CIUDAD DE MÉXICO (Proceso).-
Cuando se pensaba que el presidencialismo metaconstitucional había terminado,
Enrique Peña Nieto y sus corifeos decidieron que ellos podían seleccionar
arbitrariamente a los sacrificados para validar que su partido, el PRI,
encabezará la cruzada contra la corrupción y la impunidad. Eligieron a Javier
Duarte, el gobernador veracruzano, y algunos de sus allegados.
Después de las elecciones del
pasado 5 de junio, el presidente y su círculo cercano concluyeron que la
derrota en siete de las 12 gubernaturas en disputa era una expresión ciudadana
de repudio a la corrupción, por lo cual el nuevo dirigente priista, Enrique
Ochoa Reza (al asumir su cargo el 12 de julio de 2012) señaló que su partido
“tiene que ser garante de la honestidad de sus gobiernos” y exigir “su
fiscalización, incluso su destitución”.
Para respaldar sus
señalamientos, los peñanietistas eligieron a Javier Duarte y a un grupo de sus
amigos como los sacrificables. Así, el pasado 26 de septiembre resolvieron
suspender los derechos como militantes priistas del todavía gobernador y otros
seis políticos veracruzanos.
Es evidente que es una
decisión arbitraria, porque aunque ciertamente pesan muchas denuncias públicas
en contra del mandatario –además de que la Procuraduría General de la República
atrajo las averiguaciones vinculadas a las denuncias presentadas en su contra–
es un hecho que hay otros gobernadores, exgobernadores e incluso exfuncionarios
veracruzanos que están en la misma o peor situación, y el partido no actúa de
la misma manera.
Desde luego, el caso más
escandaloso entre los exgobernadores es el del coahuilense Humberto Moreira,
expresidente del Comité Ejecutivo Nacional del PRI: el exsecretario ejecutivo
del Sistema de Administración Tributaria de dicha entidad, Héctor Javier
Villarreal, y su suegra, Herminia Martínez de la Fuente, llegaron a un acuerdo
con el gobierno estadunidense y entregaron algunas de sus propiedades en aquel
país a cambio de su libertad.
Tampoco se puede menospreciar
el caso del exmandatario de Nuevo León Rodrigo Medina. Un juez de control ya lo
declaró sujeto a proceso por uso indebido de funciones, con lo cual incurriría
en la causal establecida para la suspensión de sus derechos como priista.
Sin embargo, en ninguno de
los dos casos –como tampoco en los del exgobernador de Quintana Roo, Roberto
Borge Angulo, o del todavía gobernador de Chihuahua, César Duarte– los mandos
priistas han procedido con la misma celeridad y comedimiento.
Pero todavía es más
cuestionable que no haya procedido la suspensión de los derechos de otros siete
militantes priistas, que en su momento fueron denunciados por la Auditoría
Superior de la Federación como parte de la red de operadores del gobernador
veracruzano… y que hoy son diputados federales y locales.
El caso se vuelve aún más
criticable cuando uno se enfoca en la familia de Peña Nieto o en el propio
presidente del Comité Ejecutivo Nacional del PRI: en esos casos, el priismo ni
siquiera habla de irregularidades, ilegalidades o conductas cuestionables, sino
simplemente de “errores” o de la aplicación de la normatividad.
Así, el pasado 18 de julio el
presidente intentó cerrar el caso de la Casa Blanca al señalar, durante la
promulgación de la Ley General del Sistema Nacional Anticorrupción: “No
obstante que me conduje conforme a la ley, este error afectó a mi familia,
lastimó la investidura presidencial y dañó la confianza en el gobierno. (…) Por
eso, con toda humildad, les pido perdón”.
Y Ochoa Reza, al ser
cuestionado sobre la millonaria indemnización que recibió al renunciar a la
Dirección General de la Comisión Federal de Electricidad (CFE), respondió: “Es
correcto porque así lo establece la normatividad”. Esto a pesar de haber aceptado
previamente que la suya había sido una separación voluntaria, porque él había
presentado su renuncia, y que el Manual de Trabajo para los Servidores Públicos
de Mando de la CFE señala con toda claridad que en el caso de la separación
voluntaria procede únicamente una compensación, que significaría menos de la
sexta parte de lo que recibió.
Las evidencias no dejan lugar
a dudas: no se aplica el mismo rasero para todos los casos; la “impartición de
justicia”, como en el pasado, es totalmente arbitraria y depende de la voluntad
del presidente en turno.
Pero lo peor, el mandatario
federal (consciente o inconscientemente) pretende exculparse y en el discurso
que pronuncia con motivo del inicio de la Semana Nacional de la Transparencia,
el pasado miércoles 28, señaló: “La corrupción está en todos los órdenes de la
sociedad y en todos los ámbitos. No hay alguien que pueda atreverse a arrojar
la primera piedra”. Con esto insistió en la idea de que se trata de un mal
generalizado en México y el mundo, tal como dijo en una entrevista con
comunicadores en “Conversaciones a fondo”, con motivo del 80 aniversario del
Fondo de Cultura Económica, el 20 de agosto de 2014, justo unos días antes de
que se cancelara la licitación del tren rápido Ciudad de México-Querétaro y
estallara el escándalo de la Casa Blanca.
Las huellas de sus
arbitrariedades fueron todavía más evidentes unos párrafos más adelante, cuando
expresó: “Y creo que si realmente queremos avanzar en el combate, entre otras
cosas, de la corrupción, tenemos que hacerlo, no por razones de oportunismo
político, de revanchismo político, sino realmente porque estemos seria y
genuinamente comprometidos en cambiar el modelo que rige actualmente el actuar
de las instituciones del Estado mexicano, de los agentes políticos y de los
agentes sociales”.
Nunca mejor aplicado el dicho
que reza: “Explicación no pedida, acusación manifiesta”.
Toda la actuación del
Ejecutivo federal, desde luego encabezado por el propio presidente Enrique Peña
Nieto, en relación con el supuesto combate a la corrupción y la impunidad son
un último y desesperado intento por tratar de evitar el colapso electoral del
PRI; pero tan burdo y descarado que, como los malos magos, deja el truco al
descubierto.
(PROCESO/ ANÁLISIS/JESÚS CANTÚ /9 OCTUBRE,
2016)
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