En las zonas de La Paz más castigadas
por la crisis de agua la gente se agolpa tras los camiones cisterna y algunos
deben subsistir hasta dos días con 50 litros. El ejército custodia los camiones
que hacen suministro para algunas de las más de 340.000 personas afectadas.
LA PAZ, Bolivia — Los
vehículos más cotizados en los barrios de la ladera este y la zona sur de La
Paz no son ni los Mercedes-Benz, ni los Volkswagen último modelo ni los
todoterreno. Son los camiones cisterna que se mueven con parsimonia llevando
agua por la ciudad.
El suboficial Ramiro Flores,
conductor del ejército especializado en transporte pesado, dice que no ha visto
nada similar desde que estuvo en Haití con los cascos azules bolivianos, donde
repartía agua en los orfanatos. Flores llegó hace poco de la localidad
fronteriza de Pisiga, cerca de Chile, para combatir los efectos de la sequía
que azota a la región desde hace meses. Maneja un camión cisterna fabricado en
1998 y trabaja casi 24 horas al día, cuenta, con descansos esporádicos entre
entrega y entrega de agua.
La emergencia estalló a
principios de noviembre, cuando la Empresa Pública Social de Agua y Saneamiento
(Epsas) emitió un comunicado que informaba del comienzo de un racionamiento
porque las dos represas que suministran agua a más de 340.000 personas en 94
zonas de La Paz estaban a niveles mínimos. Días después, el gobierno ordenó la
destitución del gerente de la empresa. El presidente Evo Morales comparó la
situación con un terremoto. Epsas endureció los cronogramas de corte:
estableció tres horas de agua por sector cada tres días.
Las denuncias por el
incumplimiento de los horarios de distribución se multiplicaron, hubo bloqueos
en algunas calles y avenidas principales de La Paz, y también marchas de
protesta de los “sin agua” con eslóganes en contra del partido gobernante:
“Gota a gota, nuestra paciencia se agota” y “Agua sí. Evo no”, decían algunas
de las pancartas.
Poco antes de las diez de la
mañana del 25 de noviembre, el suboficial Flores llevaba varios minutos
atravesando rectas interminables y curvas cerradas para llegar a los predios de
Alalay, una fundación que trabaja con menores de escasos recursos. Su misión
era alimentar un depósito subterráneo que utilizan 80 niños. Transportaba
alrededor de once mil litros de agua para ellos y una botella grande de soda
para calmar la sed dentro del camión cisterna. Dos soldados de pocas palabras
custodiaban la carga.
Sus movimientos respondían a
las órdenes del Centro de Operaciones de Emergencia, una especie de Estado
Mayor en miniatura donde proliferan los mapas. Es el lugar desde donde se
monitorean los camiones cisterna y los volúmenes de agua de los tanques fijos
que se han instalado en diferentes puntos de la ciudad para ayudar a los
vecinos más desesperados.
Según Mario Peinado, el
general a cargo de la logística, hay más de 700 militares movilizados y un
centenar de vehículos colaborando en la entrega de agua. Las estadísticas
oficiales dicen que entre el 21 de noviembre y el 25 de noviembre se
distribuyeron 6.447.400 litros de agua, el equivalente a casi dos piscinas
olímpicas y media. Los pronósticos aseguran que no habrá lluvias fuertes hasta
mediados de diciembre.
La policía militar distribuye agua entre
los residentes de una de las zonas de La Paz afectadas por la emergencia
hídrica, el 21 de noviembre de 2016. Credit Juan Karita/Associated Press
Para Juan José Espada, quien
vive en uno de los barrios afectados por la escasez de agua, la primera señal
de alarma apareció en el cuarto de baño: una mañana, cuando despertó, el tanque
del inodoro seguía vacío. Desde entonces cuenta los días sin servicio de agua
potable como si se tratara de un condenado a muerte: nueve, diez, once, doce.
Espada tiene cuatro bidones
en los que acopia agua gracias a la colaboración de sus amigos. Usa la descarga
del retrete una sola vez al día. Aguanta dos días con solo 50 litros: la mitad
del consumo promedio que la Organización Mundial de la Salud considera óptimo
para el ser humano. Y emplea un balde naranja para recolectar agua de lluvia
para la ducha. Pero hasta el momento, dice, no ha logrado recoger nada.
El paisaje en barrios como el
suyo es una sucesión de escenas atípicas: la gente se agolpa tras los camiones
cisterna con bañadores, cubos y botellas. Los especuladores venden tachos de
colores al doble y triple de lo que valían hace un par de meses.
Hay camiones cisterna
privados que cobran más de 150 dólares por el agua que antes vendían a 40 o 50.
Algunas cafeterías han cambiado sus cucharillas de metal por otras de plástico
y sus tazas por vasos de cartón desechables. Los colegios han adelantado las
vacaciones. En los periódicos han empezado a ser noticia las tormentas fugaces.
Eduardo Forno, director de la
oficina que la organización Conservación Internacional tiene en La Paz, dice
que la escasez de agua está relacionada con varios factores: fenómenos
climáticos extremos como El Niño, el aumento de las temperaturas, una reacción
tardía de la empresa que gestiona el agua, la lentitud en la construcción de
más represas y el rápido crecimiento de dos ciudades: La Paz y El Alto.
Para Forno, la situación
actual es un tanto paradójica: “Bolivia está entre los 18 países con más oferta
de agua dulce del planeta, pero las precipitaciones no son uniformes —explica—,
y dos años seguidos de estrés hídrico en un sistema que no recibe demasiada
agua suelen convertirse en un problema serio”.
Una fila de recipientes y tachos vacíos
a la espera del camión cisterna en uno de los barrios afectados por la escasez
de agua en La Paz. Credit Aizar Raldes/Agence France-Presse — Getty Images
La sequía, una de las peores
de las últimas décadas, también se ha hecho notar en el resto del país. En la
ciudad de Cochabamba y en las comunidades del Chaco, la falta de lluvias es
casi endémica. El año pasado desapareció el lago Poopó del departamento de
Oruro.
Juan Ramón Quintana, ministro
de la Presidencia, dijo en una entrevista la semana pasada que, a corto plazo,
las alternativas para superar la crisis son la perforación de pozos y la
canalización de nuevas fuentes de agua. Recomendó a la población “adaptarse” a
la contingencia hasta que se intensifiquen las lluvias. Y lamentó la falta de
previsión de Epsas, la empresa que administra el agua: “El vicepresidente ha
anunciado un proceso penal contra los responsables por incumplimiento de
deberes. Porque no hay un delito mayor que dejar a la población sin agua”. La
Contraloría General del Estado acaba de iniciar una investigación para
establecer posibles irregularidades. La fiscalización podría demorar varios
meses.
En el jardín de Ivonne Tejada
hay media docena de baldes repletos; uno tiene un pajarito ahogado. Tejada
tiene 38 años y dos hijos. Vive en uno de los distritos castigados por el
racionamiento y dice que se turna con sus hermanos para preparar el almuerzo,
así comen todos en una sola casa y gastan menos agua.
El año pasado, por estas
fechas, Ivonne ya había instalado su pesebre, ya había decorado su árbol de
Navidad y ya estaba pensando en los regalos para su familia. Este año, sin
embargo, no puede dejar de pensar en el agua. “La prioridad ahora es tener agua
para beber, para lavar, para cocinar”, enumera.
A unas cuadras de su casa,
una señora canosa de 72 años que vive sola trata de cargar dos pequeños bidones
con agua de color marrón de una cisterna. No es agua para beber. “Pero al menos
servirá para que mi baño no huela”, se alegra.
(THE NEW YORK TIME/ ÁLEX AYALA UGARTE /
2 DE DICIEMBRE DE 2016)
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