son cotidianos, pero esta realidad origina la percepción en el
mundo de un Estado fallido.
La semana pasada en Guerrero,
donde hay protestas de todo tipo un día sí y el otro también, se dio algo
extraordinario en ese estado de condiciones extraordinarias. En acciones
simultáneas, normalistas de Ayotizinapa, maestros y activistas, atacaron con
bombas molotov la 35ª Zona Militar en Chilpancingo y el 27º Batallón de
Infantería en Iguala, mientras quee el Gobierno de Héctor Astudillo servía de
intermediario para que una banda de secuestradores regresara a su rehén a fin
de que los familiares de él liberaran a la madre del jefe de la banda criminal,
a quien habían secuestrado en represalia. La Ley del Talión ante la
imposibilidad de un Gobierno para gobernar, mientras que las guarniciones
militares recibieron la orden de aguantar sin defenderse. Las fotografías a la
entrada del 27º Batallón de Infantería, donde se levantaron barricadas, evocó a
los países en guerra donde las bases militares tienen que ser protegidas de sus
enemigos.
Pero en Guerrero no había una
amenaza militar. Ni siquiera simetría de fuerzas. La capacidad de fuego del
Ejército y la Policía Federal supera ampliamente a cualquier organización
social. No hay miedo porque no existe un poder asimétrico, sino que es una
posición cautelosa y preventiva porque la autoridad carece de legitimidad como
autoridad cuando de temas políticos y sociales se trata. Cuando hay un evento
de esta naturaleza, los gobiernos hacen a un lado la ley y negocian. La explicación
permanente es que no pueden aplicar la ley, que siempre es usada como eufemismo
de mano dura, porque las cosas empeorarían más.
¿De dónde viene este
argumento? Si están seguros que no habrá mejora sino mayor gravedad si hacen
aquello por lo que se pagan impuestos, ¿no significa que hay un problema de
fondo con el ejercicio de gobernar? Lo que han demostrado es incompetencia que
resuelven con lo que llaman tolerancia institucional.
La gobernabilidad está en
crisis en este país que nadie se atreve a llamar ingobernable. Lo que han
perdido las autoridades mexicanas es lo que define al poder como la capacidad
para lograr imponer la voluntad de uno sobre los otros para poder establecer
relaciones asimétricas -los gobernantes ordenan a los gobernados-, como lo
definió en 1996, poco antes de morir, el filósofo Cornelius Castoriadis.
El Gobierno no tiene el poder
para gobernar, porque de lo que carece es de los acuerdos institucionales para
hacerlo. Si los tuviera, la aplicación de la ley, cuando se violan las leyes,
sería algo normal y no algo anormal e imprudente como es hoy en día. Cuando las
autoridades hablan de la capacidad de tolerancia frente a la beligerancia
social, en realidad admiten su incapacidad para gobernar. Mientras no resuelvan
sus carencias y deficiencias, las paredes de miedo seguirán siendo el paisaje
cotidiano en este país que vive de cabeza. Es decir, mientras no haya otros
gobiernos.
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(NOROESTE/ ESTRICTAMENTE PERSONAL/
RAYMUNDO RIVA PALACIO/ 21/12/2016 | 01:00 AM)
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