La muerte de Fidel Castro ha desatado la
discusión sobre su legado e influencia para los cubanos. Los testimonios de la
familia Montes permiten vislumbrar las críticas y las esperanzas de esa
sociedad en el futuro próximo.
DAMIEN CAVE
LA HABANA — Cuando Fidel
Castro entró victorioso a La Habana el 8 de enero de 1959, Juan Montes Torre
corrió a las calles para celebrar. Un jornalero pobre y sin educación,
proveniente del campo en el este de Cuba, había llegado a la capital hacía unos
cuantos años y, al igual que la mayoría de sus vecinos, casi no daba crédito a
lo que sucedía.
“Estaba en shock”, recuerda
Montes. “Esos barbudos, mal vestidos, ¡ganaron! ¡Y en nombre de los pobres!”.
Desde ese momento, Montes,
que tenía 25 años, le fue fiel a Castro, quien murió el viernes. La Revolución
le dio educación, una casa y un trabajo como policía en el que llegó a cuidar
al comandante en algunas ocasiones.
Pero con el paso de los años
esa lealtad se fue desdibujando de generación en generación en la familia
Montes, y en Cuba en general. Las opiniones de su hijo se oscurecieron hace
varias décadas, durante el forcejeo con las restricciones del gobierno de
Castro. Rocío, su nieta adolescente, ha pasado la mayor parte de su juventud
sintiéndose abatida por la situación de su país.
“Hay muchos cubanos que se
levantan todos los días a batallar y batallar… y nada más”, dijo en una
entrevista. “Mi sueño es irme”.
La historia de fe y
desilusión de los Montes es muy común. Las familias cubanas han estado
discutiendo sobre Castro desde que tomó el poder. Su muerte ha producido un
intenso choque de emociones para muchos ciudadanos que reconocen que fue mucho
más que solo un personaje político. También fue el hermano, padre y abuelo de
varias generaciones cubanas: una presencia familiar cuyos ideales, caprichos y
ego moldearon la identidad y la vida diaria de todos.
Tanto para sus fanáticos como
para sus adversarios, Fidel siempre estaba ahí con sus discursos de cuatro
horas, sus carteles espectaculares y sus consignas rimbombantes (“¡Socialismo o
muerte!”) que produjeron triunfos tempranos en educación y atención médica,
junto con restricciones a la libertad de expresión, de reunión y, después, con
las constantes fallas económicas.
Su relación con el país era
notablemente personal. Robert A. Pastor, un antiguo consejero sobre América
Latina del presidente Jimmy Carter, decía que Fidel era uno de los pocos
líderes mundiales a los que se le llamaba por su nombre de pila. Muchos cubanos
se sienten cómodos al definirlo como un familiar complicado.
“Tienes que ver esto con la
cabeza fría: es como el padre que siempre ha estado allí, que ha sacado
adelante a la familia en las buenas y en las malas”, dijo en una entrevista
Carlos Alzugaray Treto, un antiguo diplomático cubano. “A veces no estás de
acuerdo con él, pero la mayor parte del tiempo estás de acuerdo con lo que ha
hecho”.
Sin embargo, Fidel no era
alguien a quien todos amaban. También era el Líder Máximo, carismático pero
rabioso, un guerrillero cuyo nombre muchos cubanos no quieren pronunciar. Como
gobernó durante muchas décadas, su impacto —y la manera en que se percibía—
cambió con el tiempo. Los cubanos nacidos antes de la Revolución lo
consideraban una fuerza transformadora, para bien o para mal. Los que nacieron
después, especialmente tras la caída de la Unión Soviética en 1989, tienden a
verlo como una terca barrera ante las oportunidades económicas y la integración
con el resto del mundo.
En vida, a menudo fue un
enigma; muerto, para las familias cubanas como los Montes, es una mezcolanza de
imágenes contradictorias, desde la del joven rebelde inspirador hasta la del
viejo desconectado.
EL PADRE
Montes escuchó hablar por
primera vez de los barbudos rebeldes cuando recogía café y frutas en los campos
de la provincia de Guantánamo, al este de Cuba. Era a principios de la década
de 1950 y los campesinos pobres de la zona habían comenzado a unirse,
rebelándose en contra de los ricos terratenientes. Castro era uno de los líderes
que exigían mejores condiciones de trabajo.
Una pareja en La Habana el sábado, un
día después de que Castro murió, a los 90 años Credit Yamil Lage/Agence
France-Press – Getty Images
El 26 de julio de 1953,
Castro orquestó su primer ataque importante que fue el asalto al cuartel
Moncada en Santiago de Cuba, ahora la segunda ciudad más importante del país.
Castro fue atrapado y tres meses después se defendió en la corte con un largo
discurso que incluyó la frase: “La historia me absolverá”. Para ese entonces,
Montes había decidido mudarse a La Habana para apoyar a Castro y su guerrilla.
“Había mucha injusticia”,
recuerda. “Golpes de Estado, crímenes. Al gobierno no le importaba para nada la
gente”.
En comparación con sus
vecinos, Cuba estaba bien en 1958, con un ingreso per cápita que en América
Latina solo superaban Argentina y Venezuela, de acuerdo con las estadísticas de
las Naciones Unidas. Sin embargo, la economía no tenía movilidad y la
desigualdad era inmensa. En las zonas rurales, donde creció Montes, más del 90
por ciento de los hogares carecían de electricidad. En La Habana las calles
estaban llenas de una combinación de portentosos Cadillacs y pordioseros
harapientos.
Después de llegar al poder en
1959, Castro prometió un cambio radical. “Hemos luchado para dar libertad y
democracia a nuestro pueblo”, dijo unos días después de su arribo triunfal a La
Habana. Cumplió, dijo Montes. Durante los meses siguientes, el gobierno de
Castro anunció planes para una reforma que otorgara tierras a los pobres,
impuestos del 80 por ciento a los autos lujosos y un gasto adicional del
gobierno para reducir el desempleo.
En diciembre de ese año,
Montes fue contratado como policía. Se trató de su primer empleo estable desde
que llegó a La Habana e incluía educación gratuita; eso lo llevó desde el
cuarto grado de primaria a obtener un diploma de preparatoria. El orgullo que
sentía de haber ascendido a la clase media puede observarse en fotografías
familiares de la época, en las que su esposa porta collares nuevos al lado de
su sonriente marido. Incluso a sus 80 años, habla de sus primeros años en la
fuerza policial con la emoción de un nuevo cadete.
“Cuando alguien cometía un
crimen, lo arrestábamos, pero siempre con un sentido de justicia”, dijo. “No
abusábamos de nadie. Había un proceso para todos. No era solo con las clases
altas”.
Desde afuera, en especial en
Washington, Castro parecía estar poniendo de cabeza al sistema de justicia
cubano, ejecutando sumariamente a sus opositores y llenando las cárceles
cubanas. No obstante, Montes dijo que vio cómo se profesionalizó la fuerza
policial cubana que alguna vez se consideró como una colección de rufianes
corruptos. Entre 1959 y 1962, según Montes, los cubanos de todo el país estaban
ansiosos por trabajar con Castro.
Sin embargo, había enemigos
cerca, la mayoría eran ricos exiliados cubanos que habían huido cuando Castro
comenzó a nacionalizar las empresas. Contaban con el apoyo de Estados Unidos y
cuando atacaron en Bahía de Cochinos el 17 de abril de 1961, Montes custodiaba
la casa de Celia Sánchez, una famosa guerrillera que fue la amante y confidente
de toda la vida de Castro.
Montes recuerda que, cerca de
las 4:00 a. m., hubo una actividad frenética adentro. Minutos después salió
Castro, rodeado de guardias armados.
“Se veía calmado”, recuerda
Montes. “Nadie supo lo que sucedía. Nadie supo que nos habían atacado”.
La Crisis de los Misiles y el
bloqueo comercial de Estados Unidos solo fortalecieron la mentalidad paranoica
de Castro, quien argumentó una y otra vez que Cuba debía mantenerse bajo un
estricto control si no querían que los imperialistas del norte invadieran la
isla y la convirtieran en un feudo de Estados Unidos.
Montes relató que a menudo
sentía que sus familiares estaban equivocados al criticar a Castro, incluyendo
a algunos que se habían ido a Estados Unidos. “La Revolución es un proceso”,
dijo. En su casa en el barrio Vedado, en La Habana, miró hacia la casa de su
hijo, al lado de la suya. “No ven las cosas con claridad”, dijo. “No se dan
cuenta de que tuvieron la oportunidad más grande del mundo: la oportunidad de
estudiar”.
Dijo que desea que los
cubanos más jóvenes de su familia puedan ver el contexto más amplio. “Antes de
la Revolución, éramos una familia pobre, sin educación y humilde”, dijo. “Entonces
hubo un cambio. Es un cambio radical que aún está madurando”.
EL HIJO
La entrada a la casa de Juan
Carlos está cubierta de viñas verdes con racimos de uvas ácidas. Hace más de
una década, tenía un restaurante privado, o paladar, como los llaman en Cuba.
También le rentaba cuartos a turistas hasta que desarrolló un nuevo negocio en
el que usa su pasaporte español para viajar a Panamá a comprar ropa y otros
artículos que vende en La Habana.
Es miembro de lo que podría
llamarse la generación del “resuelve”: quienes aprendieron a resolver o
negociar por el desabastecimiento, las regulaciones y las ineficacias del
socialismo cubano en su fase tardía. Si la imagen de su padre de Castro y la
Revolución estuvieron moldeadas por los cambios de los cincuenta y sesenta, la
suya se esculpe con la transición de la abundancia de los ochenta a escarbar
para encontrar comida en los noventa.
El cambio fue significativo.
Cuando cayó la Unión Soviética, Cuba perdió un patrocinador que le había
provisto unos 4 mil millones de dólares anuales en créditos y subsidios. La
economía se contrajo un 34 por ciento de 1990 a 1993 y hubo escasez crónica de
gasolina, jabón, comida… prácticamente de todo.
Los funcionarios cubanos
reconocieron en 1990 que el país había entrado en un “periodo especial”. Estaba
implícito que Cuba necesitaría hacer algunas excepciones a la regla. En 1993,
Castro legalizó el dólar estadounidense y permitió que los cubanos trabajaran
en decenas de industrias, en particular aquellas que le prestaban servicios a
los turistas. Los estudiosos todavía discuten el grado en que Cuba adoptó el
capitalismo durante ese periodo, pero Juan Carlos fue uno de los muchos que
sacaron provecho de eso.
Entonces tenía 31 años y ya
se sentía frustrado por la forma en que funcionaba el gobierno de Castro.
Durante sus veinte, trabajó en una agencia aduanal de Cuba, al igual que lo
había hecho su padre después de retirarse de la fuerza policial. Lo que vio
Juan Carlos, dijo, fue un sistema antidemocrático que premiaba el silencio en
lugar de la iniciativa.
Contó que su frustración
llegó a su punto máximo a fines de la década de los ochenta, cuando sufrió el
desprecio de los funcionarios del Partido Comunista por reunir recomendaciones
de colegas para mejorar la agencia. Creyó que hacía lo que el socialismo
veneraba: organizar a los trabajadores.
“Pero los tipos del partido
solo me dijeron: ‘Eso no está bien. Aquí están las cosas de las que vamos a
hablar y tú no te pares a hablar’”, recordó.
Juan Carlos sacudió la cabeza
y rio como expresando un sentimiento al que los cubanos han recurrido desde
hace tiempo para describir los desacuerdos con el gobierno: “No es fácil”.
Dejó su empleo justo antes de
la caída de la Unión Soviética. Durante los años siguientes trabajó en hoteles.
Cuando Castro legalizó los restaurantes pequeños, Juan Carlos decidió abrir uno
junto con su esposa, pero había un problema: requería un permiso del Comité
Local para la Defensa de la Revolución, el comité de vigilancia del partido en
el vecindario, pero el grupo no se había reunido en años. Así que se postuló a
sí mismo para dirigir el grupo y consiguió que sus vecinos apoyaran su
candidatura.
“Me convertí en presidente
para poder abrir el restaurante”, contó.
Sin embargo, el gobierno de
Castro nunca se alejó. En la década de los noventa hubo una relativa apertura
económica, pero solo de manera intermitente ya que Castro y su hermano Raúl,
quien asumió la presidencia en 2006, limitaban el cambio. Los negocios deben mantenerse
pequeños bajo leyes que restringen la cantidad de empleados que pueden
contratarse. Los insumos deben comprarse al gobierno y la represión es común.
Una reunión en La Habana el
sábado. Los cubanos jóvenes tienden a ver a Castro de manera menos favorable
que las generaciones anteriores. Credit Ramón Espinosa/Associated Press
Aunque hayan mejorado las
relaciones con Estados Unidos, al punto de reabrir embajadas y de la visita del
presidente Obama este año, la vida económica de la isla sigue constreñida
porque Cuba se mantiene leal al control central.
“Es como un acordeón: se
abren un poquito y luego se cierran”, dijo Juan Carlos. “Pero nunca se abren
del todo”.
La falta de igualdad
económica y racial, que había mejorado en los primeros años de la Revolución,
ha empeorado desde la década de los noventa. Los cubanos con negocios pequeños
y empleos más lucrativos en el turismo por lo general son de piel menos morena
y han ido consiguiendo ventajas con el tiempo. Algunos tienen familiares en
Miami. Otros tienen conexiones dentro del gobierno o, como en el caso de Juan
Carlos, ancestros españoles y una casa en el Vedado con espacio extra.
Reconoció que le ha ido
relativamente bien después de mucho trabajo arduo. Durante una visita invernal,
puso un video de la fiesta de 15 años de su hija en el Hotel Nacional. La
chica, Rocío, traía un vestido largo y le agradecía a sus padres mientras los
invitados bebían y bailaban. Se veía como una pequeña fiesta de graduación. Sin
embargo, para Juan Carlos y, en especial, para su hija, una noche de diversión
es algo muy distinto a la idea de vivir contentos.
LA NIETA
Rocío sueña con convertirse
en una historiadora de arte. Alta y delgada, describió a Cuba con la sutil
sofisticación que resulta de una buena educación y mucho tiempo para
reflexionar sobre las cosas. Desde su perspectiva, la isla es un purgatorio, e
incluso antes de que muriera, Castro ya era un espectro del pasado; alguien que
se estudia en los libros más que alguien que es visto.
“Fidel tenía una gran
visión”, dijo.
Sí, hay muchas cosas que dijo
amar de la Cuba de Castro: la fresca libertad de sus calles, sin delitos y rara
vez con tránsito, o el énfasis en la educación y la cultura. Dijo que a veces
temía que pudiera regresar la violencia cuando no estén Fidel ni Raúl Castro.
Sin embargo, al convertirse
en adulta ha querido irse. Su hermana mayor ya vive en España. Su mejor amiga
se fue de vacaciones a Miami un verano y se quedó; le contó a Rocío sobre los
centros comerciales atestados y las impresionantes instalaciones de su nueva
escuela. Dice que la mayoría de sus amigos esperan dejar Cuba tan pronto como
puedan.
“En mi generación no nos
preocupan la política ni los ideales”, dijo. “Solo queremos irnos. En el
extranjero puedes lograr mucho más. Puedes obtener reconocimiento por tu
trabajo internacionalmente, de parte de todo el mundo”.
La era de los discursos de Castro,
la ideología y los sucesos de la Guerra Fría no es el legado que quieren los
jóvenes de hoy. Al igual que muchos cubanos jóvenes, Rocío anhela que Cuba se
modernice. ¿Por qué no hay acceso abierto y asequible a internet? ¿Por qué no
puede entrar fácilmente a Facebook para saludar a su hermana que está en
Barcelona? ¿Por qué es tan difícil visitar el Louvre, ya sea en persona o
virtualmente?
“Creo que todo el mundo tiene
el derecho de obtener la información que desee para pensar y estudiar”, dijo.
Sostiene que es claro que el
bloqueo comercial de Estados Unidos no ayudó, pero que la mayoría de los
jóvenes consideran que su propio gobierno es el responsable de crear una
sociedad de límites.
“Fidel y Raúl comenzaron con
una buena idea”, dijo. “Simplemente no lograron lo que dijeron que iban a
lograr”.
Ella quiere lo mismo que su
abuelo y Fidel Castro querían cuando eran jóvenes: un cambio radical y una
oportunidad justa de construirse una vida bajo sus propios términos. Dijo que
los cambios de los años recientes que permitieron más empresas privadas y
viajes, ofrecen cierta esperanza, “pero no está cambiando al ritmo necesario”.
Fidel Castro está muerto
(”Fue un hombre del siglo XX”, dijo Juan Montes en una entrevista el sábado por
la noche), y desde hace mucho tiempo Rocío está lista para los cambios que
vienen. “No tenemos tiempo que perder”, dijo.
(THE NEW YORK TIME/ / DAMIEN CAVE 28 de
noviembre de 2016)
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