Raúl se preparaba para la
carrera. Estaba acostumbrado a las contiendas, a hacer ejercicio. No se
confiaba, con todo y sus piernas de acero, que eran extensión de pedales y el
cuadro, las llantas, los rines, los rayos: acero y hule, resistencia y músculo,
nudos de tendones y huesos, continuación del bombeo sanguíneo y el aire que
permitía la circulación veloz de las ruedas.
Entrenar todos los días.
Desde el domingo hasta el día previo al lunes. Todos. En la ciudad se le
conocía por ese esfuerzo, los premios, el desempeño en las competencias. En la
comunidad deportiva lo admiraban y seguían. Era un ídolo, un referente en el
ciclismo, ejemplo de dedicación y disciplina. Era común verlo por el malecón,
la avenida principal, los acotamientos de la carretera cercana, dibujando
círculos con sus piernas, derritiéndose sobre el minúsculo asiento, surcando el
viento, como soldado envuelto en licra y en ese casco de negra telaraña en el
pelo.
Sintió ese desplazar más
lento y pesado. No era gran cosa pero él y esa bicicleta se mandaban señales
mutuas. Me falta aire en la llanta trasera, pareció decirle. Se dirigió al
multiservicio que estaba cerca, junto a la gasolinera.
Llegó al local y buscó la
manguera para conectarla con el niple de la llanta. En cuclillas, sudoroso y
confiado. No escuchó el chirriar de un carro que quedó justo enfrente ni los
gritos de una mujer que pasaba cerca y vio al pistolero sacar de los intestinos
del vehículo un fusil automático. Tampoco cuando el hombre cortó cartucho y se
parapetó para asirse bien de suelo y acerar sus músculos. Apuntó. Y empezó a
disparar: volaron hechos añicos lo cristales, los pedazos de plástico, el
hocico de la bomba de gasolina, los productos del aparador, piezas de ladrillo
y concreto, chorros de sangre y gasolina. Las ráfagas multiplicaron los pedazos
y aceleraron el viento. Tornado de proyectiles y pedazos de vidrio y vida.
El cañón humeante dejó de
escupir y el matón se subió al vehículo con una serenidad de obispo. Arrancó a
toda velocidad, dejando atrás destrucción y muerte. El objetivo había sido
cumplido. Matar al de la gasolinera, porque además de magnum y Premium vendía
polvo y no tenía permiso de los jefes. El despachador quedó tirado, cerca de la
entrada de una oficina. Era evidente que había intentado huir. Todo inservible,
polvoriento, en ruinas. Todo, incluso Raúl: quedó junto a la bicicleta, cuyas
ruedas no dejaban de dar vueltas. Y en los alrededores, la nada.
La ciudad lloró. Los
deportistas se declararon en duelo. Dijeron que había sido una bala perdida.
Pero no. Ahí no hay balas perdidas: todas tienen dueño y destino.
(RIODOCE/ COLUMNA “MALAYERBA” de Javier
Valdez/ 14 noviembre, 2016)
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