CIUDAD DE MÉXICO (Proceso).-
Estados Unidos reveló su verdadero ser al elegir a Donald Trump –un predador
ignorante, mendaz y matón, un racista que odia y teme a los latinos, a los
musulmanes y a las mujeres, un hombre que no cree que el planeta esté en
peligro de colapsar por razones climáticas y que va a aumentar la aflicción y
desventura de los habitantes más necesitados de su país y del mundo entero.
Estoy, como tantos estadunidenses
y tantos más en el mundo, estupefacto, pasmado, enfermo de asco.
Y, sin embargo, si miro en el
espejo y espejismo de mi vida, no debería sentir sorpresa alguna ante este
desenlace apocalíptico.
Cuando, con mi mujer y
nuestra familia, llegamos a Estados Unidos en 1980, no abrigábamos ilusiones
acerca de este país que, después de todo, había promovido el golpe militar de
1973 contra Salvador Allende, el presidente democráticamente elegido de Chile.
Como tantos exiliados de lo que entonces se llamaba el Tercer Mundo, sabíamos
que ese Estados Unidos, sus corporaciones, sus fuerzas armadas y su pueblo
mismo eran cómplices de crímenes contra la humanidad en todos los continentes.
No ignorábamos cómo, en esa “tierra de los libres”, se maltrataba a las minorías
étnicas, ni su larga historia de esclavitud, conquista y persecución de los
disidentes.
A pesar de saber todo esto,
tenía yo también razones de sobra para agradecer a ese país, y admirarlo. Mi
familia argentina ya había encontrado antes, en 1945, refugio en estas orillas.
De niño, creciendo en la prodigiosa ciudad de Nueva York en los exuberantes
años cincuenta, me había enamorado de la nación que me dio su lengua y su
música y su literatura, todas maravillas que me siguen nutriendo. Y qué extraordinario
ese experimento social y político, la búsqueda de un país más perfecto, esa
historia de resistencia a la intolerancia y el racismo entre sus ciudadanos y
trabajadores más iluminados, la generosidad sin fin con que esta tierra recibió
a tantas comunidades extranjeras y con que aceptó tantos grupos religiosos para
que adoraran libremente a su propio dios. Una tierra que incesantemente
cuestionaba sus propias lacras y limitaciones. La tierra de Dylan y Franklin
Roosevelt, de Meryl Streep y Walt Whitman, de Ella Fitzgerald y William
Faulkner y Martin Luther King –¿cómo no caer bajo el encanto y sortilegio de un
país que declaró, al fundarse, que los humanos no sólo teníamos derecho a la
vida y a la libertad, sino también el derecho a buscar la felicidad?
Me he pasado la mayoría de mi
vida híbrida y doble tratando de reconciliar estos dos Estados Unidos, uno que
reprime ferozmente nuestra humanidad y el otro que exige que esa humanidad
florezca y se expanda. Esa reconciliación tan difícil y precaria se sustentaba
en la apuesta y profecía de que algún día prevalecería en forma perdurable la
nación de los ángeles que invocó mi héroe Abraham Lincoln.
Mi creencia en la redención
de este país –del que me hice ciudadano, junto a mi esposa y ambos hijos– ha
sido puesta a prueba una y otra vez durante los 36 años que hemos residido
aquí.
Había, por cierto, algo de
esquizofrénico en ese constante ir y venir entre el espanto y la esperanza.
Porque el espanto, en efecto,
no faltó durante estas décadas. Tuvimos que padecer los años de Ronald Reagan,
colmados de avaricia y malevolencia, y protestar contra las intervenciones
estadunidenses en países soberanos que culminaron en las guerras de los Bush y
el crecimiento maligno de la “seguridad nacional”. Y lo más desalentador fue
ver, con demasiada frecuencia, cómo el Partido Demócrata se mostraba
excesivamente obsecuente con el poder y el militarismo patriotero,
vergonzosamente sumiso al privilegio y el dinero.
Pero tampoco me abandonó la
esperanza durante esa travesía traumática. Rebuscando razones para seguir
teniendo fe en otro sueño posible de Estados Unidos, me fui aferrando a
cualquier indicio que me permitiera celebrar la lucha de sus habitantes contra
la desigualdad, cada marca de progreso, cada acto colosal o mínimo de
resistencia de parte de incontables ciudadanos y organizaciones, todo lo que
prefiguraba un país de solidaridad y justicia.
Fue este perpetuo y delicado
acto de equilibrio mío y, creo, de tantos otros acá y en el resto del globo, lo
que acaba de desmoronarse, quizás para siempre.
No es mi deseo demonizar a
los millones que le han dado a Trump su victoria. En opiniones publicadas en
esta revista y muchos otros sitios, he demostrado una empecinada empatía con
las huestes que apoyaban al hombre que ha de suceder a Obama en la Casa Blanca.
Sin excusar las manifestaciones más extremas de racismo y odio que animaban a
aquellas multitudes, fui tratando de comprender las raíces de su ira, su temor,
su desafección; cómo su furia y resentimiento nacían de un intento de defender
una identidad asaltada y herida.
Pero me doy cuenta ahora de
que tal tolerancia por mi parte sólo era permisible porque pensaba que Trump no
podía ganar, que tal desenlace desolador era imposible.
Ahora que Trump ha abierto
una puerta por la cual se ha colado y exhibido todo lo que es horrible en su
Estados Unidos, no me queda otra que reconocer que lo que contemplo en el
abismo de este triunfo es tal vez el rostro verdadero de este país, su rostro
profundo y aterrador, irrevocable y permanente. El rostro que yo había querido
evitar y cuya existencia, desde niño, procuré negar. Y ahora, después de lo que
esta campaña despreciable y bellaca ha expuesto acerca de una parte tan
inmensa, tan irredimible, del pueblo estadunidense, sospecho que será imposible
reparar la grieta en esta comunidad a la que pertenezco, mal de mi grado.
¿Cómo seguir adelante,
cargando este veneno infinito que me contamina, cómo aceptar lo que tantos
inocentes van a sufrir?
He tratado de consolarme con
palabras que me regaló, el día mismo de las elecciones, Rasheed, un negro con
el que conversé mientras recorría barrios de Durham, Carolina del Norte, con mi
hijo mayor, Rodrigo, y mis nietas Isabela y Catalina, tratando de instar a que
votaran los que todavía no lo habían hecho. Ese hombre radiante, con una
actitud casi mágica de calma y bondad, de esos seres humanos que no han dejado
que la mala fortuna los infecte, intuyó mi desasosiego ante el posible triunfo
de Trump.
–Hay que tener fe –me dijo–.
Nosotros cometemos errores, pero nuestro pueblo, a la larga, en las cosas
grandes, in the big things, en las cosas que importan, por lo general, we get
it right. No nos equivocamos.
Palabras nobles y sabias que
me siguen resonando pero que no logran aliviar mi congoja inconmensurable.
¿Dije pasmo, estupefacción,
asco?
Sí, eso siento, pero algo
más, algo mucho más profundo y duradero.
Estoy de duelo. De duelo por
un país que, para mí, acaba de morirse, que se murió cuando sus ciudadanos, mis
ciegos conciudadanos, eligieron a Donald Trump, misógino y mentiroso y vil,
como su líder.
(PROCESO/ ANÁLISIS/ ARIEL DORFMAN/ 15
NOVIEMBRE, 2016)
El último libro de Ariel Dorfman es
Allegro.
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